HACIENDO REAL LA UTOPÍA
Ante la cuestión planteada de forma recurrente
desde el activismo sobre por qué las poblaciones occidentales están tan
inmovilizadas en proporción a la cantidad y gravedad de las agresiones que se
están sufriendo, existe una explicación muy extendida que es en la que se basa la Doctrina del Shock de Naomi Klein: el miedo. El miedo que todo lo
paraliza. Esto ha hecho creer a movimientos sociales y activistas que la principal
herramienta empleada por las estructuras de poder para mantenerse y extenderse
ha sido siempre el miedo, lo que como consecuencia ha centrado todos los
esfuerzos activistas prioritariamente en combatirlo. Pero muchas de las
personas que lean esto, y que estén relacionadas en mayor o menor medida con el
activismo, coincidirán conmigo en que más que miedo con lo que nos hemos
cruzado es con multitudes sumidas en la desgana y la apatía.
Esto me ha llevado a pensar que lo que realmente
paraliza a las masas no es el miedo. Lo que ha sucedido, quizá, es que a través de las diversas dinámicas de
poder que se
han ido desarrollando en las últimas décadas hemos ido cediendo
progresivamente el control sobre distintas parcelas de nuestras vidas, hasta
el punto de llegar a delegar incluso la gestión de nuestras propias esperanzas
y, con ellas, también de nuestras motivaciones. Por supuesto, esto
no es culpa exclusiva de un determinado poder coactivo, ya que
(independientemente de las posibles estructuras de poder, sus oscuras
motivaciones, estrategias, conspiraciones, etc…) en última instancia hemos sido
nosotros los que hemos ido cediéndolas alegremente, asumiendo
sin apenas resistencia las reglas que se iban estableciendo. De esa pérdida casi absoluta y
generalizada de control sobre nuestra esperanza viene la facilidad con que
veamos a millones de personas agarrándose desesperadamente a un clavo ardiendo,
aceptando condiciones miserables de vida tan sólo a cambio de la promesa de un
puñado de migajas, y con más fuerza cuanto peor es la situación en que se
encuentren (esto explicaría además por qué la clase media ha tenido más
facilidad históricamente para rebelarse) El miedo, que por supuesto también
existe, sería el as en la manga reservado sólo para utilizar estratégicamente
contra aquellas personas que, habiendo adquirido cierto grado de
conciencia, comienzan a actuar en contra de estas dinámicas de control y cesión
en que se fundamenta el poder. Esto es, el miedo sería la principal herramienta
reservada para contener los diferentes focos de rebeldía que vayan surgiendo,
pero no así para el resto de la población.
Ahora bien, ¿cómo se perpetúan hoy en día estas
dinámicas de cesión? La pérdida del control propio sobre el leitmotiv de
nuestras vidas ocurre ya desde que somos pequeños. A través de las prácticas
sociales normalizadas y los distintos mecanismos de castigo y recompensa de los
que se valen dichas prácticas, en las escuelas, en los trabajos o incluso
dentro de la propia familia, se nos cercena todo lo posible la expresión de
nuestra creatividad identitaria. Se nos muestra un mundo en apariencia
estimulante, pero en las formas rígido, inflexible, rutinario, y en cuyo seno
el concepto de libertad se encuentra limitado a disponer de un puñado de
elecciones u opciones ya predeterminadas. Tú eliges el rol que más o menos te
gusta, pero no lo construyes. Y si no llegamos a ser capaces de poder
construir nuestro propio rol, ¿cómo vamos a conseguir construir un entorno
más amable para nosotros que éste al que fuimos arrojados?
Recuperando el rumbo perdido.
Quizá sea esta cuestión la que en mayor medida esté
limitando la acción y la posibilidad de expansión de los movimientos sociales.
Intentamos combatir (o incluso revertir) el miedo, desenmascarar las mentiras,
mostrar la auténtica violencia del sistema y analizar una y otra vez sus
errores, pero no ofrecemos un motivo de esperanza, y ya no sólo para el grueso
de la población sometida sino incluso también para nosotros mismos. Luchamos
en contra de algo, pero no reservamos fuerzas ni tiempo para luchar a favor
nuestra.
Desde este planteamiento, sería preciso comenzar a
introducir en todo discurso con vocación activista, es decir que contenga
voluntad de cambio, esa esperanza que nos ha sido arrebatada, manifestando para
ello la confianza en las propias e ilimitadas posibilidades que nunca nos
enseñaron a potenciar. Pero sin charlatanerías, ni falsas promesas, ni
liderazgos vacíos, sino con ejemplos prácticos, por muy reducidos o
minoritarios que éstos sean. Que se muestre que detrás de cada discurso contra
la decadencia del sistema existen opciones reales que nos permiten construir un
entorno ya no sólo mejor, sino distinto, en el que podemos contribuir con
nuestras propias aportaciones genuinas. Por el contrario, continuar centrando
los discursos en las maldades de quienes nos administran o nos gobiernan no hará sino continuar
abalanzándonos una y otra vez contra un muro, además de acelerar el proceso de
descomposición natural de las actuales dinámicas político-económicas.
Es más, ¿de qué serviría derrotar a los dueños de
un sistema si lo pernicioso es la propia estructura y las reglas de ese sistema
y no las personas que van logrando posicionarse con más o menos privilegios
dentro de él?
En resumidas cuentas: más importante que darnos
cuenta de lo que no queremos, es conocer e indagar lo que realmente anhelamos.
De forma que se facilite la acción y la puesta en práctica consecuentes de un
discurso subversivo pero al mismo tiempo esperanzador. Esto impulsaría un
activismo encaminado principalmente a la construcción de iniciativas en las que
poder poner en práctica y desarrollar las propias capacidades, y también a la
aplicación de una pedagogía social que devuelva a las personas la necesidad de
creer e indagar en sus posibilidades con el objetivo de llevarlas a cabo.
Ampliando así el horizonte del activismo que va exclusivamente encaminado a la
destrucción de la maquinaria represiva y propagandística del Estado, lo que
obliga a ir siempre reaccionando ante sus maniobras en lugar de permitirnos
tomar la iniciativa. Por supuesto, hablamos de un activismo de avanzadilla pero
fundamentado en el respeto
a la diversidad,
contrapuesto a la existencia de vanguardias elitistas o liderazgos que al final
desemboquen en lo mismo, esto es, contrario a que sean unas pocas personas las
únicas que acaben construyendo para todas las demás sus esperanzas o las
posibilidades de hacer algo.
Haciendo real la utopía.
La sociedad no va a experimentar un movimiento
hacia el cambio si detrás de todo este mundo que denunciamos no se vislumbra
claramente la construcción de otro diferente. Si bien es cierto que ya hay
mucho teorizado, la mayor parte de las propuestas se basan en concepciones universalistas y grandilocuentes de un mundo
ideal al completo, capaz de evocarnos los más bellos sueños pero imposibles
de materializar en nuestra práctica cotidiana. O imposibles al menos sin
haber encontrado antes el botón de reset del mundo, a modo de Neo en Matrix:
reescribiendo de golpe y porrazo con un sólo movimiento todas las reglas y
estructuras que rigen las sociedades complejas de hoy en día. Y ni aún con
esas. Mucho me temo que eso no va a ser realizable por mucho que nos
atiborrásemos de pastillas rojas o azules.
Aunque no toda posibilidad pasa forzosamente por la
ciencia-ficción. Así, encontramos una serie de propuestas procedentes de
pequeñas comunidades
reales (aunque
no por ello menos ambiciosas) plenamente autónomas, basadas en el mutualismo, la plurarquía, y gestionadas a través de redes distribuidas, más factibles de poner en
práctica. Comunidades capaces de imaginar un futuro particular para las pocas y
verdaderamente importantes personas con nombre y apellido con las que
construimos nuestra cotidianidad, las cuales a su vez puedan compartir con
otras. O, dicho de otro modo, una serie de ejemplos de comunitarismo
construido por nodos autónomos interconectados voluntariamente entre sí por
intereses compartidos.
Nodos (personas o colectivos) capaces de
producir conocimientos, servicios o bienes según sus propias capacidades, y de
intercambiar libremente dicha producción entre ellos, sin coacciones,
mediaciones o dependencias que supongan posiciones de ventaja o desventaja
forzosa de unos sobre otros.
Algunas de estas propuestas llevan ya un tiempo
practicándose, lo que nos ha permitido confirmar el potencial y la capacidad
efectiva de transformación y cambio que han supuesto en el entorno real de cada una de ellas. Y no
hablamos de cambios aparentes o superficiales. Nos estamos refiriendo a
transformaciones de tal calado que han llegado a alterar por completo la cosmovisión que personas y comunidades,
extendidas por todo el mundo, tenían sobre las relaciones sociales y las formas
de desarrollarse y proyectarse en su entorno. Todo ello al margen de los
intentos de control que ejercen las distintas formas de poder, debido a su
carácter autónomo e independiente. Tal es el caso de las propuestas que en las
últimas décadas han llevado hasta límites insospechados la producción de código
abierto basándose
fundamentalmente en los principios de la ética hacker, y que están consiguiendo
lo que antaño tan sólo era posible imaginar: hacer real la utopía.
Por mencionar algunos ejemplos prácticos y
concretos, que conozco bien por afinidad y contacto, destacaría el
desarrollo de la Filé Aesir, una comunidad centrada en la
gestación de diversos proyectos orientados hacia la adquisición de una
plena autonomía, entre los que podemos encontrar proyectos de impresión 3D, de consultoría, de software social, de radio o de educación, entre otros, y todos ellos bajo
el marco práctico del Activismo
de Mercado; así
como el modelo económico propuesto por Entropy Factory, una incubadora de proyectos
tecnológicos e informáticos impulsados y puestos en práctica a través de
criptomonedas como Faircoin, que ellos mismos están
logrando acercarlas de forma completamente accesible para el consumidor común. Es el
caso también, por mencionar otros ejemplos muy representativos y ya bastante
extendidos, de la Free Software
Foundation, y su
punta de lanza en GNU
Project, dentro
del campo del software informático; de la P2P Foundation impulsada por Michel Bauwens,
que explora la producción por pares en todo tipo de ámbitos socio-económicos;
del proyecto Open Source Ecology, que diseña lo que han
denominado el Set de Construcción de la Aldea Global, cincuenta maquinas de
bajo coste y fabricación casera con las que se podría iniciar una pequeña aldea
moderna partiendo desde cero; también es el caso de los estudios sobre la Economía Directa elaborados por John Robb, y
centrados tanto en la producción como en la inversión inicial necesaria a un
nivel completamente asequible y gestionable por cualquier unidad familiar; y
del neovenecianismo definido, llevado a la práctica
y extendido por los indianos, con una sólida propuesta de
democracia económica en el plano comunitario y de consecución de una
vida interesante en el
plano personal. Son sólo algunos ejemplos reseñables, aunque podemos encontrar
muchos más.
Todos estos son proyectos que, sin duda alguna,
están construyendo nuevos modelos de relaciones sociales y comerciales con
posibilidades muy poco imaginadas antes. Todo un trabajo que nos está demostrando
que efectivamente se pueden ir cambiando las reglas del juego; que es posible
recuperar las parcelas perdidas sobre el control de nuestras vidas; que podemos
relacionarnos de forma genuina con nuestro entorno provocando pequeñas y
progresivas transformaciones en él y, como consecuencia, enriqueciéndolo; y que
no todas las decisiones que afectan a nuestras vidas dependen de
personas, entidades o instituciones ajenas a nuestra participación directa, por
más que digan representarnos, sino que dichas decisiones están, hoy más que
nunca, al alcance de nuestras propias manos.
LA MUJER
ESCLAVA, René Chauguis
Desde que la
humanidad existe, la mujer es esclava del hombre.
Hallándose aún a las tres cuartas partes del mono
armados de colmillos y de zarpas, cubiertos de pelos, con las quijadas
salientes y la frente deprimida, era natural que nuestros antepasados
prehistóricos se portasen como fieras. Las hembras no serían para ellos más que
presas, que se disputarían con la ferocidad propia del caso, sin cuidarse lo
más mínimo de pedir el consentimiento a sus espantadas compañeras. Consideradas
como botín de lucha tan arriesgada, era preciso que pagasen con su trabajo el
alimento concedido por el amo, y éste se descargaba del trabajo propio que le
desagradaba, imponiéndosele a la sierva. En los pueblos salvajes de la
actualidad la mujer es considerada como una bestia de carga; entre los
civilizados, su suerte ha cambiado poco.
Si el hombre primitivo se apoderaba de su esposa
por la violencia, nosotros lo hacemos por la astucia, manteniéndola en completa
ignorancia del matrimonio y de la vida y pidiéndole un consentimiento que, por
sus condiciones especiales, resulta completamente falaz; sí aquél consideraba
su compañera como propiedad suya, en igual concepto le tenemos nosotros; si
sobre ella tenía derecho de vida y muerte, nosotros también. Aterrorizamos a la
joven por medio de convencionalismos forjados por nosotros en nuestro provecho
y hacemos otro tanto con la esposa valiéndonos de leyes sanguinarias. Queda,
pues, en vigor el régimen de rapto y de violencia implantado por nuestros
antepasados los monos.
Y sin embargo, nuestras mandíbulas han disminuido,
nuestras garras de han convertido en uñas y nuestro cráneo se ha ensanchado y
puesto que llegamos hasta pensar y racionar, bueno sería que conformásemos
nuestros actos con nuestra razón y abandonásemos costumbres que proceden del
tiempo que teníamos garras y colmillos. Toda nuestra vida social, la sexual
particularmente, se funda en tradiciones bestiales y es preciso poner a eso un
término.
Hay quien cree razonable retener la mujer en
condición inferior, porque es más débil; lógica bestial siempre. Si las
palabras derecho y deber no careciesen de sentido, sería preciso decir lo
contrario: imponer más deberes a los fuertes y conceder más derechos a los
débiles. La debilidad de la mujer es relativa: mujeres hay más robustas que
muchos hombres. En muchas especies de animales, la hembra es tan fuerte como el
macho y, en el combate, en muchas veces más terrible. La debilidad no es
consecuencia necesaria de la función maternal. Si en la actualidad la mujer es
algo más delicada que su compañero, quizá sea únicamente debido a una larga división
del trabajo entre ellos; él dedicado a la guerra y a la caza, ella cuidando la
casa y la cría. La fuerza muscular tiene poco importancia en la vida social
contemporánea y no puede ser motivo de desigualdad; lo que importa es la
energía nerviosa; el cerebro que piensa y que quiere es lo que vale, y de que
el sistema nervioso de la mujer no fuese capaz de tanto pensamiento y voluntad
como el del hombre, no puede deducirse que aquélla haya de ser tenida en
tutela. Lo que en este punto hay de positivo es que, como todos los seres
vivientes, la mujer tiene en sí posibilidades; déjesela desarrollarse
libremente, como juez único de los que puede y debe hacer.
Siempre sucedió lo mismo: los nobles no querían que
los burgueses se emancipasen, se creían superiores a ellos; los burgueses no
quieren que los trabajadores se emancipen, también se creen superiores; los
militares quieren elevarse sobre los hombres civiles; lo mismo piensan los
curas sobre los laicos; los civilizados miran despreciativamente a los salvajes
sin tener en cuenta que la distancia que les separa es cuestión de tiempo, un
simple accidente de la evolución general. Cada nación se cree superior a las
otras, cada uno de nosotros se juzga más sensato que el resto de los humanos, y
la creencia del hombre en su superioridad sobre la mujer no tiene más serio
fundamento: es una mezcla del error egocéntrico y del deseo de dominio.
Sí, sobre todo del deseo de dominio. A la simple
lectura del Código se ve claramente que los hombres han hecho las leyes: la manera
con que los legisladores hablan de los derechos y de los deberes de cada uno de
los esposos, el diferente modo con que consideran el adulterio del uno y de la
otra, las disposiciones relativas a la madre soltera y al hijo natural,
resultan verdaderamente chocantes, producto de un egoísmo necio que casi es
perdonable por lo cándido. Así, por ejemplo, mientras el poder legal del marido
es casi ilimitado, el de la esposa es nulo; ella le pertenece, pero él a ella
no; del capricho del hombre depende que la mujer sea feliz o desgraciada por
toda su vida, porque la ley que la entrega no la defiende, pudiendo decirse con
toda verdad que la mujer del día, lo mismo que la de las edades prehistóricas,
no es una persona sino una cosa apropiada. Para que el amor nazca y persista
entre ese amo y esa sierva son necesarias circunstancias bien excepcionales; a
falta de ellas, casi nunca hay amor, sólo hay cambio de dos deseos momentáneos,
u otra cosa peor: brutalidad y sumisión.
Huyendo del estado humillante de cosa poseída, la
mujer trata de emanciparse de la tutela masculina y vivir del propio trabajo,
pero también en este punto se encuentra en frente de su arrogante amo que, en
pago de trabajos pesadísimos, le ofrece salarios miserables. ¡Siempre el fuerte
esclavizando al débil! ¡Siempre subsistente la vieja tradición simia!
Cada vez que la mujer trata de emanciparse y quiere
salir del estado de cosa para elevarse al de persona, el hombre se esfuerza por
impedirlo; no quiere que desarrolle sus facultades para convertirse en su
igual. Los diputados no quieren mujeres electoras ni elegibles; los magistrados
rechazan las abogadas; los médicos no gustan de profesoras ni agregadas; en la
Escuela de Bellas Artes los alumnos han obligado a despedir a las alumnas, y,
no obstante, a pesar de tan obstinada resistencia y de tantas dificultades, no
pocas mujeres cultivan las ciencias, las letras y las artes, y a veces mejor
que los hombres.
No hay que disimularlo: en el fondo el hombre
desprecia a la mujer y la galantería que con ella usa no pasa de abominable
hipocresía, destinada a disfrazar la condición de esclava en que con tanta
crueldad la mantiene. Bajo cierto barniz aparatoso se halla siempre el amo vil
y feroz.
Ese
desdén se refleja hasta en el lenguaje. Para significar todos los seres de
nuestra especie, decimos: el hombre, los hombres, la humanidad; la mujer va
comprendida a título de accesorio que no hay necesidad de mencionar. Más aún:
gramaticalmente, un adjetivo ha de concordar en género y número con el
sustantivo correspondiente; pero si se juntan muchos nombres que hayan de
calificarse con un solo adjetivo y la mayor parte son femeninos, con que haya
uno solo masculino, el adjetivo concordará en masculino; por ejemplo: «la
cartera, la pluma, la tinta y el lápiz, son buenos»; el alumnos que en unos
exámenes dijera: son buenas y bueno, recibiría calabazas, impuestas por un
tribunal de doctores en los cuales influiría más el origen bestial del mono que
el ideal de justicia.
Cuando el hombre afirma que ha excluido a la mujer
de la vida social a causa de la delicadeza de su organismo, miente; porque si
eso fuera cierto, hubiera reservado para sí todos los trabajos penosos o
repugnantes, lo que dista mucho de ser cierto, y hubiese dejado para su amiga
los trabajos sedentarios, con preferencia el estudio. Precisamente desde el
origen de las sociedades el hombre se ha opuesto con especial empeño a que la
mujer se instruyera, porque esclavo instruido es mal esclavo.
La educación de la joven es aprendizaje de
doméstica; se desarrollan sus aptitudes con idea de formarla para un amo; se le
enseña lo preciso para que no cometa muchas faltas de ortografía y que no
parezca demasiado tonta en una conversación; se consiente en enseñarle algún
arte de adorno, el piano, por ejemplo, que afecta poco a las prerrogativas
masculinas; pero se guardarán bien de iniciarla en las ciencias, que le
abrirían los ojos acerca de las mentiras religiosas y sociales, fundamentos de
su servidumbre, ni de interesarla en la vida pública, para evitar que sienta
las inspiraciones de la rebeldía.
Si la encierra en la casa entre las cacerolas y las
labores frívolas; se embrutece su inteligencia con lecturas necias; se envilece
su carácter por la costumbre de la obediencia. ¡Obedecer! tal es, desde su más
tierna infancia, el objeto constante de su vida. Al mismo tiempo se desvía su
sentido moral por exhortaciones tenidas por virtuosas, que en realidad son
degradantes… Ocultándole la verdad y reglamentando sus lecturas, se le ultraja;
se le hace la injuria de suponer que, entregada a sí misma, sería incapaz de
contenerse; se le considera, con el cristianismo, como un ser impuro.
Envilecida en su cuerpo y, lo que es peor, en su cerebro, la mujer es presa de
todas las supersticiones y de todos los prejuicios.
Eso no debe ser: la mujer, como el hombre, debe
recibir una educación resueltamente científica; las ciencias, y sobre todo las
ciencias naturales, son indispensables a la mujer; primero, para limpiar de una
vez para siempre su cerebro de todas las sandeces religiosas; después porque
habiendo de crear a los hijos, necesita saber que es un organismo, la vida, el
amor y la muerte. ¿Cómo puede cuidar un niño si ignora la anatomía, la
fisiología y la medicina? Convendría que los jóvenes de ambos sexos hiciesen
una estancia en los hospitales y aprendiesen, además del arte de curar, el
respeto al dolor humano. ¡Cuánto más valdría eso que los cursos de piano para
las unas y el cuartel para los otros!
Después de siglos y siglos de esclavitud, ha
conservado costumbres, pensamientos y gustos de esclava. Observadla: en la más
honesta encontraréis huellas de venalidad, aunque sólo sea respecto de su
marido. Al ofrecimiento de un vestido nuevo, de un regalo cualquiera, se
manifiesta más cariñosa, lo que es vergonzoso. Como todos los esclavos, aplaude
el éxito, y prefiere la medianía que llega a brillar el mérito positivo que
permanece oscurecido; siente necesidad insana de aparentar, de atraer las
miradas, de dominar, de humillar. Como los salvajes, gusta de dorados,
cristalería y relumbrones inútiles; pasa horas enteras frente a los escaparates
de joyería admirando cosas feas pero brillantes; se cubre de collares,
brazaletes, sortijas, pendientes, cintas y perifollos que no tienen razón de
ser, pero que cuestan mucho y dificultan la lucha por la vida.
Su toilette no es otra cosa que un desafío a la
higiene y al buen sentido; lleva plumas en la cabeza como los salvajes (y
nuestros militares). Como los salvajes usa amuletos portadores de buena
ventura; se pinta ojeras y colorea las mejillas y los labios; se deforma y se
mutila; se agujera las orejas para llevar colgantes, y gracias que haya perdido
la costumbre de horadarse las narices y los labios, lo que supone un progreso.
Mete sus pies en calzados extravagantes impropios para la marcha; comprime sus
pulmones y su estómago en un corsé que compromete su salud y la de sus hijos,
si puede ser madre. Pero todo ello le importa poco: en los cerebros que la
esclavitud ha deprimido, la vanidad es lo primero.
Es menester que eso acabe. Es preciso que la mujer
tenga conciencia de sí misma, que se avergüence de su estado actual y que se
niegue a ser una muñeca lujosa o una doméstica y sobre todo una cosa apropiada.
Urge que aprenda que no hay dignidad posible ni menos moralidad para un ser
consciente más que en la libertad en la plena posesión de sí mismo; que quiera
ser libre, y lo será. La mujer libre es una revolución en el mundo cuyas
consecuencias son incalculables: es el fin de las religiones, que sólo por ella
subsisten, y por ella dominan aún al niño y al hombre, es también el fin de la
guerra, que detestan cordialmente las esposas y las madres, porque aquélla es
asesina de maridos y de hijos; la adaptación de la mujer a las tareas humildes
de la servidumbre ha producido algo bueno, le ha hecho perder los hábitos de la
brutalidad, el gusto del asesinato. La mujer instruida, apoyada en la vida
social, es un medio de pacificación y desarme mucho más eficaz que las mentidas
palabras de los déspotas; es su completa dignificación, a la par que el fin del
reino de la violencia y del sacrificio de los débiles por los fuertes; es el
advenimiento de la verdad, de la belleza y de la justicia.
La mujer libre es una humanidad nueva que surge y
vive en la verdadera acepción de la idea de vida.
René Chauguis. Traducido por Anselmo Lorenzo y
digitalizado por KCL
EL MUNDO APESTA - FOLIE A
TROIS
LA VIDA DE LOS REFUGIADOS EN UN CORTO QUE NO ES FICCION
RAPHAEL, LA CANCIÓN DEL TRABAJO.1966
arrastrar la dura cadena
trabajar sin tregua y sin fin
es lo mismo que una condena
que ninguno puede (quiere) eludir.
arrastrar la dura cadena
trabajar sin tregua y sin fin
es lo mismo que una condena
que ninguno puede (quiere) eludir.
Verdadero Gran Discurso Antisistema
Félix Rodrigo Mora - Deshumanización de las sociedades contemporáneas
¿A quién quiere engañar?
DESPERTAR DEL LETARGO
¿Te has
preguntado alguna vez por qué, después de tantos años tomando tus propias
decisiones en circunstancias únicas, tu vida ha acabado siendo prácticamente
idéntica a la de millones de personas en todo el mundo?
Sabemos
que cada persona es única y diferente a las demás, y que cada una tiene su
propia forma de entender el mundo que le rodea. Entonces, ¿por qué acabamos
todas haciendo prácticamente las mismas cosas o recorriendo similares caminos?
¿Por qué tantos sueños y posibilidades imaginadas como tenemos a lo largo de la
vida van irremediablemente desvaneciéndose con el tiempo? ¿O por qué las
opciones para poder construir nuestra vida son tan escasas y limitadas, y no
terminamos de encajar del todo en ninguna de ellas? ¿Qué hace que no podamos
desarrollar una vida única y diferenciada del resto? ¿Tenemos realmente
libertad para expresar nuestra propia identidad? ¿O nacemos programados para
sucumbir a los condicionamientos sociales? En tal caso, ¿quiénes son los que
deciden cómo hemos de ser los demás?
Un
pequeño paréntesis.
Antes de tratar de abordar estas
cuestiones, si realmente te suscitán algo de interés, te pediría tan sólo que
dedicaras un pequeño esfuerzo a leer con detenimiento lo que trato de exponer.
No porque vaya a revelar algún secreto, que no voy a hacerlo, ni tampoco porque
haya descubierto el sentido de la vida, ni porque desee imponer mi razón sobre
otras, pues no creo estar en posesión de ninguna verdad. Tan sólo es porque
creo que se tratan de cuestiones que tienen la suficiente importancia como para
ser reflexionadas y debatidas con un mínimo de calma y algo de tiempo. Y más en
los tiempos que corren, en que la crisis no sólo está reduciendo a escombros la
economía, sino también toda nuestra estructura social, nuestra forma de
relacionarnos y nuestros propios valores.
Sé que es
bastante complicado encontrar momentos en los que poder concentrarse, y más con
la vorágine en que nos encontramos sumidos cada día: antes de salir el sol ya
suena tu despertador, te vistes corriendo, te tomas el café de un trago y
corres al centro de estudios o al trabajo, donde pasarás más de un tercio del
día sin
poder pensar apenas en otra cosa, si
acaso alguna pausa para respirar o para solucionar algún papeleo en el banco o
la administración pública, y de repente ya es la hora de comer, eso sí, rápido
que enseguida hay que volver al curro o a estudiar, ni siquiera sabes qué día
de la semana es, tan sólo que es un día menos para el fin de semana, ¿te queda
algo de tiempo antes de que anochezca? si no es así toca joderse, es lo que
hay, y si lo tienes, intentas pasarlo fugazmente con amigos o familia, apenas
sin darte tiempo a profundizar en las relaciones, pero al menos no pierdes el
contacto que ya es suficiente, ahi vá, ya es de noche, a cenar, ¿queda un
ratito para el ocio? pero que sea rapidito y no me haga pensar mucho que
enseguida hay que acostarse para volver a empezar en pocas horas otro día
igual…
Es cierto, parece bastante
complicado encontrar algún hueco entre toda esa maraña rutinaria para poder
hacer alguna actividad con serenidad y dedicarle el tiempo que merece. Por eso
prefiero que, si andas con prisa, no hagas de este texto una lectura rápida y
superficial para después continuar con otra cosa como si nada, dejando
desvanecerse así un momento de autorreflexión productivo que tanta falta nos
hace. Mejor busca el momento adecuado, lo justo para dedicártelo con una
lectura algo más sosegada. En realidad tampoco te llevará mucho tiempo, pero al
menos intentaremos que ese tiempo nos pueda servir para algo más que tan sólo
para pasar el rato.
Resistiendo
al tsunami.
Por norma general, no solemos
pararnos a pensar en el mundo que nos rodea. Bastante tenemos ya con nuestros
propios problemas, es verdad. Pero con poco que hagamos una visión rápida y
superficial, cualquiera puede darse cuenta enseguida de la cantidad de
injusticias, contradicciones y miserias que se dan cada día: precios cada vez
más caros de productos y servicios básicos (luz, agua, medicamentos, transporte,
alimentación, etc), pobreza, hambre, desahucios, despidos injustificados
o trabajos mal remunerados con condiciones lamentables, impuestos que suben
para costear servicios que bajan, problemas escolares, problemas de salud,
dependencia bancaria, leyes coercitivas, abusos, corrupción, egoísmo,
violencia, miedo… algunas de las cuales acaban formando parte de esos problemas
cotidianos que tanto nos absorven y nos obligan a encerrarnos en nuestras
aisladas vidas. De hecho, cuando captamos alguna visión en conjunto de la
realidad en que vivimos, en un primer momento hasta nos puede dar algo de
vértigo, y por eso preferimos no ahondar mucho en semejante lodazal. Siempre,
claro, que consigamos mantenernos un poco a flote, pues cuando somos quienes caemos
en lo más profundo de la crisis se hace inevitable tener que ver y vivir en
primer plano las miserias que nos rodean a la vuelta de cada esquina.
Hay
personas, sin embargo, que desde que nacen están condenadas a no poder salir a
la superficie, que no han tenido otra opción en la vida que la de verse
anegadas en esa miserable profundidad que otras personas más afortunadas
evitamos tan siquiera mirar.
Pero, ¿hasta qué punto puede
darnos cierta estabilidad intentar no pensar en todas las cosas que nos rodean?
¿De qué nos protege la indiferencia? ¿O qué tan seguro es evadirnos en la
ociosidad para ver sólo la apariencia amable del mismo sistema que por otro
lado genera tantas miserias? ¿Esa actitud nos garantiza realmente que
continuemos flotando? ¿Acaso va a facilitar que podamos sortear sin un rasguño
una crisis como la actual, que está arrastrando hasta el fondo a millones de
personas que poco antes se sentían también a salvo? ¿O podría ser que precisamente
el hecho de no pensar en nuestro entorno es lo que nos ha llevado a encontramos
flotando sobre una inmensa y amenazante marisma que ni siquiera comprendemos?
No estoy diciendo que tratar de sobrevivir, o de vivir lo mejor posible, o
disfrutar de momentos de ocio sea algo perjudicial y nocivo para nosotros, sino
que hacerlo huyendo de la realidad que nos rodea quizá no sea la forma más
inteligente ni prudente de hacerlo. ¿No servirá de algo, por poco que
sea, tratar de reflexionar sobre todas estas cuestiones que en mayor o menor
grado nos afectan? Sin duda, servirá de mucho más que seguir ignorando una
situación que, por más que miremos hacia otro lado, sabemos que día a día va
empeorando y extendiéndose de forma implacable. Y para ello no queda más
alternativa que enfrentarnos a ese vértigo, agarrarse a él sin miedo, y
asomarnos a las entrañas del mundo. ¿Por qué? Precisamente por tratar de
encontrar una explicación no sólo a los problemas generales de nuestro entorno,
si no también a las propias adversidades que sufrimos como consecuencia. ¿Y
para qué? Pues para enfrentar lo mejor posible todos esos problemas, para
poder encontrar soluciones y, lo que es aún mejor, para saber cómo prevenirlos.
Como en un tsunami, esa fuente
inagotable y creciente de temores y sufrimiento que llamamos crisis, está
arrasando con todo cuanto se cruza en su camino. Asistimos atónitos ante tamaño
espectáculo destructivo, sabiéndonos demasiado pequeños para poder evitar tanto
daño. Pero no nos engañemos. Esto poco tiene que ver con una catástrofe
natural. Esto es más bien el resultado de un sistema de vida, de una forma de
relacionarnos, de una forma de ser y de estar en el mundo, que durante siglos
hemos ido adoptando y que todavía hoy seguimos aceptando sin apenas
cuestionarlo. Hay muchas otras formas de relacionarnos, de subsistir, de ser y
de estar en el mundo, pero escogimos (o nos vimos presionados para) adoptar las
normas sociales que actualmente imperan, y que hoy nos muestran algunas de sus
peores consecuencias. Hay muchas personas responsables de toda esta
problemática con la que nos enfrentamos a diario, incluyéndonos a nosotros
mismos. Entonces, ¿por qué nos sentimos ante esta crisis tan impotentes y
vulnerables como si de algún terrible terremoto o inundación inevitable se
tratase? ¿Y por qué nos limitamos a lamentarnos de los males padecidos y a
esperar que el temporal pase como si después todo pudiera volver de nuevo a su
sitio sin tener que mover un dedo?
A la
deriva.
La respuesta es que nos hemos
convertido, como sociedad, en completos inútiles. En personas inválidas,
dependientes e incapaces de tratar nuestros propios problemas entre nosotras.
Como dóciles niños que, ante la imposibilidad de resolver una tarea o un
conflicto, acuden corriendo hacia alguna persona adulta que les solucione el
impedimento. Somos seres pasivos, sin necesidad de criterio propio, limitados a
esperar las consignas y las órdenes que nos digan qué es lo que debemos hacer
en cada momento. Una sociedad de pensamiento vago, que ya no siente la
necesidad de comprender ni conocer las cosas, pues para eso hay expertos que se
encargan de cada asunto, incluso de aquellos que pertenecen a nuestra
intimidad. Una sociedad incapaz de organizarse por sí misma, incapaz de
alcanzar acuerdos, o de apoyarse entre unos y otros, ya que para eso tenemos a
supuestos representantes políticos, sindicales o empresariales que nos dicen
cómo tienen que funcionar las cosas, y así evitar calentarnos nosotros la cabeza.
Nos hemos ido poco a poco despojando de toda responsabilidad comunitaria y de
todo esfuerzo encaminado a cubrir nuestras necesidades sociales, aislándonos en
reducidos y recluídos nichos familiares que tan sólo velan por sus propios
intereses, hasta el punto de acabar formando una sociedad completamente
atomizada y desarticulada desprovista de la más mínima capacidad para tomar la
iniciativa, organizarse o atender sus necesidades comunes. Una sociedad de una
incompetencia y un borreguismo tales que a la más mínima ola o vendaval, nos
vemos abocados al más terrible de los desastres. Como manadas de zombis, de
muertos en vida, caminando en masa con el único objetivo en mente de conseguir
alimentar nuestra pulsión vital e incontrolable por los cerebros, pero sin
capacidad de observar nada más en el entorno, ni de comunicarse entre nosotros
para colaborar y alcanzar el objetivo o para preveer peligros y defenderse, lo
que nos convierte en un blanco demasiado fácil. Y lo peor es que nos hemos
creído que de verdad somos incapaces de superar semejante estado de letargo,
como si formase parte de nuestra esencia natural, como si no pudieramos ser
capaces de ofrecer ni de aspirar a nada más como personas.
No creo en absoluto que nos guste
ser así, ni tampoco que lo hayamos decidido de forma totalmente consciente. Existe
un entramado muy sólido y poderoso que hace realmente difícil, aunque queramos,
poder desarrollarnos fuera de los dictámenes del sistema, del control social y
del costumbrismo. Una maquinaria perfectamente coordinada entre unos
representantes políticos, unas fortunas apropiadas de los medios de producción
y de los bienes y servicios básicos, y unos medios de comunicación, que dirigen
y dan forma al funcionamiento social, controlando además que no podamos
intervenir en él de ninguna forma. Un perfeccionado sistema de control que
durante décadas lo ha ido
impregnando todo: desde las
costumbres sociales y la forma de relacionarnos hasta la forma de pensar, de
educar, de trabajar, de consumir, de entretenerse y, en última instancia, hasta
de vivir, de tal manera y con tanta insistencia e intensidad que hemos acabado
asumiendo como algo natural que sean otros los que gobiernen, dirijan y den
forma a nuestra realidad. Son tan pocos los asuntos de vital importancia y
trascendentales que se nos permiten controlar, o en los que podamos intervenir,
que hemos acabado creyendo que no tenemos más capacidad en esta vida que la
de dejarnos llevar navegando completamente a la deriva.
Asomándonos
a las profundidades.
¿Y cómo funciona ese mecanismo
para tener semejante capacidad de control y dominio sobre la mayor parte de las
personas? Se podrían escribir, y de hecho se escriben,
cientos de libros respondiendo a esta cuestión, pero tan sólo trataré de hacer
una resumida y somera visión de conjunto. Una mirada fugaz, desde nuestra
embarcación a la deriva hacia las profundidades del mar, con la intención de
visualizar las corrientes que van manejando nuestro rumbo y, quizá, deducir o
intuir hacia dónde nos podrían estar empujando.
Efectivamente, con poco que
hagamos una visión de conjunto, podemos ver que entregamos nuestra etapa de
mayor crecimiento a un proceso formativo que, aunque es cierto que nos
permite aprender muchas cosas útiles, no nos enseña a desarrollarnos como
personas plenamente independientes, esto es, capaces de vivir
exclusivamente por nosotros mismos.
La mayor parte de la formación
que recibimos nos instruye principalmente hacia la adquisición de competencias
que tengan cabida dentro de las cadenas de producción industriales imperantes,
que por supuesto son propiedad de la clase adinerada. Esa propiedad de los
medios de producción industriales cuenta, además, con la protección
inquebrantable de la clase política mantenida a generoso sueldo por las mismas
grandes fortunas propietarias. Al mismo tiempo, durante toda esta etapa, se nos
educa para sentirnos satisfechos, y acabar considerando que ya hemos alcanzado
el objetivo último de nuestra educación cuando conseguimos un empleo estable en
algunas de estas cadenas de producción.
La otra
media vida se sucede generalmente de forma rutinaria en ese mismo puesto de
trabajo hasta que dejas de ser productivo. Un
negocio redondo: nos fabrican como hordas de mano de obra adecuada a sus
intereses, para que acabemos produciendo con nuestra fuerza de trabajo una gran
riqueza, y tan sólo a cambio de una ínfima parte de todo lo producido por
nosotros en forma de miserable salario. Simplificado así, parece terriblemente
desmotivador, y lo peor es que no lo parece: lo es. La vida que nos tienen
preparada desde que nacemos es sencillamente así. Y te preguntarás, ¿cómo es
posible entonces que asumamos esto sin más? ¿Cómo es posible que no se produzca
un abandono masivo de este tipo de vida?
Y es que no sólo nos han hecho
creer que este tipo de vida corresponde a nuestra máxima aspiración. Además, de
forma paralela a la vida laboral industrial, se ha construido toda una
elaborada cultura del ocio y del consumo, a través de la cual nos evadimos,
calmamos nuestros impulsos y dotamos de sentido a nuestras vidas. De esta
forma, tener más ocio, consumir más o tener más posesiones, se convierte en el
leit motiv principal de nuestra vida. Y como las escalas de producción
industriales son cada vez mayores, todo el ocio, y los productos que
consumimos, tienden a ser cada vez más homogéneos. Es por eso que al final
acabamos pareciendo todos tan iguales.
Llegados a este punto, la
cuestión quizá más importante a resolver es: ¿Puede un mundo tan mecanizado y
diseñado para ser cada vez más idéntico, más homogéneo y más uniforme, servir
para tantas personas diferentes como existen? Es importante esta cuestión,
porque es precisamente una de las preguntas que más evitamos hacernos, ya que
evidencia el enorme vacío y la falta de significado que han regido nuestras
vidas. Y al mismo tiempo es la clave por la cual, a pesar del aparente
equilibrio logrado entre el vacío existencial y el relleno superficial, cada
vez hay más malestar en el mundo. Porque con este sistema, con esta forma de
navegar por la vida, por mucho que consigamos acaparar y por mucho que
tengamos, nunca podremos llegar a sentirnos nosotros mismos. ¿Cómo vamos a
sentir que somos nosotros mismos haciendo exactamente lo mismo que el resto de
la gente? Ahí es donde reside la gravedad de la crisis de identidad que
genera este estilo de vida. Porque este sistema tal y como está organizado
obstruye nuestra expresión propia e individual y, como consecuencia, impide la
construcción de una sociedad plural y creativa, en lugar de la sociedad
homogénea y terriblemente dirigida en la que vivimos hoy en día.
¿Y qué podemos hacer al respecto
si ya desde pequeños nos han educado para no tener control sobre nuestra vida,
si no más bien para aceptar las directrices y la forma de ser y estar con que
supuestamente vamos a encajar en la sociedad? No estamos preparados para llevar
nuestras propias riendas, ni para ser los dueños de nuestro destino. Hemos
delegado el curso de nuestra educación. También cuando trabajamos delegamos
nuestra capacidad de aportacion creativa y nos limitamos a cumplir órdenes.
Así es cómo todo está dirigido:
no te quejes, vota, compra, consume, sigue la moda, y no lo cuestiones, ya se
encargan otros de organizar la realidad por tí, para que no te tengas que
molestar lo más minimo en pensar.
Como vemos, es cierto que hay
muchas causas y que también hay culpables interesados en que hayamos alcanzado
semejantes niveles de invalidez y dependencia, pero poder salir de este
estado de incapacidad inducida es sólo responsabilidad nuestra. No nos
queda otra: o tratar de coger las riendas con valentía y arrojo, analizando
nuestro entorno para descubrir dónde estamos, cómo estamos, quiénes somos, qué
queremos y qué podemos hacer por nosotros mismos, o continuar flotando a la
deriva aún a riesgo de ser arrastrados por circunstancias que ni siquiera
seremos capaces de preveer por no haber querido afrontar la realidad misma, ni
entenderla, o por haberlo dejado todo en manos de otras personas para que
decidan por nosotros. Nuestra capacidad para resistir cualquier tipo de
desmoronamiento político, social o económico, como el que actualmente sufrimos,
pasa forzosamente por recuperar la confianza en nosotros mismos, como individuos
pero también como sociedad.
Un
decisivo golpe de timón.
Cuando navegar por la vida
aparenta ser algo sencillo, con el mar siempre en calma y siguiendo un trayecto
cuyo inicio, cuyas paradas y cuyo final ya están predeterminados, es fácil no
plantearse si hay otras formas de navegar u otros trayectos posibles. La máxima
preocupación acaba siendo escoger el tipo de barco que nos gustaría adquirir, o
elegir cuál de los itinerarios entre los que hay disponibles. Salirse de
cualquier ruta preestablecida genera incertidumbre, ante el posible riesgo
de acabar envueltos en alguna marejada. Por ello, se nos enseña que tratar de
lanzarse mar adentro sin seguir una de las rutas prefijadas supone afrontar
problemas innecesarios y asumir riesgos que podríamos evitar limitándonos a
seguir las rutas diseñadas por supuestos expertos.
Pero, ¿qué sucede cuando esa
calma prometida y asegurada por todos esos expertos que dirigen y planifican se
convierte en oleaje impredecible? Cuando tantas vidas comienzan a
hacer aguas y tantos barcos navegan a la deriva en una situación incontrolable,
en la que ninguno de los expertos se muestra como responsable ni es capaz de
ofrecer solución alguna, entonces es cuando nos damos cuenta de que en
realidad no tenemos ni idea de cómo navegar, ni de cómo afrontar
cualquier imprevisto en alta mar. Es cuando comprobamos, tarde, que nadie
nos ha enseñado a vivir, ni a tomar control de nuestro rumbo, si no tan sólo a
asumir una serie de recorridos predeterminados. Y es en ese momento, en
que el navío surca el mar viajando a la deriva y hacia un rumbo ingobernable,
cuando nos hallamos en el instante crucial en que es preciso un golpe de
timón que cambie la dirección de forma drástica, originando un nuevo
trayecto que nos permita recuperar el control de nuestro barco, aunque no fuera
el que inicialmente se había planificado.
Soy consciente de que es más
fácil escribirlo que hacerlo. Y, aunque despertar del letargo y coger las
riendas sea hoy más necesario que nunca, no es ninguna tarea sencilla. Para
ello, primero deberemos mirarnos con sinceridad en el espejo; desnudarnos y
despojarnos de toda apariencia para encontrarnos tal cual somos; hacer frente a
la imagen idealizada que hemos construido acerca del mundo y de nuestra forma de estar en él;
liberarnos de muchos de nuestros prejuicios; entender que hemos sido educados
toda una vida para ser pasivos, serviles y dependientes; para que nos sintamos
desautorizados a la hora de intervenir ante cualquier situación por muy injusta
que sea; aprender a reconocer las cadenas que nos impiden entendernos a
nosotros mismos, que nos alejan de nuestros intereses reales, que nos aislan,
que nos debilitan como partes de una sociedad; asumir que muchas de las cosas
que siempre hemos dado por hecho podrían estar equivocadas; y también descubrir
nuestras propias contradicciones para hacerles frente; mirar cara a cara a
nuestros propios demonios; descubrir que durante muchos años es probable que
hayamos estado perdiendo el tiempo; salir de la cómoda y apacible (sólo en
apariencia) zona de confort; y tomar una actitud activa hacia la vida, en lugar
de esta pasividad despreocupada y obediente.
Por supuesto que no es fácil.
Descubrir nuestro propio camino y hacernos con su rumbo no es algo que se pueda
hacer inmediatamente, de hecho nos puede llevar el resto de vida que nos queda,
pero sí es preciso ese primer golpe de timón que nos arranque de un día para
otro de este navegar a la deriva, de este devenir hacia la nada, en que nos
encontramos sumidos.
Lo que obtenemos a cambio bien
vale la pena, pues es el primer paso que nos va a permitir conocernos, saber de
qué somos capaces, observar con más amplitud todo cuanto nos rodea para
averiguar qué podemos aportar y cómo relacionarnos con otras personas para
conseguirlo, cómo sentirnos útiles y realizados como personas, cómo
proyectarnos en nuestro entorno de forma conjunta para construir un ambiente
más amigable para todas, haciendo sociedad de forma activa, y cómo dotarnos de
las herramientas que nos ayuden a convivir sin dependencias, de forma
colaborativa, y que consecuentemente nos ayuden a ser más fuertes, tener más
conocimientos, anticipar problemas, ayudarnos mutuamente, adaptarnos con mayor
facilidad a las circunstancias, e influir en nuestro entorno para finalmente hacer
de éste un lugar mejor ya no sólo para nosotros, a nuestro paso, si no también
para las generaciones venideras… o en resumidas cuentas, lo que los compañeros
de Las Indias denominan hacer de la vida
una vida interesante.
No hay
camino. Se hace camino al andar.
En resumidas cuentas, se trata de
dar el primer paso que nos permita iniciar el camino hacia una vida
interesante. Aunque, ciertamente, puede sonar pretencioso eso de permitirse
tener una vida interesante cuando para la mayoría de las personas la vida es
más bien miserable, dolorosa, insustancial, aburrida, y supone una lucha
constante que nunca termina y que al final apenas nos deja algo digno de
recordar. Pero no nos engañemos, pues como hemos visto, en el momento en que nos
encontramos de absoluta
descomposición social, atrevernos a escapar del
desmoronamiento no se trata de ningún lujo, si no que se convierte casi en una
obligación. Al fin y al cabo, lo que todas las personas anhelamos es poder ser felices haciendo lo que realmente queremos,
y cuando quienes te dirigen no son capaces de hacerlo por tí, se convierte en
tu propia responsabilidad perseguirlo.
Quizá hay personas que tienen
mayor facilidad para embarcarse en nuevos periplos, cambiar de rumbo o
adaptarse a cualquier circunstancia. Pero posiblemente el factor más importante
no sea la capacidad innata o la experiencia adquirida previamente (que
también), si no sobretodo ser conscientes de que no caminamos ni navegamos
sólos por el mundo.
Que vivimos rodeados de almas,
de sueños y de inquietudes, tantas como personas conviven a nuestro alcance.
Alcance que, con la ayuda de las nuevas tecnologías, supera con creces los
límites del entorno físico en el cual nacemos o por el cual transitamos. Muchas
de esas personas que ya hayan emprendido la búsqueda de su propio destino posiblemente
compartan similares objetivos contigo. Y, si realmente has decidido ya
emprender el tuyo propio, no tardarás en cruzarte con esas personas. Eso
convertirá tu camino en un itinerario compartido, lo que sin duda será de
inestimable ayuda mutua. Y así es como, casi sin darnos cuenta, estaremos
comenzando a crear comunidad: esa comunidad real
capaz, como ya vimos, de hacer real la utopía.
O quizá te bloquea la duda de no
tener claro aún cuál puede ser tu propio camino, ni tan siquiera una pequeña
pista, o no saber cómo empezar a recorrer tu propio camino. No te preocupes. Otras personas ya pasaron antes por ese momento y nos han
ido dejando algunas herramientas que nos pueden ayudar a resolver por nosotros
mismos las posibles dudas.
Una vez que lo tengamos un poco
más claro, tan sólo hará falta ese primer paso decisivo: la valentía de
hacernos con el control y lanzarnos a mar abierto. Y cuando extendamos ante
nosotros la totalidad del mapa, pretendiendo averiguar qué camino tomaremos, es
posible que la multitud de direcciones y posibilidades que se presentan
realmente nos pueda abrumar. Ese es el vértigo que comentábamos al principio, y
al que nos debíamos abrazar sin temor para poder afrontar la vasta realidad que
se abre frente a nosotros. Pues aunque ya no dispongamos de caminos
prefijados, y sólo tengamos claro el punto de partida, sí que dispondremos de
la confianza ciega en que haremos nuestro propio camino al andar.
MI
META ES FOMENTAR LA CREATIVIDAD E INNOVACIÓN REVOLUCIONARIAS
En los medios supuestamente “radicales”
vivimos una época infausta de conformismo mental y dogmatismo paralizante. Incapaces
de pensar el presente y proyectar conforme a un plan la transformación
revolucionaria del futuro, quienes se mueven en tales medios tienen horror a la
novedad y pánico a la creación de lo nuevo.
Y, ¿cómo van a ser revolucionarios en lo
político si en lo mental son inmovilistas, dogmáticos y ortodoxos, meros
repetidores de “verdades” pretendidamente eternas?
Siempre miran para atrás, nunca hacia
adelante. Guardianes de las esencias, no comprenden nada de la época que les ha tocado vivir. Sus mentes son un batiburrillo de
ideas gastadas y rancias, cada vez más alejadas de la realidad del siglo XXI.
Son como el perro del hortelano: ni innovan
ni dejan innovar. En cuanto observan que alguien busca nuevos caminos, nuevas
formulaciones y nuevas convicciones, se lanzan contra él garrote en mano, a
apalizarlo sin piedad. Son los fascistas del pensamiento.
En política malviven de los dogmatismos de hace medio siglo. Lo real ha
cambiado ya varias veces, pero ellos no cambian jamás. Se aprenden de memorias
los dogmas de las sectas “radicales” y los repiten, y repiten, y repiten, cada
vez más alejados de las situaciones de nuestro tiempo, cada vez más aislados,
cada vez más solos. Y cada vez más carcas, vetustos y fuera de época.
Repetir no es crear.
Crear es la meta del pensamiento, que sólo es tal si es creador. La mente
humana se realiza en la creación de lo nuevo.
Lo que cuenta es el
análisis ateórico, que se aferra a la realidad desdeñando las teorías y los
dogmas, que busca en la experiencia la verdad y no en la letra muerta de los
libros de doctrina, que son los únicos que leen los “radicales”. Los textos
doctrinales hay que lanzarlos a la basura para que la verdad concreta
prevalezca, como verdad de y desde la experiencia reflexionada.
La verdad experiencial es
al mismo tiempo revolucionaria y hacedora de la revolución integral.
Llegada la crisis económica, por ejemplo,
en vez de reflexionarla con mentalidad independiente se agarran a los
dogmatismos de los viejos carcamales de la tribu, los santones de la
socialdemocracia y el izquierdismo, neokeynesianos ellos. Y ahí se quedan atrapados
para siempre. Que Keynes escribiera su más célebre libro, “Teoría general de
la ocupación, el interés y el dinero” en 1936, en un mundo muy distinto del
actual, no les arredra ni les advierte: ellos repiten, y repiten y repiten… las
rancias monsergas pro-capitalistas, disfrazadas de “anticapitalistas” de toda
la vida.
El mundo cambia, querámoslo o no, cada 25
años, pero ellos no cambiarán nada ni en 25.000 años que vivieran. Por eso los
“radicales” son los peores reaccionarios.
Ahora
vivimos una realidad por desgracia nueva porque tenemos lo que hace sólo medio
siglo aún no había alcanzado su temible plenitud: una tecnología en manos del
poder, dotada de un poder devastador; un mega-Estado que nos aplasta y
desarticula como personas; un capitalismo asombrosamente desarrollado y
concentrado; unos sistemas de adoctrinamiento descomunales; una sociedad
hiper-urbanizada que ha roto todos sus lazos con el medio natural; la
mundialización que aniquila lo auténtico, vale decir, lo concreto en el plano
de lo local, y, como consecuencia de todo ello, la destrucción de la esencia
concreta humana, que es lo más grave.
Todo ello debe ser pensado creadoramente,
para encontrar nuevos procedimientos de denunciarlo, resistirlo y eliminarlo.
Las viejas cantinelas son inoperantes ante la nueva realidad. De la creación de
lo nuevo, de pensar lo novedoso, saldrá la revolución integral, pues ésta por
su misma naturaleza es creativa e innovadora, dado que se autoconstruye y
refunda una y otra vez a partir de la experiencia, no quedándose nunca en el
estadio de quietud y afirmación de sí propios de los dogmas muertos.
Los ortodoxos necesitan
practicar dentro de sí la destrucción creadora. Sí, eso es doloroso pero es
salutífero. Como son dogmáticos del hedonismo, el placerismo y el epicureísmo
no se atreven, por eso sus mentes hace ya mucho que han dejado de funcionar. Para
pensar hay que perder el miedo al natural sufrimiento que lleva aparejado la
autonegación, y al particular pavor que ocasiona la verdad. La cobardía nos
hace ininteligentes, rutinarios y previsibles, esto es, burgueses adocenados.
Las mujeres pueden y deben aportar
muchísimo a las prácticas creativas de un nuevo modo de pensar el mundo del
siglo XXI. Al percibir la realidad desde otra perspectiva y con otros ojos,
están en mejores condiciones para hacerlo, siempre que rompan con los férreos
dogmas del neo-patriarcado feminista y se atrevan a ello, a pensar por sí
mismas. Los jóvenes de uno y otro sexo tienen que hacer un esfuerzo por la creatividad,
por la innovación, por la verdad conforme a las condiciones del siglo XXI. No
pueden seguir dependiendo de textos escritos por octogenarios que han perdido
toda conexión con la realidad actual, pues se han quedado mentalmente atrapados
en los años 60 y 70 del siglo pasado, supuestamente “revolucionarios”…
Innovar es ejercer la libertad interior.
El capitalismo y el
Estado son muy creativos, por desgracia, pero quienes se les oponen u “oponen”
no. Eso explica por qué aquéllos siempre ganan y éstos siempre pierden.
O innovamos o la victoria del actual
sistema de dominación será completa y definitiva.
La
revolución integral, como idea y como experiencia, es un colosal acto de
innovación, pues se propone crear una nueva sociedad, un nuevo ser humano y un
nuevo sistema de valores y convicciones. Por eso estimula y dinamiza las mentes
como ninguna otra idea puede hacerlo hoy.
NOS ENGAÑAMOS
Aceptamos cierta dosis de
autoengaño para mantener el precario equilibrio con el que tratamos de vivir.
Necesitamos protegernos de nosotros mismos y de nuestras incongruencias.
Escribo esto en plural pero en
realidad hablo de mí. Siempre escribo sobre mí, mis sensaciones, mis emociones
o mis actos porque es de lo poco que conozco con cierto nivel de certeza.
Generalizo al escribir porque me parece que no soy muy diferente del resto y
que compartimos una gran parte de esos anhelos y sensaciones que forman eso que
llaman condición humana. Pero también escribo en plural porque necesito
engañarme un poco y pensar que la mayoría es como yo. Eso me da la fuerza
necesaria para sobrellevar la cobardía con la que afronto la vida.
Por supuesto, hablo de todos
aquellos que tenemos algún grado de conciencia de que no somos seres aislados,
algo de conciencia social. Creo que la mayoría tenemos la sensación, en muchos
casos, la certeza de que casi nada en el mundo es como debiera.
En lo global, muertes,
guerras, hambre, enfermedades… Dolor y sufrimiento que en casi todos los casos
es evitable. Pero lo permitimos, con mayor o menor conciencia lo consentimos
cada vez que ponemos por encima del valor de la vida el beneficio de una mano
de obra prácticamente esclava; la comodidad de un expolio sin límites; el lujo
de un estilo de vida basado en recursos ajenos, en vidas ajenas. Necesitamos
engañarnos para no caer, para no ser conscientes del daño irreparable de un
modelo vital que lo peor de todo es que ni siquiera lo hemos elegido, ni
siquiera, en la mayoría de los casos, nos hemos planteado si existe alternativa
y de haberla cómo nos gustaría que fuera.
Nos aplicamos cierta dosis de
autoengaño para justificarnos ante nosotros mismos, ante las desesperadas
llamadas que nuestra conciencia realiza cada vez que percibimos la injusticia
(me refiero a lo que de verdad consideramos justicia, nada que ver con la
legalidad impuesta). Sólo así podemos permitirnos el lujo de creer que hacemos
todo lo que está en nuestras manos, incluso como consecuencia de ello, podemos
creernos que son otros los que tienen el poder de acabar con la injusticia y,
por tanto, son otros los que deben actuar.
En lo cercano, esas dosis de
autoengaño nos permiten delimitar la zona en que queremos movernos,
garantizándonos que en ese espacio nos sentiremos seguros al tiempo que
desarrollamos aquello que consideramos que está en nuestras manos. Estas zonas
son tan diversas como las personas pero hay ciertos patrones que se repiten, al
menos en los últimos tiempos y, como decía, en lo que yo conozco: el activismo
virtual, el radicalismo intelectual combinado con un modo de vida consumista,
el delegacionismo en cualquier tipo de organización que presente algún viso de
transformación por muy cosmético que éste sea.
Todo esto nos permite mantener
una pequeña esperanza acerca de que no todo está perdido. Se tiende a pensar
que si todos hicieron lo mismo que uno, sin duda el mundo avanzaría en una
dirección mejor para todos. Pero precisamente eso es lo que hacemos la gran
mayoría, cada uno con sus inquietudes, cada cual en los ámbitos que conoce y,
justo así es como conseguimos que todo continúe igual, es decir, peor.
Nos engañamos y lo más
lamentable es que lo sabemos y lo aceptamos porque lo necesitamos. Necesitamos
penar que somos la mejor versión de nosotros mismos y eso pasa, en todos
aquellos que tenemos o creemos tener conciencia social (por pequeña que sea) porque
de lo contrario nos arrastraría una ola de desesperanza que acabaría por
convertirnos en meros espectadores de una farsa a la que llamaríamos vida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario