El mundo no nos pertenece. Si tiene un dueño que es tan estúpido como para quererlo tal como es, que se lo quede. Dejémosle contar ruinas en lugar de edificios, cementerios en lugar de ciudades, lodo en vez de ríos y fango infecto en vez de mares.

Nunca dejes de luchar¡¡

'feminicidio o auto-construcción de la mujer

PARA QUE AUMENTE EL CONOCIMIENTO DEBE EXISTIR EL DESACUERDO. Y ESTE PROGRESO DEL CONOCIMIENTO SE PRODUCE A PARTIR DE LA ENUNCIACIÓN DE TEORÍAS AUDACES Y SU CONTRASTACIÓN Y DISCUSIÓN CRÍTICA. PARA EL AVANCE Y EL AUMENTO EN LA PROFUNDIDAD DEL CONOCIMIENTO SE PRODUCE A TRAVÉS DE PROPONER IDEAS AUDACES Y TRATAR DE PROBARLAS, DE CONVERSACIONES, DE DISCUSIONES, EN LAS QUE LOS INTERLOCUTORES, DESDE PUNTOS OPUESTOS, VAN DEFINIENDO CONSTRUYENDO UNA FORMA DE INTERPRETAR SU ENTORNO.

CAPITALISMO

CAPITALISMO
No es natural sentirse bien en un mundo enfermo, y lleno de injusticia

el problema

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LAS VERDADES SON HECHOS.

LAS VERDADES SON HECHOS.

punk, oi, hard core

lunes, 16 de mayo de 2016

LA ÉTICA DEL HACKER vs Cracker. Patriarcado, publicidad dominación de la mujer.- Alienación religiosa- ¿ERES NORMAL, O TODAVÍA PIENSAS?- La felicidad burguesa y el sufrimiento del marginado.





diferencia entre hacker y cracker 


LA ÉTICA DEL HACKER.




Es probable que seas un hacker y aún no lo sepas. Sí. No necesitas saber nada de programación ni de códigos fuente. No tiene nada que ver con eso. Tampoco es un experto que se cuela indebidamente en un sistema informático. Eso es un cracker.




El hacker es una persona que ama lo que hace. Puede ser un programador o puede ser “un carpintero”. Lo dijo Burell Smith, el creador del Macintosh, en el primer congreso de hackers celebrado en San Francisco en 1984. “Se puede hacer casi de todo y ser un hacker. No es preciso disponer de elevada tecnología. Tiene que ver con la artesanía y con dar importancia a lo que uno hace”.


Lo cuenta Pekka Himanen en su libro La ética del hacker y el espíritu de la era de la información. El filósofo finlandés explica que los hackers “se definen a sí mismos como personas que se dedican a programar de manera apasionada y creen que es un deber compartir la información y elaborar software gratuito”.


En el hacker “hay entusiasmo y disfrute por lo que hace”, especifica el experto en innovación Amalio Rey. “Tiene vocación de compartir, deseo de hacer cosas valiosas, pasión por los desafíos y necesidad de vivir todo esto desde una sensación de autonomía. Lo que amalgama estos atributos es su insaciable sed de aprendizaje. Es una actitud vital”.



Esta forma de ser originó lo que denominaron, y lo que Himanen popularizó, como “ética hacker”. El término, acuñado en los años 80 por el periodista Steven Levy, describe la actitud frente al trabajo que surgió en el Laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT a finales de los 50 y entre los aficionados a la informática en los 60 y 70.

 “La ética hacker es una nueva moral que desafía la ética protestante del trabajo, tal como la expuso hace casi un siglo Max Weber en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo, y que está fundada en la laboriosidad diligente, la aceptación de la rutina, el valor del dinero y la preocupación por la cuenta de resultados”, escribió en su obra el finlandés. “Frente a la moral presentada por Weber, LA ÉTICA DEL TRABAJO PARA EL HACKER SE FUNDA EN EL VALOR DE LA CREATIVIDAD Y CONSISTE EN COMBINAR LA PASIÓN CON LA LIBERTAD. EL DINERO DEJA DE SER UN VALOR EN SÍ MISMO Y EL BENEFICIO SE CIFRA EN METAS COMO EL VALOR SOCIAL Y EL LIBRE ACCESO, LA TRANSPARENCIA Y LA FRANQUEZA”.

EL HACKER SIENTE UN ENORME RESPETO POR LA AUTORIDAD GANADA POR MÉRITO Y RECHAZA, AL MISMO TIEMPO, LAS FUENTES DE PODER QUE PROVIENEN DE LA COERCIÓN O EL DEDAZO. NO QUIERE QUE LE DEN EL PESCADO, SINO SABER CÓMO PESCARLO. DE AHÍ QUE EL CÓDIGO FUENTE DE LOS PROGRAMAS TIENE QUE SER ABIERTO. ESO ES LO QUE DA LA OPORTUNIDAD DE MEJORARLO”, dice Rey.


El mundo recordará siempre a estos informáticos y programadores por el salto evolutivo que han organizado desde sus ordenadores. Pero quizá nada de esto hubiese ocurrido si no hubiesen actuado bajo esta ética. Tampoco hubiesen llegado tan lejos en tan poco tiempo sin esta pasión, este énfasis en la colaboración y la decisión incuestionable de compartir el conocimiento.


¡DISFRUTA!



De esta filosofía Amalio Rey destaca el principio: ‘Disfruta de lo que haces’. “Debemos dedicarnos a cosas que nos diviertan porque eso tiene un impacto impagable en la calidad de la experiencia y en los resultados. ¿Hemos conseguido eso en las empresas? En la inmensa mayoría no porque se crean con un mero sentido utilitario.


LA GENTE VA A TRABAJAR PARA COBRAR UN SUELDO Y CUENTA LOS MINUTOS PARA SALIR CORRIENDO PORQUE LOS DUEÑOS LES CONTRATAN SOLO PARA GANAR DINERO. ASÍ ES DIFÍCIL SENTIR ILUSIÓN POR LO QUE HACES. ESTÁ CLARO, MUCHAS EMPRESAS SON CONTENEDORES INSULSOS Y AGOBIANTES, MIENTRAS QUE SON POCAS LAS PERSONAS QUE SIENTEN LA SENSACIÓN DE ESTAR PARTICIPANDO EN ALGO GRANDE, IMPORTANTE Y BONITO. ESO SÍ PASA EN LOS PROYECTOS DE LOS HACKERS”.



LIBERTAD



El placer tiene sus reglas. A menudo “suele venir acompañado de una sensación de autonomía y libertad”, según el fundador de eMOTools. Y también tiene sus obstáculos: un espacio saturado de normas y rigidez.


“El espíritu hacker necesita un marco de trabajo donde sea posible cuestionárselo todo, se prime lo atrevido frente a lo conservador y se estimule el pensamiento divergente. No conozco ninguna experiencia laboral placentera que haya florecido en un entorno en el que se practique la obsesión por el control. Eso es fatigoso y corta las alas que se necesitan para disfrutar del vuelo”.


Los directivos deberían limitarse a definir las líneas maestras y la estrategia, y que cada uno se posicione en lo que más disfruta, en lo que se sienta capaz de hacer mejor. Si se definen bien ciertos límites, si existe un marco ético y de prioridades, es mucho más fácil navegar en la complejidad sin castigar la capacidad creativa”, especifica. “Así, la gente sabe de antemano qué se espera de ella y puede ser flexible dentro de ese framework sin temor a equivocarse”.


Rey enfatiza que “es bueno que las empresas intenten emular a las personas, porque eso significa que se humanizan. Me gustan las organizaciones donde los profesionales proyectan con autonomía su personalidad. Tienen blogs propios, cuentas de Twitter y presencia en redes sociales. Me parece positivo que contribuyan de ese modo a enriquecer, dentro de una diversidad natural, la imagen de la organización a la que pertenecen”.


Pero no es fácil. “EN LA MAYORÍA DE LAS EMPRESAS EXISTE UNA OBSESIÓN POR QUE LA MARCA CORPORATIVA SUPLANTE O ANULE LA IDENTIDAD DE LAS PERSONAS QUE REALIZAN LOS PROYECTOS. YO PIENSO QUE REDUCIR LA CONTRIBUCIÓN PERSONAL AL ANONIMATO PARA GESTIONAR LA IMAGEN CORPORATIVA EN RÉGIMEN DE EXCLUSIVIDAD ES UNA FUENTE DE DESMOTIVACIÓN QUE SE COBRA UN ALTO COSTO. Las personas que hicieron el trabajo merecen el crédito, no solo por ser los generadores del conocimiento, sino también como responsables de su calidad. La identidad de la empresa debería ser la suma enriquecida de las identidades de sus personas y no un constructo artificial que pretenda suplantarlas”.



COLABORACIÓN



LOS HACKERS SABEN, ADEMÁS, QUE SE LLEGA MÁS LEJOS EN COMUNIDAD QUE EN SOLEDAD. “Hay muchos estudios que demuestran que la inteligencia grupal proyecta todo su potencial si es capaz de gestionar la diversidad como una oportunidad y no como una amenaza”, comenta Rey.


“Tenemos que aprender a mezclar disciplinas, culturas, mercados, sectores y áreas de conocimiento si queremos resolver los grandes problemas que tenemos por delante como sociedad. Los desafíos que tenemos son tan complejos que difícilmente vamos a superarlos si no abordamos la innovación como un reto colectivo. LA CLAVE ESTÁ EN CREAR UN SUSTRATO BIEN ABONADO QUE FACILITE EL TRABAJO EN EQUIPO Y NOS PERMITA EXPLOTAR SINERGIAS. Y EN ESTO LA DIVERSIDAD ES UN FACTOR CLAVE”.


Para Rey, “en estos procesos grupales, más allá de conseguirse un buen resultado final, hay unos intangibles que pueden ser incluso más importantes, COMO EL APRENDIZAJE Y LA GENERACIÓN DE UN SENTIDO DE COMUNIDAD. AL FINAL, ESTO VA DE ENTENDER QUE SE GANA MUCHO MÁS COMPARTIENDO Y COLABORANDO QUE COMPITIENDO. Y la idea de compartir, además de ser una intención ética, puede ser también muy rentable”.


Muchas empresas siguen aferradas a la paranoia de la protección y los compartimentos estancos como mecanismo defensivo en un contexto tecnológico que da suficientes muestras de abogar por lo contrario”, continúa. “Además de ser imposible, no se dan cuenta de las oportunidades que se pierden”.



NI PRISAS NI PAUSAS



Impera en esta moral el principio de No-deadlines attitude (una actitud sin fechas límite). La ética hacker cree que la excelencia no es hija de la presión ni las fechas de entrega. “Los famosos hitos y entregables, que son el mantra de la gestión de proyectos, se sustituyen por la consigna Take it easy and enjoy what you do (Tómalo con calma y disfruta de lo que haces)”.


“Muchas personas pensarán, con razón, que resulta inviable para los rigores de la empresa tal como la conocemos, pero hay posibilidades que no estamos explorando”, considera Rey. “Yo lo veo como una metáfora o imaginario que puede servirnos para encontrar nuevas formas de trabajar que ayuden a disfrutar más del proceso, atenuar la dictadura de los plazos y mitigar el estrés laboral para que se libere la creatividad que acompaña al trabajo sin presión”.


“Ahí está el meollo del asunto” —dice el experto en innovación humanista—. “TENDRÍAMOS QUE HABLAR DE ESA CREENCIA TAN EXTENDIDA DE QUE SOMOS MÁS CREATIVOS CUANDO EL RELOJ APREMIA. ES UN MITO FALSO, SEGÚN INVESTIGACIONES REALIZADAS POR EXPERTOS EN CREATIVIDAD COMO TERESA AMABILE. ES POSIBLE QUE SEAMOS MÁS CREATIVOS BAJO PRESIÓN SI COMPARAMOS ESE ESTADO CON EL DE NO HACER NADA, EL DEL ACOMODAMIENTO QUE PUEDE PRODUCIR EN ALGUNOS LA FALTA DE UN RECLAMO INMEDIATO. PERO LA CREATIVIDAD DESPLEGADA EN CONDICIONES DE SOSIEGO Y DE REFLEXIÓN PAUSADA ES MUCHO MÁS CERTERA QUE LA INDUCIDA POR LAS URGENCIAS”.


Rey considera que “esta conclusión es difícil de digerir para nuestro temperamento latino que bendice las virtudes de la improvisación, pero, salvo contadas excepciones, el estrés por los plazos atenta contra el disfrute y focaliza excesivamente la atención en los objetivos. Es eso lo que tendríamos que mejorar”.


Pero maticemos. La ausencia de una fecha límite nada tiene que ver con la pereza ni la dilación. “La ética hacker sigue el principio de release early, release often (lanza algo pronto, lanza algo a menudo). Viene a decir que conviene liberar rápido los programas, en estado imperfecto, para que la innovación se haga camino al andar. Se liberan prototipos imperfectos pero conceptualmente robustos. Se dejan cabos sueltos y opciones indefinidas para que los usuarios las mejoren”.






La biblia, la bandera, los animales.



Poder de la gente y medios alternativos





Una buena lección ...para los adultos





Patriarcado, publicidad y sentido de la vida: la dominación de la mujer en la sociedad consumista-capitalista.



Si hay un espacio ideológico donde la sociedad consumista-capitalista se expresa, a nivel simbólico, como lo que verdaderamente es, ese es, sin duda, la publicidad. La publicidad es capaz de hacer que los sujetos proyecten sus ilusiones hacia todo un mundo de fantasía y simbolismo donde, paradójicamente, lo que los publicistas han volcado previamente han sido, precisamente, esas mismas ilusiones detectadas de manera previa en los deseos de los sujetos a los que luego tratarán de dirigir sus mensajes, de acuerdo a la idealización que esos mismos sujetos hagan de sí mismos y su papel dentro del global de la sociedad, creando con ello un mundo donde las diferencias sociales se disuelven, los sufrimientos no existen, y todo, absolutamente todo, se convierte en posible: el maravilloso mundo con el que todo ser humano ha podido fantasear alguna vez como mundo ideal.



El mundo de la publicidad es, pues, un mundo de apariencias, un mundo de sueños y fantasías donde los elementos icónicos y simbólicos juegan un papel central, un mundo dónde se esconden las relaciones sociales y el valor simbólico de los elementos culturales propios de la sociedad consumista, un mundo puramente mitológico, una real no-realidad que a menudo suplanta a la realidad misma, aunque, pese a ello –o precisamente por ello-, es también un espacio socio/cultural donde la sociedad se representa a sí misma en sus aspectos más profundos y fundamentales, al estilo, podríamos añadir, de lo que el antropólogo Clifford Geertz propuso para el análisis de las culturas humanas cuando afirmó que las ideologías, las cosmovisiones, se constituyen a partir de los sistemas culturales y es allí, en los símbolos que le son propios a tales sistemas, allí donde los significados últimos de los hechos socialmente instituidos pocas veces son lo que aparentan ser a primera vista, el único lugar posible en el cual habría que buscar el verdadero significado de tales hechos sociales, vinculados de pleno con aspectos que la sociedad ha ocultado en ellos para, a su vez, poder mostrarlos simbólicamente y representarse así a sí misma en su verdadera intencionalidad y en su normal funcionamiento socio/histórico y socio/cultural.



Los anuncios publicitarios, pues, no sólo venden productos, también venden valores, imagen y conceptos sobre el amor, la sexualidad, el éxito y quizás lo que es más importante, venden una imagen de normalidad. En gran medida nos dictan no solo lo que somos, sino lo que deberíamos ser. Basta, en consecuencia, con analizar el papel que la mujer ocupa en este mundo de fantasía que es la publicidad para saber lo que la sociedad espera verdaderamente de ella, es decir, para saber cuál es el papel que dicha sociedad le tiene asignado como tal.



La doble dimensión de la “cosificación” de la mujer a través de la publicidad

La publicidad cosifica a la mujer desde un doble perspectiva: como objeto de consumo –para asociar dicha imagen a la promoción de determinados productos- y como consumidora –mediante la promoción de determinadas ideas que se vinculan al papel que la mujer debe ocupar en sociedad, acorde a la pluralidad a este respecto ya existente en la vida real: amas de casa, mujeres trabajadoras fuera del hogar, etc.-. Además, sirve para determinar el modelo de belleza que la mujer debe representar según lo que socialmente se considera como más aceptable, a una misma vez que asocia dicha imagen con lo se presupone es, debe ser, una “vida de éxito”.



Si lo primero nos indica que el propio sistema necesita de la explotación, cosificada, de la mujer para impulsar la venta de determinados productos –equiparando el valor de esa mujer/reclamo al del producto mismo y anulándola en cuanto a su valor como persona real-, así como la necesidad de ajustar la venta de determinados productos al público femenino en sus diversas manifestaciones –cuando tales productos se piensa que tienen, por las propias dinámicas sociales prestablecidas, una especial aceptación entre las mujeres: perfumes, moda, productos para la limpieza del hogar o el cuidado de los niños, etc., o directamente son exclusivos para mujeres: productos relacionados con la menstruación, etc.,- lo segundo nos pone de manifiesto la construcción de una imagen de lo femenino que está directamente relacionado con lo que la sociedad espera de la mujer: un ser que se expresa como tal principalmente a través de su imagen, que ha de encontrar su propio camino hacia la “realización” social y personal a través de dicha imagen, y para quien deben quedar obligadamente en un segundo plano otro tipo de cuestiones: nivel de formación, méritos laborales, capacidad para la creación, etc. La mujer se configura así, para esta sociedad consumista-capitalista, desde esta triple perspectiva: como objeto-mercancía, como consumidora y como subordinada al hombre –incapaz de adquirir méritos por sí misma salvo en lo relacionado con su imagen, siempre y cuando tal imagen sea del agrado de aquellos en los que en última instancia se vuelca la capacidad de emitir el juicio de valor que ha de permitir la valorización femenina: el hombre-. 

Todo ello se expresa mediante cuestiones relacionadas con el sentido y, por supuesto, expresan directamente las interrelaciones existentes entre capitalismo y patriarcado.
En occidente, como expresa la investigadora feminista María Fernández Estrada, “el patriarcado moderno comienza a debilitarse a partir de los años setenta, gracias al movimiento feminista, y deriva así en una nueva configuración del patriarcado. La nueva estructura patriarcal ya no consistirá sólo en la reclusión de las mujeres en el espacio doméstico –contrato sexual moderno– sino también, y sobre todo, en la reclusión de las mujeres en su propio cuerpo. El cuerpo sexualizado de las mujeres es el lugar en donde sucede la reconversión industrial de las condiciones contemporáneas del patriarcado. El cuerpo de las mujeres vuelve a sufrir la carga identitaria que se disputarán los varones de distintas representaciones políticas y culturales, es decir: antes, el cuerpo de las mujeres funcionaba para los varones como seña simbólica de la esposa y madre, ahora la feminidad normativa impone otro modelo, compatible con el anterior, el de la sexualización del cuerpo de las mujeres”.

Esta sexualización del cuerpo de las mujeres funciona a su vez en un doble sentido: como reclamo económico y como camino social instituido en búsqueda del éxito social. La sociedad consumista-capitalista mata así dos pájaros de un tiro: potencia las ventas de sus productos y servicios mediante la muestra impúdica del cuerpo de la mujer como objeto-mercancía (expresión de las demandas económicas propias del capitalismo) y cercena las potencialidades de la mujer atándolas a un espacio de dominación masculina donde la mujer simplemente deja de ser por sí misma y es tan solo, lo que deba ser, en función de su relación de subalternidad respecto del hombre (expresión de dominación patriarcal). El consumismo-capitalismo, pues, se fusiona con el patriarcado, de manera especialmente relevante, mediante lo que se conoce como “cosificación de la mujer”.

Dicha cosificación consiste, básicamente, en representar o tratar a la mujer como un mero objeto sexual y/o un mero objeto de consumo (mujer-mercancía), ignorando sus cualidades y habilidades intelectuales y personales y reduciéndola a meros instrumentos para el deleite sexual de otra persona y/o el reclamo sexual. Dicha cosificación, como evidencia buena parte de la literatura moderna y/o el propio cine desde sus orígenes en el siglo XX, no es nueva, pero, al igual que otros muchos aspectos de la vida actual, ha sido con la implantación del consumismo-capitalismo como modelo hegemónico (a nivel económico y como código de sentido absoluto) cuando se ha 
llevado a sus niveles más elevados y evidentes. 

Es en la actualidad cuando la cosificación de la mujer, en una sociedad devorada por el consumismo y donde las mujeres han pasado a convertirse en una mercancía dedicada al disfrute -generalmente, del hombre-, se ha convertido en un rasgo claramente definidor del papel de la mujer en la vida social. Esta forma de violencia simbólica, que resulta casi imperceptible, somete a todas las mujeres a través de la publicidad, las revistas, las series de televisión, las películas, los videojuegos, los videos musicales, las noticias, los realitys show, etc.

Los anuncios venden el cuerpo de la mujer como reclamo de ventas por diferentes vías, por ejemplo, centrándose en el resaltado visual de sus aspectos más sexuales (pechos, labios, muslos, culo, etc.), o exponiendo a la mujer en posturas y posiciones de su cuerpo que evoquen relaciones –y provoquen reacciones- de tipo sexual, o simplemente utilizándolo como soporte de objetos a presentar al público, evocando así la idea de una mujer objeto –tipo mesa, mostrador, escaparate, etc.- que no sirve más que como espacio donde tales productos deben ser expuestos al público de la forma más atractiva posible, sin valor alguno en sí mismo más que por derivación de tal relación de soporte. Otros anuncios, directamente, evocan situaciones de total dominio, e incluso de humillación, del hombre respecto de la mujer, como evocación de poder manifiesta. En otros se muestra una mujer a la que se presenta como alimento –evocando, por ejemplo, ser presentada en un plato o troceada como un pastel, etc.-, y así sucesivamente en toda una amplia gama de “presentaciones” del cuerpo de la mujer que simplemente evocan su existencia como objeto de consumo, como mera mercancía o reclamo. La idea-mito que se lanza así socialmente es obvia: una mujer nunca es por sí misma, siempre es en relación a lo que el hombre defina de ella a través de su imagen. Es el hombre el que da valor a la mujer con sus juicios respecto de lo que la mujer es, debe ser, socialmente. No es la mujer, sino el hombre, quien dice lo que en esta vida tiene valor, y no es la mujer, sino el hombre, quien tiene la capacidad de permitir que una mujer sea socialmente valorada. Cosificando a la mujer no solo se la anula como persona, se la convierte en algo que solo podrá tener un valor en función de lo que los hombres puedan decidir.
La mujer como consumidora y como objeto de consumo

No obstante, a menudo los hombres pueden decidir que la mujer sí tiene realmente valor en su función como consumidora. Esto es, pese a esa anulación de la mujer como ser capaz de tener valor por sí mismo, y en relación directa con la creencia predominante en el consumismo-capitalismo (que se es por lo que se tiene), así como por las propias necesidades económicas del capitalismo, el sistema capitalista-patriarcal sí permite que la mujer pueda ser socialmente valorada como consumidora, en igualdad de condiciones, aunque con sus determinadas particularidades, con el hombre. Si el hombre gasta dinero en consumir, la mujer también lo hace, y eso es algo que el sistema necesita para su normal funcionamiento. La mujer constituye, de hecho, el grupo consumidor más grande dentro de la sociedad. A la mujer, en tanto que consumidora, no se la puede despreciar y mucho menos tratarla como si no existiera como persona. Lo que la publicidad roba a la mujer mediante su cosificación (su cualidad como persona), la publicidad se lo devuelve a través de los anuncios que se dirigen específicamente a un público femenino y/o cualquier otro que pueda servir para fomentar el consumos en la mujer. Eso sí, siempre y únicamente como consumidora. El publicista sí interpela entonces a la mujer en su cualidad de persona realmente existente, pero siempre desde la perspectiva de su realización como consumidora. En realidad, claro, es otra forma de cosificar a la mujer, aunque, en este caso, una forma de cosificación que comparte con el hombre, al cual, desde esa interpelación como consumidor, se le cosifica igualmente de manera cotidiana en esta sociedad nuestra. 

Todo sea por aumentar el consumo, para que la rueda del consumo, que sustenta nuestra sociedad, no se detenga nunca.
 
El lenguaje de la publicidad y el consumo se construye por ello alrededor de diversos imperativos verbales sintetizados en una sola idea (compre), pero de la que se derivan otras múltiples ideas, simbólicas, que llenan de sentido la vida de las personas. El imperativo es una orden que no admite diálogo. Como no admitían diálogo los mandamientos propios del cristianismo, unos mandamientos que simplemente se tenían que cumplir si lo que se quería era, como hemos dicho, poder estar en paz con Dios; alcanzar el reino de los cielos. No había otro camino de sentido para la vida del creyente que el cumplimiento de los mandatos de Dios, expresados a través de los textos sagrados y de la teología cristiano-feudal. De la misma forma, ahora no existe, de partida, otro camino de sentido para el sujeto que el expresado a través de la publicidad y los medios de comunicación, que solo puede ser concretado en última instancia mediante la obediencia al mandato principal: comprar, consumir. Y eso no puede diferenciar entre hombres y mujeres, ambos son consumidores y ambos deben aprender por igual todo el código de sentido que es propio de la sociedad consumista actual.

Así existen multitud de anuncios que interpelan directamente a la mujer en cuanto a tal. Anuncios que, por un lado, buscan fomentar las actitudes consumistas de la mujer, pero que, por otro lado, sirven para determinar, simbólicamente, el papel que la mujer habrá de desempeñar en esta sociedad consumista-capitalista. Es decir, por un lado se ha de fomentar la idea del consumo como motor de la sociedad –intentando fomentar la compra de determinados productos por parte de la mujer-, pero además se ha de imponer la idea de que es el consumo, el tener, lo que sirve para dar valor a las personas en esta sociedad, así como se mostrará una determinada imagen de la mujer asociada a la compra de esos productos que la publicidad oferta. Patriarcado, capitalismo y cuestiones de sentido vuelven aquí a expresarse como un todo unificado.

En la sociedad de consumo no sólo sentimos cada vez mayor dependencia de nuevos bienes materiales y derrochamos los recursos, sino que el consumo se ha convertido en un elemento de significación social. Se compra para mejorar la autoestima, para ser admirado, envidiado y/o deseado, y esto se potencia especialmente en el caso de la mujer, a la cual, como hemos dicho, se la trata como si no tuviera valor por sí misma, y solo pudiera adquirirlo a través de su imagen y/o de aquello que pueda poseer, siempre en función de los criterios de valoración que dependen del hombre, por un lado, y del propio código de valores propio del sistema consumista-capitalista, por otro. En esto el hecho de haber convertido a la mujer en un objeto de reclamo, en un objeto-mercancía, también suele ser efectivo. Las mujeres a las que se les pretende fomentar las tendencias consumistas, al ver a las otras mujeres que en los anuncios salen promocionando productos de distinta índole, suelen ser motivadas, mediantes apelaciones de tipo emocional, a realizar la compra de ese producto tan solo por el simple hecho que en la televisión parece ser efectivo para una determinada función, esperando con ello el resultado de verse como la chica que salió en el anuncio.

Así, si la mitología socialmente establecida te dice que para tener valor como mujer debes cumplir con unos determinados criterios estéticos, por ejemplo, al utilizar a mujeres en los anuncios que sí cumplen con esos criterios –o aparecen como cumpliéndolos- y al asociar dicha imagen a la idea de que tales criterios se vinculan a la compra de un determinado producto, se pretende que la mujer compre tal producto con la esperanza de satisfacer esos deseos de ser socialmente valorada tal y como previamente se la enseñado que debe ser. Con frecuencia, además, se utilizan expresiones que hagan sentir a la mujer que no es capaz de satisfacer esos criterios previamente establecidos con baja autoestima. Al poner luego a una mujer que sí los satisface –al menos en apariencia- en un anuncio, se logra que las mujeres que lo ven quieran poder sentirse reflejadas en aquella imagen de “mujer de éxito” que el anuncio proyecta. En este tipo de anuncio se utilizan frecuentemente diálogos que son apelaciones directas a la imagen –y la autoestima- de la mujer que los ve, tales como: ¿quieres lucir un rostro hermoso como ella? utiliza “X” producto, ¿Te quieres ver como ella?, compra “X” producto, etc. La imagen y la capacidad de seducción juegan aquí un papel determinante.

La mujer debe tener una imagen acorde a lo que se presupone es un ideal de belleza socialmente valorado y, a su vez, ello le debe permitir gozar de una capacidad de seducción tal que haga posible que los hombres así lo valoren. Volvemos así a la idea de que la mujer no es por sí misma, sino en función de los juicios de valoración emitidos por el hombre. Y aunque la propia mujer pueda creer que lo hace para su propia satisfacción –y no tiene que ser mentira necesariamente-, en realidad, según el mensaje que subyace de fondo en la ideología hegemónica imperante, lo hace, en todo caso, para su propia satisfacción en función de lo que la sociedad le demanda, y esas demandas están principalmente orientadas no a la satisfacción de la mujer, sino del hombre y sus juicios de valor capaces de valorizar socialmente a la mujer. Como se puede ver fácilmente, la cuestión del sentido juega aquí un papel central. Las mujeres deben dar sentido a sus vidas en base a lo que este tipo de ideas, fomentadas por la publicidad, le dicen para con lo que sus vidas deben ser para tener reconocimiento social según los criterios establecidos por, precisamente, tales ideas. No se trata, pues, simplemente de querer representar una determinada imagen, sino, principalmente, de creer que tal imagen es lo que debe dar sentido y orientación a la vida de la mujer.

La publicidad, en este sentido, fomenta sistemáticamente, de múltiples formas, que lo más importante y primordial para las vidas de las mujeres es su aspecto físico, a una misma vez que definen y determinan cuál debe ser ese ideal de belleza femenino al que estas mujeres deben tender si lo que quieren es ser socialmente reconocidas. Las mujeres aprenden así desde una edad muy temprana que deben invertir cantidades ingentes de tiempo, energías y, sobre todo, dinero, en alcanzar ese ideal y, por supuesto, sentirse culpables y frustradas cuando no les es posible alcanzarlo. Se trata de una finalidad vital que se expresa como una cuestión de sentido de la vida, pero que, a su vez, es consecuencia de una necesidad económica propia del sistema capitalista (que aprovecha tales ideas para vender todo tipo de productos relacionados con el aspecto físico, la belleza, y, en general, la imagen, de la mujer), así como una expresión del patriarcado, esto es, de la posición subalterna de la mujer respecto del hombre en esta sociedad, en tanto y cuanto, como decimos, si el valor de la mujer le viene dada por su aspecto físico, su belleza, etc., no vale por sí misma, sino en función de los juicios de valor que el hombre, en base a todo ello, pueda emitir sobre tales mujeres. Para colmo, el modelo de belleza que se ofrece como “ideal” a la mujer se basa en la perfección, esa perfección que es recogida en las modelos que sirven como referencia para el mismo. Un modelo, pues, que es inalcanzable por definición. El sistema juega así con la idea del consumo como elemento “redentor”.

Si quieres alcanzar ese modelo de belleza debes comprar tal o cuales productos, lucir de tal o cual manera, pero, además, al basarse tal modelo en la perfección inalcanzable, debes vivir en la permanente insatisfacción para, a su vez, estar permanentemente acudiendo al mercado a comprar ese producto que pueda ayudarte a “redimirte” de tus pecados, tratando de hacer posible tal ideal. Esto pasa, en general, con todo el ideal de vida que el consumismo-capitalismo te vende como modelo referencial de lo que se supone es “el éxito social”, pero se hace especialmente visible en el caso de esta relación entre mujeres e ideal de belleza. Si en general el ideal de vida (los sueños consumistas-capitalistas) que la publicidad vende está pensado y diseñado para ser inalcanzable como modelo idealizado que es (porque así incitará permanentemente al consumo de aquellos productos que te puedan permitir aunque solo sea acercarte por algunos momentos a dicho ideal), en el caso del ideal de belleza femenino esto es su única posible razón de ser. Ninguna mujer se podrá sentir plenamente realizada por muy cerca de ese modelo de belleza que esté, porque, quiera o no quiera aceptarlo, seguirá inserta en unas relaciones de poder de tipo patriarcal, y solo en relación a ellas es que tal ideal de belleza cobra socialmente un (falso) valor.

Luego, claro, vienen los problemas de anorexia, bulimia, y otro tipo de enfermedades directamente relacionadas con estos modelos idealizados de belleza, y todo el sufrimiento que generan en millones de mujeres en todo el mundo. Cosa que ocurre mucho menos en el caso de los hombres (pese a que a ellos también se les vende un determinado modelo de belleza socialmente idealizado y también es asociado en cierta medida al éxito social –en este caso como potenciales seductores de bellas mujeres-), precisamente porque la sociedad patriarcal ofrece al hombre otros muchos espacios de valoración social que no están directamente relacionados con su imagen física, mientras que a la mujer es prácticamente el único espacio de valoración social que se le reconoce socialmente como válido, siempre, insistimos, en función del juicio del hombre.

Patriarcado y capitalismo en la publicidad: dominación de la mujer vía sentido de la vida
Los mensajes publicitarios, en definitiva, reproducen un orden de cosas existente en la sociedad y la cultura, en donde las diferencias de género ya están establecidas y, principalmente, han asignado a la mujer el rol de ama de casa y madre que, además, tiene que agradar con su belleza y habilidades de seducción. Pero no por ello dejan a un lado otro tipo de mensajes destinados a ese otro estereotipo de mujer, la “mujer moderna” y trabajadora, que los capitalistas no quieren dejar de explotar para aumentar su cuenta de beneficios en base a la venta de todo tipo de productos que las mujeres con independencia económica puedan querer comprar. Así, junto a anuncios que presentan sin ningún pudor a la mujer como ama de casa servil, complaciente y abnegada, buena cuidadora de su hogar y mejor madre (anuncios de productos para el hogar, anuncios relacionados con el cuidado infantil, etc.), o esos otros que se dirigen principalmente a lo relacionado con el aspecto físico y la belleza, conviven otros muchos que resaltan la capacidad de consumo de la mujer por encima de cualquier otro aspecto. Anuncios en los que la mujer se ve representada como ejecutiva, profesional liberal, estudiante, etc., en los cuales ya es la propia mujer la que es capaz de tomar sus propias decisiones de consumo, y que, en su mayoría, presentan a una mujer feliz, espontánea, inteligente, respetable, socialmente aceptada, deseable e influyente y capaz de afrontar diferentes cambios en sus vidas.

No obstante en tales anuncios hay algo que no deja de ser curioso: se las presenta siempre no como personas que tienen valor por sí mismas, sino como mujeres que, a su vez, han de competir con otras mujeres en un mundo dominado por hombres. Su valor como mujer le vendrá entonces en función de su capacidad para imponerse a esas otras mujeres y tomar así un papel socialmente relevante, pero siempre, por supuesto, acorde a criterios de valoración cuyos juicios son, en última instancias, emitidos por esos hombres que tienen la capacidad de dominar socialmente los espacios donde estas mujeres se ven insertas y forzadas a competir entre sí. La publicidad, si algo tiene, es su capacidad para recoger, en favor del consumo, todo el espectro de roles e identidades sociales que puedan convivir en una determinada sociedad, y enfocar los anuncios, dependiendo del tipo de producto a vender y el público potencialmente comprador del mismo al que vaya dirigido, de acuerdo a lo que determinados mensajes puedan conseguir, mediante su impacto emocional, en tales roles e identidades sociales. Esto ocurre en nuestra sociedad con los anuncios dirigidos a mujeres o que tienen en las mujeres potenciales compradoras.

La publicidad no recoge, pues, un solo modelo de mujer en sus anuncios, dentro de ella pueden tener cabida diferentes roles femeninos según lo que ya previamente se da realmente en la sociedad, pero siguen existiendo una serie de mensajes que son comunes para todas las mujeres y que, a su vez, son muestra de esas realidades sociales, vinculadas al patriarcado, que siguen plenamente vigentes, ejerciendo una violencia sistemática y cotidiana, en esta sociedad. Realidades que se encuentran igualmente plenamente interrelacionadas con lo que se desprende del sistema consumista-capitalista que se ha establecido como hegemónico y dominante, y que, por supuesto, como expresión sintetizada de ambas realidades en la vida y la identidad de las personas, y en este caso concreto de las mujeres, se manifiestan vinculadas a cuestiones relacionadas con el sentido y el sinsentido de la vida, sirviendo para la reproducción, la conservación y el mantenimiento de lo que tales realidades son en la práctica de cara a esta sociedad.

 




LA FELICIDAD BURGUESA Y EL SUFRIMIENTO DEL MARGINADO


Vivimos en una sociedad donde la creencia generalizada es que todo el mundo tiene que ser feliz todo el rato, o, al menos, aparentarlo. En la sociedad de las apariencias, la felicidad no se podía quedar al margen. Estar triste no está bien visto. Estar tiste, abatido, decaído, es síntoma de decadencia. No importa cuán duro haya podido ser su día, ni cual tormentosas puedan ser sus circunstancias vitales, usted entrará también en el saco del que puede y debe ser feliz todo el rato o, al menos, aparentarlo. 

Por eso si a usted alguien le pregunta qué tal le va, por cortesía, su respuesta deberá ser siempre un… ¡bien, gracias! O un.. ¡ahí vamos, tirando!, como mucho. Nadie indagará que se esconde detrás de esa respuesta. Es la normal, lo habitual, lo natural. Estar bien o, al menos, no estar mal, es lo adecuado, lo inherente a su condición de ser humano. Pruebe, en cambio, a responder que le va mal; las preguntas indiscretas lloverán por todos lados. A nadie le interesará saber por qué le va a usted bien, es lo común, lo habitual, pero, en cambio, todos querrán conocer los motivos por los que ha respondido usted lo contrario, por qué va a contracorriente, cómo osa mostrar su malestar en público. El mundo es un puto anuncio y todos debemos bailar al son que nos marca la sonrisa en la boca del prójimo. Todos debemos ser felices todo el tiempo o, al menos, aparentarlo. ¡Que lastre!



Reivindico desde aquí el derecho a estar triste, deprimido, a sufrir con las circunstancias y a no tener que ocultarlo acomplejado por el qué dirán, el qué pensarán. Es lo apropiado. Todos tenemos días buenos y días malos, todos pasamos por malas experiencias en la vida, todos tenemos momentos donde el estar triste no sólo es una necesidad, sino casi una obligación ¿Qué hay de malo en ello? ¿Por qué la sonrisa forzada y la carcajada gratuita de alguien que no conocemos nos deben llenar más que su sincera mirada estremecida o su cara compungida cuando ese ser está sufriendo? ¿Por qué nos atormenta tanto el sufrimiento del prójimo? ¿No es la tristeza, el sufrimiento, el malestar existencial, etc. un sentimiento tan cotidiano como la alegría o la felicidad? Me atrevería a decir que incluso más. ¿Por qué entonces huimos despavoridos del sufrimiento ajeno, y aún del nuestro propio, y vivimos forzados en todo momento a fingir una supuesta felicidad que las más de las veces no es más que mera apariencia? ¿Por qué volverle la espalda al sufrimiento?¿Será acaso que el concepto de la felicidad que manejamos en esta sociedad enferma no es más que una idea egoísta de la misma? La felicidad del yo, el yo y después otra vez el yo, luego ya si acaso también los míos, no más. La felicidad del burro con anteojeras. La felicidad del que no ve más allá de su propio ombligo. La felicidad del burgués. 



La felicidad del problema concreto del tener frente al problema global del ser. La felicidad del que no ve, ni piensa, ni siente más que por sí mismo, para sí mismo. La felicidad que hace al hombre como hombre desde su propio yo, desde sí mismo, del que se mueve en un mar de apariencias donde la debilidad del sufrimiento no puede dejarse entrever de puertas para afuera. La felicidad que no se centra en el otro, en el excluido, en el que sufre, en el marginado, en el desposeído. Ellos allí, yo aquí, feliz, al menos en apariencia; no puedo ser como ellos. 



Es la felicidad burguesa, la felicidad del confort, la felicidad del tanto tienes, tanto vales, la felicidad de la sonrisa de marca de dentífrico y el lujo de la apariencia de cara a la galería. Que nadie airé tus miserias. Para dar pena con su sufrimiento ya están los otros, esos otros a los cuales tú no perteneces; el pobre, el marginal, el humillado, el condenado.



Decía el Che aquello de “sean capaces siempre de sentir, en lo más hondo, cualquier injusticia realizada contra cualquiera, en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda del revolucionario.” Pero, ¿quién podría soportar tanto sufrimiento? Es mucho mejor vivir para el yo, el yo y después también el yo. Quien sufra, que sufra en silencio. Que no perturbe la paz de los cementerios en la que habitan nuestras alienadas consciencias burguesas. ¿Quién en su sano juicio podría ser feliz sabiendo que allá en el mundo, ese mundo que va más allá de tu ombligo, lo que abunda de verdad es el sufrimiento, el cruel y tormentoso sufrimiento? Es mejor no verlo, no mirarlo, no sentirlo, no palparlo, empezando para ello, como una obligación más, por uno mismo, empezando desde la negación de cara al público de su propio sufrimiento. No, yo no soy como ellos. Yo soy un ciudadano normal, con su felicidad inherente, con su sonrisa impecable, su buen trato, sus dientes blancos y brillantes que mostrar al público (aunque sean amarillos y putrefactos). El sufrimiento es eso que asociamos con lo marginal, lo excluido, lo decadente de la sociedad. Está mal visto. Ellos allí, nosotros aquí. Que sufran por nosotros, ya pasaremos por su lado con nuestra mejor sonrisa para que no queden dudas de quién está en un bando y quién en el otro.

Eso sí, tampoco ellos tienen derecho a quejarse ni a manifestar su sufrimiento. Si lo hacen serán tachados de subversivos. Peor aún, de anti-sistemas. Y quién se atreva a sufrir con ellos será tachado de algo mucho más grave todavía; de traidor a la causa burguesa. Todos sabemos que sufren pero a nadie debe importarle. También sufro yo y no por eso lo digo. No lo ves, cada día voy a mi trabajo con mi mejor sonrisa, aunque no tenga gana ni de mover un dedo, agarrotado por el sufrimiento. ¡Que no se quejen! En la sociedad de las apariencias, la felicidad no puede quedar al margen. Tampoco para ellos. Los únicos que sí pueden quedar al margen de tal sociedad son ellos mismos en cuanto tales; los excluidos, los marginados, los empobrecidos. Y cuanto más al margen, mejor. Lo perfecto sería no saber nada de ellos. Que se queden allí, lejos, con su sufrimiento. Yo estaré aquí con mi mejor sonrisa brindando por mi gran fortuna y ya de paso por su desdicha, que no es la mía. ¡Y es que esa es precisamente mi fortuna! Que su desdicha no es la mía.

Yo tengo derecho a ser feliz, más aún, todos tenemos derecho a serlo o, al menos, a aparentarlo. Esa es la norma de la felicidad burguesa imperante por doquier. Aunque, a la hora de la verdad, todos sabemos que el sufrimiento es parte inherente de la vida, que no hay nada malo en ello cuando es pasajero, que manifestarlo no ofende ni daña a nadie, mucho menos a uno mismo. En cambio, cuando tal condición de sufrimiento es perenne, ya es otro tema, mucho más serio. ¡No!, ¡No todos podemos ser felices todo el tiempo! Es algo demostrado por siglos y siglos de historia humana. Es más, algunas personas ni si quiera tienen derecho a serlo a tiempo parcial; son ellos, los excluidos, los marginados, los empobrecidos, los parias del sistema. Pero qué importa eso. En la sociedad perfecta, donde todo es perfecto, donde el hombre es libre como nunca antes en la historia, donde todos gozamos de los mismos derechos y oportunidades, la felicidad es norma generalizada. Pobre de aquel que no sea feliz en el capitalismo, con el capitalismo. Tras tu sonrisa estará tu monedero. También sus muertos, sus excluidos y sus marginados. Pero eso es mejor no verlo. Sigue sonriendo.

 


La búsqueda de la felicidad en la sociedad consumista/capitalista


¿El dinero da la felicidad?

En 2007, un estudio de la fundación neoliberal española Fedea señalaba que el 88% de los más ricos se mostraban satisfechos o muy satisfechos con su vida, mientras que, dentro del segmento de los más pobres, el porcentaje de satisfacción era del 66%. Pareciera ser, pues, que, según esye estudio, a mayor capacidad adquisitiva, mayor satisfacción con la propia vida. Sin embargo, el mismo estudio aseguraba que también parecía demostrado que “la renta no aumenta la felicidad de forma indefinida”. La relación entre renta y felicidad no es lineal, concluían estos investigadores neoliberales. La razón de esta aparente paradoja, según explicaban ellos mismos, es que los individuos se comparan con otros de su mismo nivel socioeconómico en función de sus niveles de ambición o aspiración, por lo que, si la distancia entre objetivos y logros aumenta, es muy probable que, aunque crezca la renta absoluta, la relativa disminuye, y es ahí cuando aparece una fuente de infelicidad. “Por lo tanto”, aseguraron los autores, “una explicación de la débil relación entre renta y felicidad es que la renta relativa más que la renta efectiva es la que, a partir de un cierto nivel, hace más felices a los individuos”.


No obstante, como buenos neoliberales, en ningún momento se cuestionaron otra posible interpretación de los resultados dados: si no sería posible que el hecho de que los ciudadanos de más renta se declararan más satisfechos con sus vidas que aquellos de menos renta, se pudiera explicar por el propio hecho, comúnmente conocido, de que los valores sociales dominantes así lo indican. En esta investigación, ya de entrada, se asume como válido el hecho primario de que una persona responde a las preguntas sobre determinados temas de manera natural, según su propia experiencia personal libre de todo condicionamiento, y no porque tal persona esté condicionada socialmente, de manera previa, según las ideas socio-culturales hegemónicas dominantes.  Que la persona, tanto los de unos niveles sociales como los de otros, haya desarrollado su vida conviviendo diariamente con toda una serie de narraciones y relatos que remiten a la idea mitificada del dinero, los bienes materiales y el estatus social, como fuente de felicidad y satisfacción vital, así como con una serie de exigencias individuales, en cuanto a su propio carácter social, que el sujeto debe asimilar si quiere aspirar a poder gozar del respeto generalizado de sus conciudadanos, parece no tener importancia a la hora de determinar el nivel de autosatisfacción que estas mismas personas dan a su vida en función de su renta, sus propiedades y su estatus social.


La visión teórica de la realidad que tienen los autores de este estudio, basada en el neoliberalismo, asume de manera tan absoluta que existe una relación natural y directa entre ambos factores (dinero y felicidad, estatus social y satisfacción vital), que no cabe siquiera plantear si, realmente, no haya sido esa narración previa la que ha condicionado las respuestas de las personas, esto es, que las respuestas no sean naturales y libres, sino social y culturalmente condicionadas, en base a una serie de aprendizajes previos: los mensajes absolutizados como hegemónicos por la sociedad misma.


De hecho, a poco que el debate sobre dinero y felicidad se saca de esas coordenadas impuestas por la estructura simbólica propia de la sociedad consumista-capitalista, los resultados parecen ser bien diferentes. En 2010, por ejemplo, algunos investigadores de la Universidad de Liege (Bélgica), que se propusieron verificar si es cierto que las personas que viven en casas lujosas, que visitan los mejores restaurantes y que reciben los regalos más caros; es decir, aquellas que usualmente se asocian con el éxito social, son más felices o, por el contrario, se les hace difícil saborear las cosas más simples de la vida, aquellas donde el placer, la felicidad, no se vincula al dinero o el estatus social. En esta otra investigación tomaron parte 374 personas adultas, de edades entre los 21 y los 89 años, todos trabajadores de la universidad que ocupaban desde los puestos más bajos (servicios de limpieza, mantenimiento, etc.) hasta los puestos directivos. Cada persona debió completar un cuestionario donde explicaba cuánto ganaba, cuánto ahorraban, sus actitudes hacia el dinero y su nivel de satisfacción cuando experimentaban emociones como la gratitud, la alegría o la excitación durante las experiencias desafiantes. Los primeros resultados de los cuestionarios mostraron que las personas más ricas también reconocían que disfrutaban menos las emociones de la vida y que el dinero minaba su felicidad. Posteriormente, los voluntarios fueron asignados al azar a dos grupos. A las personas de uno de los subgrupos se les mostró una imagen del dinero como un recordatorio de la riqueza mientras que a las personas del segundo subgrupo se les mostró la misma imagen, solo que ésta era borrosa y difícilmente reconocible, al menos de manera consciente. Después de este recordatorio, los voluntarios llenaron otros cuestionarios especialmente diseñados para evaluar la habilidad para saborear pequeñas experiencias placenteras. Los resultados no dejaron lugar a dudas: las personas que vieron en un nivel consciente la imagen del dinero puntuaron más bajo en el disfrute de esas pequeñas experiencias. La segunda prueba de esta investigación fue aún más concluyente: a 40 estudiantes de la University British Columbia se les mostró alguna de estas dos imágenes: una fotografía de dinero o una imagen neutra, y posteriormente se les brindó un pedazo de chocolate para comer. Dos observadores externos medían cuánto tiempo las personas empleaban en ingerir el chocolate y debían evaluar, según su percepción externa, cuánto parecían degustar el chocolate. ¿Los resultados? Las personas que fueron expuestas a la imagen del dinero saborearon el chocolate por 32 segundos como media mientras que aquellos que vieron una imagen neutra se demoraron 45 segundos y parecían disfrutar mucho más de su gusto. Los investigadores concluyeron entonces que el dinero, o la sola activación de su recuerdo, inhiben la capacidad de disfrutar plenamente de los pequeños placeres de la vida. 

Una conclusión, ya vemos, antisistema.

Pero, ¿por qué se producía este curioso fenómeno que parece ir en contra de toda creencia generalizada en relación a la capacidad del dinero para proporcionar a las personas una vida placentera y gustosa? Estos científicos adoptaron para sus explicaciones la conocida como “teoría de la adaptación hedónica”, según la cual elevadas y continuadas dosis de placer disminuirían la capacidad de degustar los pequeños placeres cotidianos. Así, según estos investigadores, la capacidad que tienen las personas de adelantar los placeres en la imaginación tendría efectos similares, al menos momentáneamente; lo cual puede inducir a pensar que la falsa opulencia, en la que se ve inmersa la mayor parte de la sociedad occidental, se convierte en un espejo que impide disfrutar de los pequeños y sencillos placeres de la vida. Gozamos más imaginando lo que el dinero, la fama o el poder, es decir, todo eso que se asocia con el éxito social, nos puede proporcionar, que disfrutando de los pequeños placeres que la vida suele poner diariamente a nuestro alcance y a los cuales, con frecuencia, no damos mayor importancia que la de su disfrute momentáneo y fugaz, pero nada más. Por eso, cuando alguien nos enseña una imagen de dinero, con solo rememorar inconscientemente lo que tal imagen representa para nosotros –el éxito, la riqueza, etc.-, nuestra mente se estimula de tal modo que ya no es capaz de gozar de los pequeños placeres con la misma intensidad con que lo habría hecho de no haberla visto.


Esto nos muestra varias cosas: por un lado, la vinculación directa que los sujetos hacen en su mente, inducidos por lo que se desprende de la ideología dominante, entre dinero y felicidad; entre dinero y placer. Por otro lado, demuestra que cuando es la sociedad misma la que sacraliza las imágenes asociadas al éxito social como máxima expresión de su cotidianeidad, los resultados respecto del disfrute de los pequeños placeres de la vida son los que en este estudio se muestran. Unos resultados –y unas conclusiones-, en definitiva, bien diferentes a los del estudio de Fedea, ¿tal vez porque las premisas previas de la investigación ya no se dan tan por supuesto, de antemano, como en el estudio de los neoliberales? Obviamente.


La búsqueda de la felicidad según el consumismo/capitalismo


La principal diferencia entre ambos estudios, más allá de la metodología y la capacidad exploratoria de cada trabajo –mucho más precisa y metódicamente científica en el caso de la investigación universitaria belga-, por la que los resultados parecen ser tan distantes, en realidad, a nuestro juicio, no es más que una cuestión de conceptos: mientras en la investigación de Fedea se asume, como dijimos, el hecho primario y absolutizado de que las personas responden de manera natural y neutra a las preguntas que se les plantean sobre su nivel de satisfacción vital en relación a su nivel de renta o su estatus social, sin plantearse en ningún momento la posibilidad de que esto no sea así realmente, sino que, al contrario, el sentido de las respuestas dadas por los sujetos pueda estar condicionada por su propio marco de interpretación previamente interiorizado y acorde a los valores propios del sistema consumista-capitalista dominante, en el segundo no se asume ningún condicionamiento previo de este estilo que pueda desvirtuar el resultado de la investigación; simplemente se estudia la relación entre dinero y felicidad, entre dinero y placer, a través de elementos que no van ya impresos en las respuestas mismas. Así, cuando ya no es la razón, mediatizada por la cultura dominante, la que se responde a sí misma, sino que es la propia experiencia investigativa la que aporta las respuestas a la investigación, los resultados, como se ve, son bien diferentes. La conciencia mediatizada no tiene dudas, porque así lo ha aprendido previamente, de que entre dinero y felicidad, entre dinero y placer, entre estatus social y satisfacción vital, existe una relación directamente proporcional: a más dinero, más felicidad; a más dinero, más placer; a mayor estatus social, más satisfacción vital. La capacidad física de disfrutar del placer, en cambio, no lo tiene tan claro e incluso podríamos decir que sugiere lo contrario.


La comparación entre los resultados de ambos estudios es, por ello, muy interesante para nuestro análisis: nos ayuda perfectamente a comprender cómo funcionan los actuales códigos de sentido hegemónicos consumistas-capitalistas y qué efectos tienen, en la práctica, en la vida de las personas, en su capacidad de darse valor a sí mismas; de juzgar sus propias vidas según lo que tales personas esperan de las mismas. O dicho de otro modo, para comprender cómo nuestra noción del placer y de la propia búsqueda de la felicidad está directamente condicionada por lo que viene impuesto desde la ideología consumista/capitalista en relación a tales conceptos.


Los medios de comunicación de masas, principalmente a través de la publicidad, el cine, los dibujos animados y las series de televisión, construyen relatos y narrativas, una mitología en toda regla, sobre el funcionamiento de nuestra sociedad actual, meten en ellos el papel que ocupan las diferentes clases sociales, dan códigos de sentido para que las personas puedan interpretar sus propias vidas conforme a ellos, y sientan así las bases del marco interpretativo –hermenéutica de sentido- con el que los sujetos verán en adelante su propio mundo, así como el mundo que les rodea. Estas ideas remiten a conceptos tanto de tipo material, como de tipo espiritual, y, entre ellos, al concepto de felicidad.


La construcción de narrativas que ensalzan la posesión de bienes materiales, el estatus social y la riqueza, que vinculan estos hechos sociales con el desarrollo personal y una vida lograda, con la felicidad misma, con el deseo vital por el que todo ser humano debe moverse, es algo inherente a nuestro modelo de sociedad, en tanto y cuanto responde a las necesidades propias de la estructura económica, así como sirve para legitimar el orden social y evitar los deseos de sublevación de las clases explotadas. Pero eso nunca se hará presente, explícitamente, en tales narrativas. La hermenéutica de sentido consumista/capitalista remite a las necesidades económicas del sistema, pero lo hace de tal manera que es reproducida en sociedad como una forma de vida, como un marco interpretativo para la valoración subjetiva de nuestras propias vidas. Se esconde así su verdadera finalidad –de clase- y se hace presente explícitamente solo aquello que nos induzca a no verla.


Por ello, cuando las personas responden acerca de la relación que existe entre su nivel de vida, económicamente hablando, y su satisfacción vital, usualmente no lo hacen desde su propio pensamiento genuino y original, sino desde el citado marco interpretativo, esto es, desde lo aprendido, como medidor de su propia satisfacción vital, a través de la mitología consumista/capitalista y los códigos simbólicos que de ella emanan. La percepción que el sujeto suele tener, en consecuencia, sobre su propia felicidad, sobre su nivel de satisfacción vital, está condicionada, necesariamente, por todos estos conocimientos basados en los códigos sociales imperantes que ha desarrollado con anterioridad, a través de su propio proceso de socialización.


Infeliz el que no tenga


La felicidad para el sujeto consumista/capitalista no se mide por la capacidad del mismo a la hora de poder disfrutar de los pequeños placeres de la vida o en sus deseos más íntimos de poder estar en paz consigo mismo, sino a través de la capacidad que el sujeto haya podido tener, a lo largo de su vida, para satisfacer las exigencias que la sociedad impone en relación a lo que se presupone debe ser una vida de éxito, es decir, acorde a la mentalidad consumista/capitalista dominante, mediante, por ejemplo, lo que se pueda mostrar a través del dinero que se tenga, las propiedades de las que se goza o la capacidad para consumir aquellas mercancías que el mercado pone a nuestro alcance, principalmente las que se relacionan simbólicamente con los estratos más altos de la sociedad y el éxito social. Para el sujeto medio de nuestros días, ser feliz, pues, no es aprender a disfrutar de la vida como un fin en sí mismo, sino como un medio para conseguir los fines consumistas/capitalistas que la sociedad demanda de nosotros, como un mecanismo para poder alcanzar el soñado éxito social.


Cuanto más se haya conseguido avanzar en la consecución de esos sueños y objetivos consumistas/capitalistas, más felices se deberían poder sentir las personas, porque más felices los demás podrán pensar que esas personas son, que están siendo. Y aunque, en realidad, no lo estuvieran siendo, no importa: lo que importa es que el resto de la sociedad, cuando pueda verte desde fuera, así lo podrá creer. Para el sujeto consumista, en definitiva, como se suele decir con frecuencia, “el dinero da la felicidad”, y así debe pensarlo tanto para la valoración de su propia vida, como para la valoración de la vida de los demás.

He ahí, entonces, la explicación al porqué hay cada vez más personas infelices e insatisfechas en nuestra sociedad actual.  Lo cierto es que la felicidad, en esta sociedad consumista/capitalista, se vincula directamente al dinero, a la propiedad privada y a la capacidad de consumo, determinando así un camino para la misma en base a ello y extendiendo globalmente la creencia de que a medida que se asciende en la escala socio/económica más opciones hay de poder ser felices, esto es, de poder disfrutar de la vida de tal forma que la felicidad sea su consecuencia lógica. Pero eso tiene su contrapartida también lógica: a medida que estos sueños no se alcancen, a medida que no se logre poder acceder a todos esos beneficios que el dinero, las propiedades y el consumo otorgan supuestamente a la persona en su relación con la búsqueda de la felicidad, la infelicidad, la insatisfacción vital, se hará presente. 

Es justamente lo que está pasando ahora con esta demoledora situación de crisis económica que están sufriendo como nadie las clases trabajadoras. Cada vez hay más personas que se quedan fuera de poder luchar por alcanzar sus propios objetivos en relación a la felicidad, y, por tanto, cada vez hay más personas infelices, insatisfechas, frustradas. Aunque suene extraño, es todo muy lógico y es lo que perfectamente se podía esperar que ocurriese, no tiene nada de sorprendente





EL MODELO DE FELICIDAD





En muchos de los Estados modernos, los tratados constitucionales explicitan que el Gobierno y toda su maquinaría tienen como deber último trabajar por la felicidad de sus ciudadanos (o por su bienestar como se indica en las Constituciones más recientes). Para ello, el Estado cuenta con la inestimable ayuda de su compañero de viaje: el capitalismo en cualquiera de sus versiones contemporáneas. Juntos han puesto en pie una maquinaria gigantesca destinada a satisfacer ese gran objetivo.
El primer paso es definir el concepto de felicidad porque como acostumbra a pasar en nuestras democracias eso es una tarea que no recae en el pueblo si no en las elites dominantes. Para realizar esta tarea la dualidad gobernante pone diversos mecanismos en marcha.

El primero de ellos es el sistema educativo, donde desde las edades más tempranas se encargan, de manera muy efectiva, de ir aniquilando cualquier esperanza de formar un espíritu crítico y reflexivo capaz de sacar sus propias conclusiones acerca de la realidad que les rodea, de esta manera se prepara el terreno para el posterior adoctrinamiento que tiene como base la creencia de que todo lo que el Estado dispone ha de ser por fuerza lo que más nos conviene. A esto se le suma una educación basada en la competitividad y los méritos individuales cuya única finalidad es conseguir un puesto de trabajo que nos permita ganar el dinero necesario para llevar una vida feliz según los cánones oficiales.

Otro de los mecanismos de los que dispone el poder son los medios de comunicación, teniendo un papel fundamental la televisión. Son estos medios los que proporcionan de manera inmediata y repetitiva las imágenes de lo que debe ser la aspiración de todo ciudadano. Constantemente, nos muestran a personas que son el modelo a seguir por todos porque una de las claves de la felicidad tal y como la entienden los poderosos es el éxito, sobre todo el profesional, ya que este éxito garantiza el poder adquisitivo necesario para alcanzar el ideal de felicidad. Por supuesto, los modelos que presentan se corresponden con personas que no han necesitado desarrollar su intelecto ni sus capacidades emocionales para llegar a lo más alto, sólo hay que ver que hoy en día los deportistas de élite, los personajes televisivos y demás gentes relacionadas con el mundo del ocio son el ideal que debemos aspirar a alcanzar el común de los mortales, es decir, ocupaciones que no aportan nada al desarrollo del ser humano ni de la sociedad. Obviamente, no hay lugar dentro de ese modelo para personas que dedican su vida a trabajar por un mundo mejor porque eso puede estar bien como mera anécdota en el currículum vital de una persona pero no como ocupación principal.

Para remarcar todos estos aspectos, el Poder dispone de una tercera vía de adiestramiento que sirve al mismo tiempo como referente de una vida feliz y como escaparate de todo aquello que como buenos ciudadanos debemos aspirar a poseer. Esta vía es la industria del ocio.
Día tras día, esta enorme maquinaria nos enseña a través de sus pantallas, sus altavoces, sus viajes organizados y el resto de sus innumerables posibilidades cómo debería ser la vida de una persona feliz. Aquí es donde se pone la guinda al pastel para acabar de convencernos (si es que no lo estamos ya) de que somos seres afortunados que tenemos a nuestro alcance un sinfín de productos y servicios de los que podemos disfrutar para alcanzar una vida perfectamente feliz.

Así con todos estos mecanismos funcionando a pleno rendimiento, las personas acabamos cayendo en su juego y dejando de lado cualquier aspiración personal para sucumbir a las ideas dominantes. Con ello, aceptamos plenamente la idea de que nuestra finalidad debe ser procurarnos la felicidad, por supuesto la felicidad que las Instituciones dominantes han diseñado para nosotros y que no es más que la acumulación de pertenencias que poco o nada aportan a nuestro desarrollo integral como seres humanos.
De esta manera, encontramos que alguien se define como feliz cuando posee todo aquello que su rango ocupacional (es decir, según el trabajo que desarrolle y el sueldo que percibe por ello) le permite e incluso un poco más gracias a la generosidad de los bancos que le conceden créditos por encima de sus posibilidades para poder mejorar esos bienes tan preciados que le hacen tan feliz. Al final todo queda reducido a una mera cuestión de consumo: para ser feliz hay que tener el mejor coche (o coches porque con uno sólo no es suficiente) la mejor casa, los mejores electrodomésticos, cuantas más televisiones mejor, por lo menos unas vacaciones al año (cuanto más lejos sean del hogar mejor para el nivel de felicidad), el mejor colegio para la descendencia (lo de mejor colegio suele medirse en función del dinero que cuesta la escolarización) y muchísimas más cosas que todos y todas seguro tenemos en mente ahora mismo.
Este es el tipo de carrera desenfrenada en la que nos vemos embarcados si queremos ser felices tal y como debe ser. Por supuesto, estamos tan absortos por el pensamiento dominante que nos deslizamos por la vida en pos de esta felicidad carente de contenido y de esfuerzo que
sólo requiere de nosotros que trabajemos religiosamente durante toda nuestra vida.
Este concepto de felicidad se ha visto enormemente reforzado desde que se instauró el llamado “Estado del Bienestar” puesto que a partir de ahí, al tener “cubiertas” las necesidades sanitarias, educativas y sociales, las personas sólo tuvieron que preocuparse por alcanzar el ideal expuesto.







Alienación religiosa consumista-capitalista: ¿ERES NORMAL, O TODAVÍA PIENSAS?



Religión y poder: un Dios que siempre resucita


Desde los faraones del Antiguo Egipto hace más de 4.000 años, todos los poderes políticos, en sus distintas formas, han promovido distintos tipos de culto, al objeto de garantizarse su continuidad y desarrollo, ofreciendo al pueblo los “templos”, gobernados por “sacerdotes” al servicio del poder, como “consuelo” o en su caso, como agentes activos de la propia explotación del Estado. En nuestros días, la situación no es diferente. No vivimos en un periodo secular, vivimos, una vez más, en un periodo donde la vida religiosa penetra hasta en lo más profundo de nuestro ser. La «muerte de Dios»  ha cedido el lugar a un nuevo tipo de culto, uno esencialmente novedoso en la historia religiosa, un culto que se manifiesta en una concepción espiritualmente estéril del individuo, estéril en tanto que no glorifica al hombre por su ser sino por su tener. Todos los componentes de lo que antaño fuese un reino exclusivo de lo sobrenatural –lo sagrado-, han llegado hasta nuestros días con un aspecto mundano, aunque no por ello menos mítico, y alejados de la plena libertad humana.


Las respuestas de sentido, las motivaciones éticas, la legitimación fundamental del orden social, las funciones de control y sometimiento del pueblo, es decir, todas aquellas funcionalidades propias del ámbito de lo sagrado que no hace tanto eran patrimonio exclusivo de los textos sagrados vinculados a las diferentes religiones tradicionales, vuelven hoy a armonizarse en un mismo cuerpo estructurado, dado al hombre por otros hombres, con la única finalidad de seguir sirviendo de paternal guía para la existencia cotidiana de todos nosotros. Una de esas sombras de Dios, de las que Nietzsche nos hablase a una misma vez que nos anunciaba, muy acertadamente, la muerte del Dios cristiano/feudal, consiguió salir de la oscuridad del mundo de las sombras para convertirse en un remplazo mundano de Dios mismo. Como en la mitología cristiana, el Dios hecho carne resucita, pero, a diferencia de la figura del Cristo, que renace de entre los muertos para dirigirse hacia el reino de los cielos, este Dios renace de entre los muertos que desde siempre han habitado en el mundo de las ideas producto de la cultura humana, para bajar a la tierra y hacerse sujeto, el sujeto que encarna la historia actual. Dios ha revivido y ahora convive entre nosotros.


Hoy no somos menos religiosos que hace 300 años, no. Tal vez ya no adoremos a Dioses lejanos ni profetas mártires, tal vez ya no creamos en supersticiones irreverentes o en mitos creadores de formas, pero seguimos dejándonos guiar por el mandato sagrado de unos pocos empeñados en mantenernos, como dijeran Freud y otros autores, en una constante y patológica minoría de edad. Creemos que nos hemos liberado del peso opresor de la religión pero, tal vez sin darnos cuenta, tal vez por pura necesidad espiritual, hemos vuelto entre todos a permitir que el culto a lo religioso determine nuestra existencia, acudiendo fieles cada día a nuestras diferentes citas con la reverencia a lo sagrado de nuestros tiempos, con las ofrendas y los rezos al nuevo Dios-mercado y a sus nuevos profetas del sacralizado consumismo-capitalismo. Sus sacerdotes, los medios de comunicación, nos recuerdan cada día que allá arriba, sea en el cielo o sea en la noosfera de las ideas humanas y sus cuerpos simbólicos estructurados, hay un Dios al que adorar, un Dios al que servir, un Dios al que seguir, un Dios al que entregar nuestra minoría de edad, un Dios por el cual vivir y en el cual ampararnos y protegernos. No, no somos hoy menos religiosos que hace tres siglos.


El Dios que quisieron enterrar los pensadores del siglo XIX era un Dios hecho a la medida y semejanza de la Europa que ellos veían evolucionar a pasos agigantados. En esa carrera ilustrada, el Dios-modelo de las religiones monoteístas no tenía cabida alguna, agonizaba sin remedio. Pero Dios, haciendo uso de la única característica que de verdad sabemos que tiene –la ambigüedad-, aceptó el desafío que el mundo occidental le lanzaba y se puso en marcha nuevamente tras milenios de plácido reposo, tras milenios donde su carácter absoluto per se nadie ni nada había osado ponerlo en duda -y el que lo hubiere intentado, pronto pagaría las consecuencias por ello, encontrando el castigo y no pocas veces la muerte en nombre de tal Dios-.


Acostumbrado como está a cambiar de rostro tantas veces como la historia humana se lo ha requerido, poco le costó adelantar el paso de quienes lo daban por muerto y transmutarse en una nueva versión hegemónica de lo sacro/religioso, más completa y preparada para los desafíos de los nuevos tiempos. Incluso, para hacerse menos vulnerable, en su nuevo resucitar abandonó su paraíso y decidió bajar hasta nuestro mundo, convertirse en una fuerza viva de nuestra propia sociedad. Cambió de nombre y hasta optó por abandonar sus antiguos credos, pero se hizo con ello más presente que nunca, tan presente que está en todo cuanto nos rodea, transmitiendo su mensaje con la fuerza de un ciclón y la efectividad de la picadura de una cobra, fragmentándose en millones de mensajes de todo tipo (publicitarios y mediáticos) que ahogan al hombre por todos sitios desde que se despierta hasta que se acuesta -y aun en los sueños oníricos-.


Se pensó en un Dios y una Iglesia que se derrumbaba, en una vida puritana y temerosa que se transformaba en un incipiente vitalismo liberal, pero se olvidaron de lo más importante: que, QUE SE PUEDA DEMOSTRAR CON CERTEZA, NO FUE DIOS QUIEN CREÓ AL HOMBRE, SINO EL HOMBRE QUIEN CREÓ A DIOS  Y, CON ELLO, SE OLVIDARON PENSAR QUE EL CREADOR AÚN NO HABÍA DICHO SU ÚLTIMA PALABRA. Hasta que, efectivamente, el creador habló de nuevo; y habló para cambiar su discurso y donde antes dijo digo, ahora quiso decir Diego. Renunció a su creación anterior y la convirtió en una nueva y revolucionaria versión; Dios cambió el reino de los cielos por el reino de las ondas. Cambió el poder de la Iglesia, por el poder de los medios de comunicación de masas y la publicidad. Cambió el temor reverencial al pecado original y a los siete pecados capitales, por el hedonismo y el carpe diem. Pero siguió su camino y se hizo nuevamente presente como dador de sentido para la sociedad y el ser humano que, al fin de cuentas, era lo que interesaba a su creador, el hombre (y más concretamente a aquellos hombres que se ganan la vida costa de la explotación de otros). Se encarnó, en definitiva, en la ideología consumista/capitalista como ideología hegemónica:

No importa a qué religión tradicional se pertenezca, no importa cómo se llame el Dios al que se rece ni el templo en el que se haga. No importa a qué etnia o cultura se pertenezca. No importa siquiera que se sea pobre o rico, que se viva en una gran metrópolis o en lo más profundo de una selva remota. Lo queramos o no, nos demos cuenta o no, nuestras vidas cotidianas tienen lugar en el seno de un culto que rinde tributo al Dios Mercado. Vivimos según las interpretaciones que hacen los sumos sacerdotes de la voluntad del Dios Mercado. Aunque nunca hayamos hecho profesión de fe formal para ingresar en esta religión, nos han ingresado en ella sin pedirnos nuestra opinión y, lo que es más grave, sin que ni siquiera nos demos cuenta[1].


El consumismo/capitalismo, nuestro particular opio del pueblo


Los sujetos que nos desarrollamos en sociedades dominadas por este sistema, crecemos entre una multitud de estímulos mediáticos y publicitarios que van determinando el sentido de nuestras vidas, es decir, el cómo debemos vivir para que estas dejen de ser absurdas y se conviertan en útiles moral, social y culturalmente. Nacer, crecer, estudiar una carrera, buscar un trabajo, enamorarse y formar una familia, tener hijos, comprar una casa y un coche y, tal vez, una mascota. Ver la televisión, fútbol y programas basura del corazón, siempre con la idea de dar un pelotazo que nos haga ricos y que nos permita codearnos con lo “mejor” de la sociedad. Y todo ello aderezado por una buena dosis de respeto a la norma social establecida, una actitud que se identifica siempre con el civismo y el buen hacer.

Así nuestra aspiración como seres sociales es una vida cómoda y acomodada, a tal punto que, por lo general, pareciera que lo único que dota de sentido a nuestras vidas es luchar por ello. Los padres se quedan tranquilos cuando sus hijos cumplen los deseos implícitos en la sociedad que ellos mismos le han proyectado como exigencias vitales. Nuestra vida carece de autonomía, como carecía de autonomía la vida del sujeto que se desarrollaba en el mundo conforme a las órdenes de Dios: nuestra vida solo satisface las órdenes morales, sociales y culturales que se nos inculcan sistemáticamente desde los medios de comunicación y los poderes establecidos.


Es esa continua delimitación de conceptos, esto es, esa enseñanza continuada de qué es lo que tiene sentido y qué no, que diariamente se nos ofrecen a través de los medios de comunicación y la publicidad, lo que condiciona nuestra actitud de sentido ante la vida. Sé una persona normal y guardarás las apariencias, evitarás las críticas y las regañinas de tus conciudadanos y familiares, nos dicen. De alguna manera, con tales mensajes -que son el pan de cada día- nos hacen ver que ahí reside el sentido de nuestras vidas, en ser personas “normales” (ya se sabe: trabajo, casa, familia, hijos, coche, hipoteca, no sacar los pies del tiesto y mucha comodidad y conformidad, sobre todo conformidad).


La idea que fluye es que si quieres tener una vida estable y cómoda no te queda más remedio que adaptarte a la normalidad y si, además, quieres ganarte el respeto moral de tus congéneres no te queda más remedio que respetar su normas morales y sociales, sin entrar a valorar si estas son erróneas o acertadas, si se desprenden de una relación de clase o no. En la sociedad de consumo, ese es el sentido de nuestras vidas: la normalidad, ser normales, hacer y decir lo que la mayoría hace y dice, no cuestionar el sistema y dejarse arrastrar por las falsas necesidades y las comodidades, dando siempre valor a tales vidas según lo que se desprende de los códigos sociales y culturales que son propios de tal sociedad de consumo, de la misma manera que en la sociedad cristiano/feudal el sentido de la vida venía impuesto por el seguimiento a los dogmas propios de la religión cristiana, el temor de Dios, el ser fiel a los dictados de la Iglesia y, en definitiva, el plegarse a las doctrinas de fe propias de la teología de la época.

Un hombre de aquellos tiempos podía así ser considerado una persona “normal”, es decir, apto para la sociedad y adaptado convenientemente al orden establecido. Ahora, en nuestros días, es el consumismo-capitalismo lo que se nos impone como norma de sentido, como marco a través del cual se valora lo que entra dentro de la normalidad y lo que queda fuera de ella. El mercado ya se encarga de hacer todo  lo demás: pone a tu alcance todo tipo de productos para llenar tu vida, si puedes pagarlos, de posesiones y argumentos materiales que reafirman todas esas creencias. Y si no puedes pagarlos, pues te tendrás que conformar con pensar que, tal y como te han enseñado desde la publicidad y los medios de comunicación, algún día, con un poco de suerte y esfuerzo, podrás hacerlo, puesto que todo el mundo tiene esa posibilidad, da igual la clase social a la que correspondas y de la que tu familia forme parte, da igual tu posición dentro de la jerarquía social, tú también podrás conseguir todo lo que te propongas, que por algo vivimos en un mundo y una sociedad libre, democrática e igualitaria en lo referente a la igualdad de oportunidades. En el mejor de los mundos posibles, o el menos malo de los sistemas, tanto monta, monta tanto.


¿Eres normal?, ¿o todavía piensas?


El bombardeo es letal, nos llega de manera masiva por la radio, por la prensa, las vallas publicitarias y a través de las múltiples pantallas que rodean nuestra existencia. Nos prometen la única felicidad posible a nuestro alcance. Solo gracias a su chute de esperanza paradisíaca podremos sacudirnos nuestra real existencia como trabajadores precarios y explotados, a menudo empobrecidos y sin un futuro al que agarrarse. El consumismo-capitalismo ejerce así al mismo tiempo como la expresión del sufrimiento real y como una protesta contra el sufrimiento real: como opio del pueblo. Gracias a su mensaje de esperanza e ilusiones podremos soñar sueños que merecen la pena ser soñados porque sin ellos nuestros sueños no valen nada. Gracias a su doctrina de fe, en definitiva, sabemos que hay un camino en la vida por el que poder adentrarse, aunque a medida que lo vayamos recorriendo se vaya desvaneciendo. Un camino sin salida real, pero un camino.


Y pobre de aquel que se salga del mismo. Como en todas las religiones, la fe, que en el caso de la sociedad actual pasa principalmente por el culto  reverencial al consumismo, es la herramienta con la cual las dudas, que debieran llevarnos al conocimiento y la crítica, desaparecen totalmente, dando paso a la creencia incuestionable y absoluta ante lo que se derive de la doctrina religiosa, a la sumisión acrítica ante aquello que se establece como sagrado, es decir, como hermenéutica de sentido, como fuente común de valores morales y éticos compartidos, como reflejo “natural” del orden social, y que en esta sociedad no es otra cosa que consumir y consumir todo lo que se pueda, adquiriendo con ello objetos, sí, pero sobre todo, y ante todo, simbolismos sociales: comprar porque está de moda, porque la mayoría compra, por no sentirse diferente, para tener una forma de diferenciarnos, y a una misma vez de asimilarnos, del/con el resto de la sociedad, para no contradecir lo que se impone como hermenéutica de sentido, para no desatar con ella a esa fuerza suprema y omnipotente, el orden natural del mercado, que nos castigará sacándonos del colectivo y llevándonos a la tortura de ser disímiles, raros. De hecho, ese es un insulto de los tiempos modernos: “Que persona tan rara“, se dice, con una carga de estigmatización que a pocos de nosotros nos hará gracia que nos califiquen de semejante manera.


“Rara” es, obviamente, aquella persona que se sale de lo “normal”, de lo común, de lo establecido como dominante y mayoritario, de lo socialmente aceptable, de lo que es esperable para cada sujeto en comunidad. Así se calificará, peyorativamente, a toda persona que no haga de los valores consumistas/capitalistas el referente central de su vida cotidiana, o incluso que aun haciéndolo no haya sido capaz de adaptarse correctamente a tal sociedad. Algo de lo que, pareciera, y así se impone a través de nuestro proceso de socialización, todos quisiéramos huir como forma de evitar el sufrimiento que puede generar el acabar sintiéndonos de tal manera: raros, inadaptados, antisociales, perdedores, fracasados, inferiores a otros que se han sabido adaptar mejor, que son más “normales” que nosotros, es decir, más representativos de los valores dominantes tal y como los percibimos mayoritariamente.


Por ello mismo ahora, como antes lo fuera la idea de Dios, la idea de ser una persona “normal”, normal, claro, dentro del estilo de vida consumista-capitalista, con una vida cómoda y estable, se establece en el centro mismo de nuestra mente, la preside y la reina, para organizarla social y culturalmente. De los códigos simbólicos que se encierran tras tal mentalidad consumista-capitalista el sujeto hace un código de vida, una hermenéutica de sentido. Todo lo de fuera, todo el sistema se confraterniza para hacer girar nuestra vida en torno a esta idea, desde las primeras enseñanzas de nuestros padres o el sistema educativo, a los miles de estímulos mediáticos y publicitarios que recibimos a diario. El sujeto se abre al mercado y su opulencia y se cree lleno, privilegiado y nada explotado. De ahí su adormecimiento.


Para qué luchar contra corriente por algo tan complicado como cambiar un sistema político y social injusto, aunque se sea consciente de su injusticia, cuando puedo luchar a favor de corriente por abrirme un hueco en él y adaptarme a sus bonanzas y “privilegios”. Si acaso, cuando vea que mis códigos de sentido dentro de él comienzan a tambalearse, lucharé porque haya un cambio para que las cosas vuelvan a la normalidad, es decir, para que el sistema vuelva a proporcionarme todo aquello que previamente me había prometido, no para que haya un cambio de sistema en sí. Todo ello porque debemos suponer que vivimos, según la doctrina oficial, en el mejor de los mundos posibles. Sólo la imaginación puede colocar barreras a las extraordinarias cotas de libertad que, al parecer, disfrutamos.


De hecho, podemos elegir entreentre una hamburguesa doble con queso hasta un completo menú Big-Mac (ambas delicias sibaríticas con Coca Cola, of course); tenemos generaciones enteras fascinadas por las encantadoras imágenes surgidas de la factoría Disney o subyugadas por el hechizo arrollador de las producciones cinematográficas de Hollywood (aquí también podíamos decantarnos por escoger desde El Rey León hasta Pretty Woman); aún más, la sacralidad de la propiedad privada está plenamente garantizada por el imperio de la ley y si algunos facinerosos intentaran enajenarla (o colectivizarla, que para el caso es lo mismo), Supermán se encargaría de ponerlos en manos de la justicia para que pagaran muy caro su villanía (en el caso de que Supermán se encontrase algo indispuesto por una sobredosis de kriptonita nos quedaría felizmente el recurso de Batman, Spiderman, Dick Tracy o el mismísimo Capitán América)[2]. Podemos elegir entre Coca-Cola o Pepsi, entre Nike o Adidas, entre miles de diferentes marcas y productos de lo más variado, con multitud de códigos simbólicos asociados, que se ofertan en el mercado. Podemos, pues, estar tranquilos: somos libres como nunca antes lo hemos sido. O eso se quiere que creamos.


La libertad de elección: la del pollo en la cocina del cocinero


Sin embargo, la realidad es bien diferente. Somos, explicaba el genial Galeano en una de sus conferencias, como el pollo al que van a cocinar y le dejan elegir entre las diversas especias y condimentos con los que será cocinado, y que, al rebelarse frente a su situación y negarse a ser cocinado, se le descubre que esa opción no está disponible para su elección. El pollo puede elegir entre ser cocinado con clavo o con ajo, con cebolla o con pasas, al limón o a la naranja, pero no puede elegir entre ser o no ser cocinado, eso queda fuera del alcance de su libertad de elección, al menos de la que le dan por defecto quienes van a cocinarlo. No es verdad que seamos más libres que antes, aunque la propaganda insista en la libertad del consumidor.


La represión no se ejerce impidiendo la libertad de expresión, aunque se margina y caricaturiza la opinión del disconforme, sino que proliferan los discursos que determinan lo que es válido[3]. La publicidad y los medios de comunicación, la cultura de masas y demás elementos propios de la esfera mediática de nuestros días, pasan la vida diciéndonos cómo tenemos que vivir, cómo tenemos que sentir, cómo tenemos que vestirnos, cómo debemos pensar, cómo debemos divertirnos y hasta qué debemos hacer en nuestros momentos más íntimos, sea en soledad o acompañados. Podemos elegir, sí, pero siempre dentro de los límites que ellos marcan y de las ofertas de elección que ellos proponen. Lo hacen además con un grado de efectividad que se escapa de nuestra consciencia.


En su mayoría, dándonos cuenta o no, acabamos viviendo, sintiendo, pensando, vistiendo, divirtiéndonos y desarrollando nuestros momentos más íntimos, en soledad o acompañados, como desde esos ámbitos mediáticos nos han dicho que debemos hacerlo. Lo hacemos porque así nuestras vidas cobran sentido, un sentido acorde a la mentalidad propia de nuestra época, a las exigencias propias de la sociedad que nos envuelve, mimetizándonos con el resto de la sociedad.


Ser iguales para creer ser diferentes


El consumo implica relaciones de posesión, de dominación, pero también de imitación, siendo el mimetismo cultural un móvil importante para el consumo. Así que allá vamos nosotros, sabiéndolo o no, a mimetizarnos culturalmente con los patrones de éxito que nuestros medios de comunicación nos ponen cada día como camino a seguir para, precisamente, alcanzar el éxito social con el que toda persona debe soñar.


El mundo de los consumidores comparte así un modo de vida y una cultura cada vez más uniforme, donde los grandes supermercados y centros comerciales, abastecedores imprescindibles, son sinónimos de la modernidad. La ciudad misma se ha convertido en un gran hipermercado. Cada día unos mil mensajes nos incitan a comprar artículos que no necesitamos. Nuestra sociedad ha llevado aquella máxima de Marx sobre la “fetichización de la mercancía” en el capitalismo a unos extremos que ni el propio Marx pudo imaginar. Baudrillard lo explica bien: [En la sociedad de consumo] “la fetichización de la mercancía es la del producto vaciado de su sustancia concreta de trabajo y sometido a otro tipo de trabajo, un trabajo de significación, es decir de abstracción cifrada –producción de diferencias y de valores-signos–, proceso activo, colectivo, de producción y reproducción de un código, de un sistema, investido de todo deseo desviado, errante, desintrincado del proceso de trabajo real y transferido sobre lo que precisamente niega el proceso de trabajo real. Así, el fetichismo actual del objeto se vincula al objeto-signo vaciado de su sustancia y de su historia, reducido al estado de marca de una diferencia y resumen de todo un sistema de diferencias”.


Estamos inmersos en el consumismo que se alimenta de la influencia de la publicidad y ésta se basa en ideas tan falsas como que la felicidad depende de la adquisición de productos. En la sociedad de consumo no sólo sentimos cada vez mayor dependencia de nuevos bienes materiales, sino que el consumo mismo se ha convertido en un elemento de significación social. Se compra, más allá de para satisfacer necesidades básicas, para mejorar la autoestima, para ser admirado, envidiado y/o deseado. El hombre, en esta como en cualquier otra sociedad, necesita sentirse aceptado y vinculado a su grupo social y cultural. El problema es que, en el consumismo-capitalismo, para ser aceptado en el grupo de iguales es necesario, según nos aseguran los mensajes publicitarios y mediáticos que nos asolan por doquier, cumplir unos requisitos siempre vinculados con la posesión de bienes materiales: un determinado nivel de vida, una manera concreta de vestir, lucir tal o cuales marcas, conducir este o aquel coche, en definitiva, consumir en base a criterios de tipo simbólico para ser alguien en sociedad. El sujeto configura con ello su identidad, una identidad que va asociada a su capacidad para consumir unos u otros productos, unas u otras mercancías, unos u otros servicios. Lo que en esencia busca el sujeto con ello es diferenciarse socialmente de los “otros” que le rodean, competir con ellos y mostrar su valía mediante los objetos de consumo que es capaz de portar frente a aquellos otros. PARADÓJICAMENTE LO QUE CONSIGUE ES JUSTO LO CONTRARIO: SE MIMETIZA CON ESOS OTROS DE LOS QUE PRETENDE DIFERENCIARSE, EN TANTO Y CUANTO UTILIZA, COMO LOS DEMÁS, UNOS CÓDIGOS DE VALORACIÓN SOCIAL, UNAS EXPECTATIVAS DE SENTIDO, QUE SON IGUALES PARA TODOS LOS MIEMBROS DE LA SOCIEDAD CONSUMISTA-CAPITALISTA, CUANDO MENOS PARA TODOS LOS QUE HACEN DEL CONSUMISMO-CAPITALISMO SU MODO DE VIDA.


Es esa finalmente la fórmula con la que se consigue homogeneizar culturalmente a toda la sociedad, una función que es propia de toda religión, un rasgo socio/cultural que ha estado presente en toda sociedad religiosa. Una sociedad religiosa es siempre una sociedad donde hay determinados elementos, relacionados con las creencias religiosas propias de esa sociedad, que sirven para homogenizar al conjunto de los individuos que en ella habitan, al menos en lo que al seguimiento a unos valores culturales determinados se refiere. Los sujetos se unifican socialmente en torno al seguimiento en sus prácticas cotidianas, en su disposición mental, de los valores de sentido, de las creencias simbólicas, esto es, de la hermenéutica de sentido, que son propias de la doctrina religiosa que da fundamento e identidad a esa sociedad concreta. 

Pasaba en la sociedad cristiano-feudal y pasa ahora en la sociedad consumista-capitalista.

Aldous Huxley, en “Nueva visita a un mundo feliz”, ya percibió esta característica de nuestra sociedad, en un tiempo (1958) en que el consumismo comenzaba a convertirse en una ideología hegemónica y de masas en los países capitalistas, especialmente en los EEUU: “Muchos de ellos son normales porque se han ajustado muy bien a nuestro modo de existencia, porque su voz humana ha sido acallada a una edad tan temprana de sus vidas que ya ni siquiera luchan, padecen o tienen síntomas, en contraste con lo que al neurótico le sucede. Son normales no en lo que podrían llamarse el sentido absoluto de la palabra, sino únicamente en relación con una sociedad profundamente anormal. Su perfecta adaptación a esa sociedad anormal es una medida de la enfermedad mental que padecen. Estos millones de personas anormalmente normales, que viven sin quejarse en una sociedad a la que, si fueran seres humanos cabales, no deberían estar adaptados, todavía acarician “la ilusión de la individualidad”, pero de hecho, han quedado en gran medida desindividualizados.”


Hoy tal percepción es casi una máxima histórica, el reflejo supremo de una sociedad, la consumista-capitalista, que ha hecho de la normalidad en la anormalidad su modus vivendi, su sello de identidad por excelencia.





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