COÑO POTENS
(manual sobre su poder, su próstata y sus fluidos)
Durante siglos, la ciencia médica ha sido uno de los
principales enemigos del cuerpo y la sexualidad de las mujeres, silenciando
realidades anatómicas y patologizando todo lo que no encajara dentro de los
parámetros de la falocracia, la heterosexualidad y los roles binaristas de
género. Las palabras de este ensayo brotan como puñales, desvelando uno de los
aspectos más controvertidos de la sexualidad de los coños: su eyaculación.
De forma didáctica, con bastante mala leche, desde
una visión feminista radical y combativa, y partiendo de su propia experiencia
personal y un largo proceso de investigación, Diana J. Torres nos presenta
en Coño potens, un nuevo artefacto explosivo, una bomba
líquida con la que hacer saltar por los aires la colonización heteropatriarcal
que la medicina oficial ha llevado a cabo en cuerpos y mentes durante toda la
historia.
Se liberarán un montón de cosas después de esta operación.
Bertrand Russell
"LOS HOMBRES TEMEN AL PENSAMIENTO MÁS DE LO
QUE TEMEN A CUALQUIER OTRA COSA DEL MUNDO; MÁS QUE LA RUINA, INCLUSO MÁS QUE LA
MUERTE.
El pensamiento es subversivo y revolucionario,
destructivo y terrible. EL PENSAMIENTO ES DESPIADADO CON LOS PRIVILEGIOS, LAS
INSTITUCIONES ESTABLECIDAS Y LAS COSTUMBRES CÓMODAS; EL PENSAMIENTO ES
ANÁRQUICO Y FUERA DE LA LEY, INDIFERENTE A LA AUTORIDAD, DESCUIDADO CON LA SABIDURÍA
DEL PASADO.
Pero si el pensamiento ha de ser posesión de
muchos, no el privilegio de unos cuantos, tenemos que habérnoslas con el miedo.
ES EL MIEDO EL QUE DETIENE AL HOMBRE, miedo de que sus creencias entrañables
no vayan a resultar ilusiones, miedo de que las instituciones con las que vive
no vayan a resultar dañinas, miedo de que ellos mismos no vayan a resultar
menos dignos de respeto de lo que habían supuesto.
¿Va a pensar libremente el trabajador sobre la
propiedad? Entonces, ¿qué será de nosotros, los ricos? ¿Van a pensar libremente
los muchachos y las muchachas jóvenes sobre el sexo? Entonces, ¿qué será de la
moralidad? ¿Van a pensar libremente los soldados sobre la guerra? Entonces,
¿qué será de la disciplina militar?
¡Fuera el pensamiento!
¡Volvamos a los fantasmas del prejuicio, no vayan a
estar la propiedad, la moral y la guerra en peligro!
Es mejor que los hombres sean estúpidos, amorfos y
tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres. Puesto que si sus
pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como nosotros. Y este desastre
debe evitarse a toda costa.
ASÍ ARGUYEN LOS ENEMIGOS DEL PENSAMIENTO EN LAS
PROFUNDIDADES INCONSCIENTES DE SUS ALMAS. Y ASÍ ACTÚAN EN LAS IGLESIAS,
ESCUELAS Y UNIVERSIDADES."
LAS REDES SOCIALES YA TIENEN SUS ADICTOS, SIERVOS Y CENSORES: SOMOS NOSOTROS
ES UN PROBLEMA DE SALUD PÚBLICA
QUE VUELA COMO UN BOMBARDERO BAJO EL RADAR DE NUESTRA DEBILITADA CAPACIDAD PARA
PERMANECER CONCENTRADOS, CRÍTICOS Y ATENTOS. Sisea, silba en la oscuridad, pero
no lo vemos. Nos envuelve, nos libera, nos somete y nos deforma… pero no
queremos verlo. La noche es nuestra mirada porque hemos elegido estar ciegos. NOS
COMPORTAMOS COMO UN REBAÑO DE ANIMALES QUE SONRÍEN ESTÚPIDAMENTE A LAS
ESTRELLAS… DE UN CIELO SIN ESTRELLAS, iluminado solamente por las pantallas de
nuestros teléfonos móviles. DA MIEDO. Damos miedo.
Son hechos como patadas. Sabemos
con certeza que las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea
nos permiten una conexión especial con los íntimos o acceder a artistas e
informaciones interesantes, pero NO QUEREMOS VER LA ADICCIÓN, PARECIDA EN
INTENSIDAD A LA DE LAS DROGAS DURAS, que provocan en millones de
personas Y EN ESOS ADOLESCENTES A LOS QUE NO SE LES PERMITE ENGANCHARSE AL
TABACO PERO SÍ A FAkEBOOK.
Sabemos también que la profesión
médica lleva años debatiendo en Estados Unidos la posibilidad de incluir el
consumo compulsivo de internet —al que las redes sociales y esas apps
contribuyen inmensamente— como patología psiquiátrica. Sabemos que hay miles de
millones de dólares en juego para que eso no sea así (los lobbies a su servicio
no hacen prisioneros) y que muchos ACCIDENTES
DE TRÁFICO, algunos con muertos y heridos graves como consecuencia, SE DEBE A
LA NECESIDAD IRREPRIMIBLE DE LOS CONDUCTORES POR ENVIAR UN MENSAJE mediante el
teléfono móvil. ES TRISTE Y RIDÍCULO MORIR POR UN EMOJI.
Este campo científico dedicado a la manipulación y
la adicción tiene un nombre, Captology, y un padre, el psicólogo de la
Universidad de Stanford B.P. Fogg
Pero entonces, ¿qué hace falta
exactamente para que nos tomemos esta adicción en serio? Lo primero,
seguramente, es hablar claro y huir de argumentos planos a favor o en contra de
esas plataformas. Es obvio que nos proporcionan bienestar y lo es, IGUALMENTE,
QUE ESTÁN DISEÑADAS PARA SER ADICTIVAS CASI HASTA LA CRUELDAD. SE CREARON
UTILIZANDO LOS ÚLTIMOS CONOCIMIENTOS SOBRE EL FUNCIONAMIENTO DEL CEREBRO
HUMANO, QUE SERVÍAN EN BANDEJA LA PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL Y LA NEUROCIENCIA,
CON EL FIN DE ATRAPAR A SUS USUARIOS MOLDEANDO Y TRANSFORMANDO AL MISMO TIEMPO
LOS PENSAMIENTOS Y LAS CONDUCTAS DE LOS MÁS VULNERABLES.
No es una teoría de la
conspiración para idiotas y tarados del ciberespacio, para los profetas de un
apocalipsis zombi o para los que han encontrado la cura del cáncer en las
verduritas frescas de California. Todos los diseños de grandes aplicaciones de
Silicon Valley beben como ávidos rumiantes en el arroyo de sus ideas. Ese
arroyo de aguas oscuras, desde 1998, es una institución llamada Persuasive
Technology Lab.
PSICOLOGÍA
PARA VENDER
En Estados Unidos existe una
larga tradición de COLABORACIÓN ENTRE LOS PROFESIONALES DE LA MENTE Y LAS
EMPRESAS QUE ANSÍAN VENDER MASIVAMENTE SUS PRODUCTOS. El punto de arranque
definitivo fue un libro del psicólogo Walter Dill Scott en 1903 (The Psychology
of Advertising in Theory and Practice) y el caso más espectacular hasta la
fecha ha sido el del padre del conductismo, John B. Watson, y uno de los genios
que hizo posible la época dorada de los Mad Men. Tanto Watson como Scott
asumían QUE LOS SERES HUMANOS SON, EN GRAN MEDIDA, OBEDIENTES Y QUE SE PODÍAN
CONTROLAR Y PROVOCAR SUS REACCIONES SI SE ENCONTRABAN LOS ESTÍMULOS EMOCIONALES
ADECUADOS.
WATSON PUSO TODA SU FE EN EL
MIEDO, EL AMOR Y LA RABIA, EMPUJÓ LA RULETA Y GANÓ e hizo ganar millones con
ello a las firmas de ese gigantesco casino que era Madison Avenue. LA VENERABLE
ALIANZA ENTRE LAS BATAS BLANCAS DE LOS PSICÓLOGOS Y LAS DE LOS VENDEDORES DE
DETERGENTES HA SEGUIDO VIGENTE HASTA HOY. Niur Eyal, que además de discípulo de
Fogg es profesor de Psicología del Consumidor en Stanford, ha tenido la
delicadeza de escribir un libro (Hooked: How to build habit-forming products)
donde EXPLICA CÓMO SE ARRASTRA IRREMEDIABLEMENTE A UN CLIENTE A CREER QUE PUEDE
COMBATIR LA SOLEDAD, EL ABURRIMIENTO, LA FRUSTRACIÓN, LA CONFUSIÓN O LA
INDECISIÓN LEYENDO UN SIMPLE TIMELINE O ACTUALIZANDO SU ESTADO EN LAS
REDES SOCIALES.
Para él, Instagram es el ejemplo
supremo que se debe seguir, porque, ADEMÁS DEL TEMOR A NO ESTAR PRESENTE EN LAS
VIDAS DE LOS DEMÁS que inspiran las otras redes sociales, planta en el pecho de
sus usuarios la semilla de una pasión mucho más poderosa: la angustia. Igual
que con los anuncios de la publicidad convencional, estas plataformas y los
juegos electrónicos PROMETEN ALIVIAR UNA ANSIEDAD QUE ELLOS MISMOS CONTRIBUYEN
A CREAR (te muestran que eres un fracasado si no tienes un smartphone
para vendértelo luego) y que crece y se eleva en una especie de espiral
infinita que el miedo y la adicción apenas permiten contener. CADA VEZ
NECESITAMOS MÁS LAS ACTUALIZACIONES Y REACCIONES PROPIAS Y AJENAS PARA SENTIR
QUE SEGUIMOS VIVIENDO EN SOCIEDAD, QUE EXISTIMOS, QUE LE IMPORTAMOS A ALGUIEN.
Es un prodigio del marketing —y
de nuestra sumisión— que Silicon Valley haya conseguido ASOCIAR EN NUESTRAS
MENTES SUS PRODUCTOS Y SERVICIOS CON LA FELICIDAD, LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN
ABSOLUTA, LA PLENITUD Y LA REBELDÍA CONTRA EL SISTEMA cuando las redes sociales
no sólo nos proporcionan una revolucionaria forma de conocernos, de amarnos y
de conectar, sino que TAMBIÉN PROMUEVEN LA ANSIEDAD, LA ANGUSTIA Y EL MIEDO A
NO SER ACEPTADO —Y ENSALZADO Y RECORDADO— CONTINUAMENTE POR LOS DEMÁS… Y POR LOS
DEFENSORES DE LOS POLÍTICAMENTE CORRECTO, QUE SON LOS GUARDIANES DEL SISTEMA. Es
inquietante imaginar que, detrás de cada actualización, de cada ‘me gusta’ de
Facebook o de cada corazón rojo intenso de Twitter o Instagram EXISTE UN BOTÓN
INVISIBLE Y SIEMPRE PRESENTE: ‘TENGO MIEDO A ESTAR SOLO, a que no reconozcas mi
capacidad y a no existir para ti: dime algo por favor… RECUÉRDAME QUE EXISTO’.
Cada vez necesitamos más las actualizaciones y
reacciones propias y ajenas para sentir que seguimos viviendo en sociedad, que
existimos, que le importamos a alguien
ESTA DEVASTADORA ADICCIÓN A SER
RECORDADO ESCONDE TRES ADICCIONES INTERESANTES de las que las redes
sociales no son responsables aunque ayuden a multiplicar exponencialmente su
impacto. LA PRIMERA ES LA OBSESIÓN COMPULSIVA POR LA VALORACIÓN CONSTANTE DE
LOS DEMÁS. Se nos puede valorar en el ataque o en el halago, pero es vital que
los demás reaccionen ante nuestras manifestaciones del mismo modo que esos
dioses con pies de barro del ciberespacio lo hacen con EUFORIA DIVINA ante los
cientos de retuits que provocan y con SANTA IRA y DECEPCIÓN cuando ven que muy
pocos de sus lectores, de sus amigos, han pinchado en el enlace que ellos les
recomendaban. LA OSADÍA, LA IGNORANCIA Y LA FALTA DE COMPROMISO DEL REBAÑO —“LOS
FOLLOWERS”— NO TIENEN LÍMITES. ¡MALDITOS DESAGRADECIDOS!
EXIJO QUE
ME ENTRETENGAS
LA SEGUNDA ADICCIÓN: VIVIMOS
ENGANCHADOS A LA OBLIGACIÓN DE ENTRETENER Y SER ENTRETENIDOS POR LOS DEMÁS EN
UNA CHÁCHARA E INTERCAMBIO SIN FIN y, a veces, sin otra meta que evitar el
silencio en nuestras vidas. LA OBSESIÓN POR EL ENTRETENIMIENTO INMEDIATO, QUE
LO ESTÁ DEVORANDO TODO, DIFICULTA LOS COMPROMISOS Y LAS RELACIONES PERSONALES
PROFUNDAS Y A LARGO PLAZO CON NOSOTROS MISMOS, CON LAS CAUSAS, LOS DEBATES O
LAS ACTIVIDADES QUE NOS IMPORTAN Y CON LOS DEMÁS. La política hoy es entretenimiento,
igual que lo es buena parte del sexo, el deporte, el turismo, la música, el
arte contemporáneo, la literatura o el periodismo. HASTA LA CRUELDAD HA DE SER
ENTRETENIDA PARA SER TENIDA EN CUENTA: ahí están los vídeos profesionales de
los terroristas del Daesh para demostrarlo.
LA CONVERSACIÓN DIGITAL PERPETUA
TAMPOCO DEJA MUCHO ESPACIO Y ATENCIÓN DISPONIBLE PARA ESTAR SOLO, PARA
REFLEXIONAR SOBRE CUESTIONES NO URGENTES, para abrazar y escuchar con atención
a un buen amigo, para resolver un conflicto con un padre o con un hijo
mirándolo a los ojos —con gritos y lágrimas si es preciso— o para compartir un
espacio ininterrumpido de complicidad con una pareja a la que se le quiere por
encima de todo…, pero no por encima de los mensajes de WhatsApp.
Esa ausencia de soledad, según
las conclusiones de psicólogas como Sherry Turkle, se traduce en que CADA VEZ
SOMOS MENOS EMPÁTICOS Y TENEMOS MÁS OBSTÁCULOS PARA FORMARNOS UNA PERSONALIDAD
INDEPENDIENTE QUE NO EXIJA LA APROBACIÓN Y RECHAZO CONSTANTES DE LOS DEMÁS. Sin
conciencia de una personalidad independiente no hay empatía, porque es
imposible ponerse en el lugar de las emociones del otro si ni tan siquiera
conocemos las nuestras.
LA POLÍTICA HOY ES ENTRETENIMIENTO, igual que lo es
buena parte del sexo, el deporte, el turismo, la música, el arte contemporáneo,
la literatura o el periodismo. Hasta la crueldad ha de ser entretenida para ser
tenida en cuenta.
Y LA TERCERA ADICCIÓN ES UNA
EXTRAÑA PASIÓN POR LA VERSIÓN DE LA REALIDAD QUE PROYECTAN LOS FILTROS DE LAS
REDES SOCIALES, que son los CRITERIOS HUMANOS y los algoritmos, basados en LA
PROPIA ACTIVIDAD DE LOS USUARIOS, con los que seleccionan y criban la
información que recibimos para que nos sintamos cómodos. Nadie les ha pedido
que nos traten como ciudadanos y, por eso mismo, SÓLO NOS TRATAN COMO CLIENTES.
LOS FILTROS NOS AYUDAN A
CONFIRMAR UNA Y OTRA VEZ NUESTROS PREJUICIOS, A SILENCIAR LAS OPINIONES O
IMÁGENES MINORITARIAS QUE NOS RESULTAN ODIOSAS (a veces, como en el caso de la
pornografía infantil, con razón) Y A FOMENTAR LA CRECIENTE POLARIZACIÓN
POLÍTICA Y RELIGIOSA MEDIANTE LA CONFIGURACIÓN DE COMUNIDADES CERRADAS QUE SON
PASTO DEL FANATISMO, LAS VERDADES ABSOLUTAS, EL ODIO AL DISCREPANTE Y LAS
TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN. Hay integrantes de esas comunidades que a veces
salen de caza: los trolls no son otra cosa que la expresión más obvia del ansia
de notoriedad, del desprecio a quien piensa distinto y de la falta de empatía.
ACABAR CON ESTAS TRES GRANDES
ADICCIONES NO DEPENDE DE LAS REDES SOCIALES. SOMOS NOSOTROS LOS QUE TENEMOS QUE
PENSAR POR QUÉ MILLONES DE PERSONAS NO PUEDEN VIVIR SIN LA VALORACIÓN Y EL
RECONOCIMIENTO CONSTANTE DEL OTRO, POR QUÉ EL SILENCIO, LA SOLEDAD Y NO
ENTRETENER A LOS DEMÁS LES PROVOCAN MIEDO E INSEGURIDAD Y, POR ÚLTIMO, CUÁL ES
LA CAUSA DE QUE LA EMPATÍA Y LA TOLERANCIA HAYAN PERDIDO PROTAGONISMO A MARCHAS
FORZADAS EN LAS VIDAS DE TODOS.
CADA VEZ ES MÁS DIFÍCIL ENCONTRAR
A DOS AMIGOS, DOS VECINOS O DOS FAMILIARES QUE SE OPONGAN POLÍTICAMENTE Y SE
ATREVAN A COMPARTIRLO SIN MOSTRARSE DESPRECIO. Sería demasiado fácil echarle la
culpa a Facebook… y demasiado estúpido creer que se resuelve con una
conversación de WhatsApp.
ĹÁ ŔĔŦŐŔМÁ ĔĎÚČÁŤĨVÁ Ŷ ĹŐŚ МÁĔŚŤŔŐŚ ĔЖРĹĨČÁĎÁ ĔŃ 7 МĨŃÚŤŐŚ.
El video es bueno pero no explica del todo el problema ya que sólo se pone de un sólo lado que son lxs maestrxs, obviamente la reforma educativa es en esencia una reforma laboral y siendo una reforma laboral que sólo busca acabar con los derechos adquiridos por lxs maestrxs lo cuál es inaceptable y es correcto que lxs maestrxs esten en contra de esta reforma pero es otambién obvio que los mestrxs no les importa dar una educación adecuada al estudiante sólo pelean por sus derechos laborales cosa que es justa,pero que deja claro que la verdadera educación no les importa, estoy seguro de que estos mismxs maestrxs que hoy luchan por sus derechos laborales, también se opndrían a un cambio real al sistema educativo engañados por creer que lo que ellxs enseñan en las escuelas es lo correcto, pero viendo el sistema educativo actual se puede observar sin ser un experto que se trata de un sistema educatvio deprimente y absurdo, precario y que esta a favor del capital y la autoridad, que sólo busca crear alumnos inconcientes, dormidos y obedientes serviles al sistema capital global, mano de obra barata y obediente que acepte sus desgracias y su vida precaria como si de algo correcto se tratara, el caso es que lxs maestrxs concientes o no son complices de este sistema de abuso, pues educan a los estudiantes de la misma manera que fueron educados cuando fueron estudiantes y como es obvio como buenos estudiantes y ahora como maestrxs nunca cuestionaron el sistema educativo que se imparte en las escuelas y no lo cuestionaron por que es precisamente esa la esencia del sistema educativo, NO CUESTIONAR, NO RAZONAR Y SOLO OBEDECER LO QUE LA AUTORIDAD LES DIGA.
LA RENOVACIÓN DE LA ESCUELA FRANCISCO FERRER I GUARDIA
Dos medios de acción
se ofrecen a los que quieren renovar la educación de la infancia: trabajar para
la transformación de la escuela por el estudio del niño, a fin de probar
científicamente que la organización actual de la enseñanza es defectuosa y
adoptar mejoras progresivas; o fundar escuelas nuevas en que se apliquen
directamente principios encaminados al ideal que se forman de la sociedad y de
los hombres los que reprueban los convencionalismos, las crueldades, los
artificios y las mentiras que sirven de base a la sociedad moderna. El
primer medio presenta grandes ventajas, responde a una concepción evolutiva que
defenderán todos los hombres de ciencia y que, según ellos, es la única capaz
de lograr el fin. En teoría tienen razón y así estamos dispuestos a
reconocerlo.
Es evidente que las demostraciones de la psicología y de la fisiología deben producir importantes cambios en los métodos de educación; que los profesores, en perfectas condiciones para comprender al niño, podrán y sabrán conformar su enseñanza con las leyes naturales. Hasta concedo que esta evolución se realizará en el sentido de la libertad, porque estoy convencido de que la violencia es la razón de la ignorancia, y que el educador verdaderamente digno de ese nombre obtendrá todo de la espontaneidad, porque conocerá los deseos del niño y sabrá secundar su desarrollo únicamente dándole la más amplia satisfacción posible.
Pero en la realidad, no creo que los que luchan por la emancipación humana puedan esperar mucho de ese medio. Los gobiernos se han cuidado siempre de dirigir la educación del pueblo, y saben mejor que nadie que su poder está totalmente basado en la escuela y por eso la monopolizan cada vez con mayor empeño. Pasó el tiempo en que los gobiernos se oponían a la difusión de la instrucción y procuraban restringir la educación de las masas. Esa táctica les era antes posible porque la vida económica de las naciones permitía la ignorancia popular, esa ignorancia que facilitaba la dominación. Pero las circunstancias han cambiado: los progresos de la ciencia y los multiplicados descubrimientos han revolucionado las condiciones del trabajo y de la producción; ya no es posible que el pueblo permanezca ignorante; se le necesita instruido para que la situación económica de un país se conserve y progrese contra la concurrencia universal.
Así reconocido, los gobiernos han querido una organización cada vez más completa de la escuela, no porque esperen por la educación la renovación de la sociedad, sino porque necesitan individuos, obreros, instrumentos de trabajo más perfeccionados para que fructifiquen las empresas industriales y los capitales a ellas dedicados. Y se ha visto a los gobiernos más reaccionarios seguir ese movimiento; han comprendido que la táctica antigua era peligrosa para la vida económica de las naciones y que había que adaptar la educación popular a las nuevas necesidades. Grave error sería creer que los directores no hayan previsto los peligros que para ellos trae consigo el desarrollo intelectual de los pueblos, y que, por tanto, necesitaban cambiar de medios de dominación; y, en efecto, sus métodos se han adaptado a las nuevas condiciones de vida, trabajando para recabar la dirección de las ideas en evolución. Esforzándose por conservar las creencias sobre las que antes se basaba la disciplina social, han tratado de dar a las concepciones resultantes del esfuerzo científico una significación que no pudiera perjudicar a las instituciones establecidas, y he ahí lo que les han inducido a apoderarse de la escuela. Los gobernantes, que antes dejaban a los curas el cuidado de la educación del pueblo, porque su enseñanza, al servicio de la autoridad, les era entonces útil, han tomado en todos los países la dirección de la organización escolar.
El peligro, para ellos, consistía en la excitación de la inteligencia humana ante el nuevo espectáculo de la vida, en que en el fondo de las conciencias surgiera una voluntad de emancipación. Locura hubiera sido luchar contra las fuerzas en evolución; era preciso encauzarlas, y para ello, lejos de obstinarse en antiguos procedimientos gubernamentales, adoptaron otros nuevos de evidente eficacia. No se necesitaba un genio extraordinario para hallar esta solución; el simple curso de los hechos llevó a los hombres del poder a comprender lo que había que oponer a los peligros presentados: fundaron escuelas, trabajaron por esparcir la instrucción a manos llenas y, si en un principio hubo entre ellos quienes resistieron a este impulso, -porque determinadas tendencias favorecían a algunos de los partidos políticos antagónicos -todos comprendieron pronto que era preferible ceder y que la mejor táctica consistía en asegurar por nuevos medios la defensa de los intereses y de los principios. Viéronse, pues, producirse luchas terribles por la conquista de la escuela; en todos los países se continúan esas luchas con encarnizamiento; aquí triunfa la sociedad burguesa y republicana, allá vence el clericalismo. Todos los partidos conocen la importancia del objetivo y no retroceden ante ningún sacrificio para asegurar la victoria. Su grito común es: ¡Por y para la escuela! y el buen pueblo debe estar reconocido a tanta solicitud. Todo el mundo quiere su elevación por la instrucción, y su felicidad por añadidura.
En otro tiempo podían decirle algunos: Esos tratan de conservarte en la ignorancia para mejor explotarte; nosotros te queremos instruido y libre. Al presente eso ya no es posible: por todas partes se construyen escuelas, bajo toda clase de títulos.
En ese cambio tan unánime de ideas, operado entre los directores respecto de la escuela, hallo los motivos para desconfiar de su buena voluntad, y la explicación de los hechos que ocasionan mis dudas sobre la eficacia de los medios de renovación que intentan practicar ciertos reformadores. Por lo demás, esos reformadores se cuidan poco, en general, de la significación social de la educación; son hombres que buscan con ardor la verdad científica, pero que apartan de sus trabajos cuanto es extraño al objeto de sus estudios. Trabajan pacientemente por conocer al niño y llegarán a decirnos -todavía es joven su ciencia- qué métodos de educación son más convenientes para su desarrollo integral.
Pero esta indiferencia en cierto modo profesional, en mi concepto, es perjudicialísima a la causa que piensan servir.
No les considero en manera alguna inconscientes de las realidades del medio social, y sé que esperan de su labor los mejores resultados para el bien general. Trabajando para revelar los secretos de la vida del ser humano, -piensan- buscando el proceso de su desarrollo normal físico y psíquico, impondremos a la educación un régimen que ha de ser favorable a la liberación de las energías. No queremos ocuparnos directamente de la renovación de la escuela; como sabios tampoco lo conseguiremos, porque todavía no sabríamos definir exactamente lo que debiera hacerse.
Procederemos por gradaciones lentas, convencidos de que la escuela se transformará a medida de nuestros descubrimientos, por la misma fuerza de las cosas. Si nos preguntáis cuáles son nuestras esperanzas, nos manifestaremos de acuerdo con vosotros en la provisión de una evolución en el sentido de una amplia emancipación del niño y de la humanidad por la ciencia, pero también en este caso estamos persuadidos de que nuestra obra se prosigue completamente hacia ese objeto y le alcanzará por las vías más rápidas y directas.
Este razonamiento es evidentemente lógico, nadie puede negarlo, y, sin embargo, en él se mezcla una gran parte de ilusión. Preciso es reconocerlo; si los directores, como hombres, tuviesen las mismas ideas que los reformadores benévolos, si realmente les impulsara el cuidado de una organización continua de la sociedad en el sentido de la desaparición progresiva de las servidumbres, podría reconocerse qué los únicos esfuerzos de la ciencia mejorarían la suerte de los pueblos; pero lejos de eso, es harto manifiesto que los que se disputan el poder no miran más que la defensa de sus intereses, que sólo se preocupan de la propia ventaja y de la satisfacción de sus apetitos. Mucho tiempo hace que dejamos de creer en las palabras con que disfrazan sus ambiciones; todavía hay cándidos que admiten que hay en ellos un poco de sinceridad, y hasta imaginan que a veces les impulsa el deseo de la felicidad de sus semejantes; pero éstos son cada vez más raros y el positivismo del siglo se hace demasiado cruel para que puedan quedar dudas sobre las verdaderas intenciones de los que nos gobiernan.
Del mismo modo que han sabido arreglarse cuando se ha presentado la necesidad de la instrucción, para que esta instrucción no se convirtiese en un peligro, así también sabrán reorganizar la escuela de conformidad con los nuevos datos de la ciencia para que nada pueda amenazar su supremacía. Ideas son éstas difíciles de aceptar, pero se necesita haber visto de cerca lo que sucede y cómo se arreglan las cosas en la realidad para no dejarse caer en el engaño de las palabras. ¡Ah! ¡Qué no se ha esperado y espera aún de la instrucción! La mayor parte de los hombres de progreso todo lo esperan de ella, y hasta estos últimos tiempos algunos no han comenzado a comprender que la instrucción sólo produce ilusiones. Cáese en la cuenta de la inutilidad positiva de esos conocimientos adquiridos en la escuela por los sistemas de educación actualmente en práctica; compréndese que se ha esperado en vano, a causa de que la organización de la escuela, lejos de responder al ideal que suele crearse, hace de la instrucción en nuestra época el más poderoso medio de servidumbre en mano de los directores. SUS PROFESORES NO SON SINO INSTRUMENTOS CONSCIENTES O INCONSCIENTES DE SUS VOLUNTADES, formados además ellos mismos según sus principios; desde su más tierna edad y con mayor fuerza que nadie han sufrido la disciplina de su autoridad; son muy raros los que han escapado a la tiranía de esa dominación quedando generalmente impotentes contra ella, porque la organización escolar les oprime con tal fuerza que no tienen más remedio que OBEDECER.
No he de hacer aquí el proceso de esta organización, suficientemente conocida para que pueda caracterizársele con una sola palabra: VIOLENCIA. La escuela sujeta a los niños física, intelectual y moralmente para dirigir el desarrollo de sus facultades en el sentido que se desea, y les priva del contacto de la naturaleza para modelarles a su manera. He ahí la explicación de cuanto dejo indicado: el cuidado que han tenido los gobiernos en dirigir la educación de los pueblos y el fracaso de las esperanzas de los hombres de libertad. Educar equivale actualmente a domar, adiestrar, domesticar. No creo que los sistemas empleados hayan sido combinados con exacto conocimiento de causa para obtener los resultados deseados, pues eso supondría genio; pero las cosas suceden exactamente como si esa educación respondiera a una vasta concepción de conjunto realmente notable: no podría haberse hecho mejor. Para realizarla se han inspirado sencillamente en los principios de disciplina y de autoridad que guían a los organizadores sociales de todos los tiempos, quienes no tienen más que una idea muy clara y una voluntad, a saber: que los niños se habitúen a obedecer, a creer y a pensar según los dogmas sociales que nos rigen. ESTO SENTADO, LA INSTRUCCIÓN NO PUEDE SER MÁS QUE LO QUE ES HOY. NO SE TRATA DE SECUNDAR EL DESARROLLO ESPONTÁNEO DE LAS FACULTADES DEL NIÑO, DE DEJARLE BUSCAR LIBREMENTE LA SATISFACCIÓN DE SUS NECESIDADES FÍSICAS, INTELECTUALES Y MORALES; SE TRATA DE IMPONER PENSAMIENTOS HECHOS; DE IMPEDIRLE PARA SIEMPRE PENSAR DE OTRA MANERA QUE LA NECESARIA PARA LA CONSERVACIÓN DE LAS INSTITUCIONES DE ESTA SOCIEDAD; DE HACER DE ÉL, EN SUMA, UN INDIVIDUO ESTRICTAMENTE ADAPTADO AL MECANISMO SOCIAL.
No se extraña, pues, que semejante educación no tenga influencia alguna sobre la emancipación humana. Lo repito, esa instrucción no es más que un medio de dominación en manos de los directores, quienes jamás han querido la elevación del individuo, sino su servidumbre, y es perfectamente inútil esperar nada provechoso de la escuela de hoy día. Y lo que se ha producido hasta hoy continuará produciéndose en el porvenir; no hay ninguna razón para que los gobiernos cambien de sistema; han logrado servirse de la instrucción en su provecho, así seguirán aprovechándose también de todas las mejoras que se presenten. BASTA QUE CONSERVEN EL ESPÍRITU DE LA ESCUELA, LA DISCIPLINA AUTORITARIA QUE EN ELLA REINA, PARA QUE TODAS LAS INNOVACIONES LES BENEFICIEN. Para que así sea, vigilarán constantemente; téngase la seguridad de ello.
Deseo fijar la atención de los que me leen sobre esta idea: todo el valor de la educación reside en el respeto de la voluntad física, intelectual y moral del niño. Así como en ciencia no hay demostración posible más que por los hechos, así también no es verdadera educación sino la que está exenta de todo dogmatismo, que deja al propio niño la dirección de su esfuerzo y que no se propone sino secundarle en su manifestación. Pero no hay nada más fácil que alterar esta significación, y nada más difícil que respetarla. El educador impone, obliga, violenta siempre; EL VERDADERO EDUCADOR es el que, contra sus propias ideas y sus voluntades, puede defender al niño, apelando en mayor grado a las energías propias del mismo niño.
Por esta consideración puede juzgarse con qué facilidad se modela la educación y cuán fácil es la tarea de los que quieren dominar al individuo. Los mejores métodos que puedan revelárseles, entre sus manos se convierten en otros tantos instrumentos más poderosos y perfectos de dominación. Nuestro ideal es el de la ciencia y a él recurriremos en demanda del poder de educar al niño favoreciendo su desarrollo por la satisfacción de todas sus necesidades a medida que se manifiesten y se desarrollen.
Estamos persuadidos de que la educación del porvenir será una educación en absoluto espontánea; claro está que no nos es posible realizarla todavía, pero la evolución de los métodos en el sentido de una comprensión más amplia de los fenómenos de la vida, y el hecho de que todo perfeccionamiento significa la supresión de una violencia, todo ello nos indica que estamos en terreno verdadero cuando esperamos de la ciencia la liberación del niño. ¿Es éste el ideal de los que detentan la actual organización escolar, es lo que se proponen realizar, aspiran también a suprimir las violencias? NO, sino que emplearán los medios nuevos y más eficaces al mismo fin que en el presente; es decir, a la formación de seres que acepten todos los convencionalismos, todas las mentiras sobre las cuales está fundada la sociedad.
No tememos decirlo: queremos hombres capaces de evolucionar incesantemente; capaces de destruir, de renovar constantemente los medios y de renovarse ellos mismos; hombres cuya independencia intelectual sea la fuerza suprema, que no se sujeten jamás a nada; dispuestos siempre a aceptar lo mejor, dichosos por el triunfo de las ideas nuevas y que aspiren a vivir vidas múltiples en una sola vida. LA SOCIEDAD TEME TALES HOMBRES: NO PUEDE, PUES, ESPERARSE QUE QUIERA JAMÁS UNA EDUCACIÓN CAPAZ DE PRODUCIRLOS.
¿Cuál es, pues, nuestra misión? ¿Cuál es, pues, el medio que hemos de escoger para contribuir a la renovación de la escuela?
Seguiremos atentamente los trabajos de los sabios que estudian el niño, y nos apresuraremos a buscar los medios de aplicar sus experiencias a la educación que queremos fundar, en el sentido de una liberación más completa del individuo. Mas ¿cómo conseguiremos nuestro objeto? Poniendo directamente manos a la obra, favoreciendo la fundación de escuelas nuevas donde en lo posible se establezca este espíritu de libertad que presentimos ha de dominar toda la obra de la educación del porvenir.
Se ha hecho ya una demostración que por el momento puede dar excelentes resultados. Podemos destruir todo cuanto en la escuela actual responde a la organización de la VIOLENCIA, los medios artificiales donde los niños se hallan alejados de la naturaleza y de la vida, la disciplina intelectual y moral de que se sirven PARA IMPONERLE PENSAMIENTOS HECHOS, CREENCIAS QUE DEPRAVAN Y ANIQUILAN LAS VOLUNTADES. Sin temor de engañarnos podemos poner al niño en el medio que le solicita, el medio natural donde se hallará en contacto con todo lo que ama y donde las impresiones vitales reemplazarán a las fastidiosas lecciones de palabras. Si no hiciéramos más que esto, habríamos preparado en gran parte la emancipación del niño.
En tales medios podríamos aplicar libremente los datos de la ciencia y trabajar con fruto.
BIEN SÉ QUE NO PODRÍAMOS REALIZAR ASÍ TODAS NUESTRAS ESPERANZAS; QUE FRECUENTEMENTE NOS VERÍAMOS OBLIGADOS, POR CARENCIA DE SABER, A EMPLEAR MEDIOS REPROBABLES; PERO UNA CERTIDUMBRE NOS SOSTENDRÍA EN NUESTRO EMPEÑO, A SABER: QUE SIN ALCANZAR AÚN COMPLETAMENTE NUESTRO OBJETO, HARÍAMOS MÁS Y MEJOR, A PESAR DE LA IMPERFECCIÓN DE NUESTRA OBRA, QUE LO QUE REALIZA LA ESCUELA ACTUAL. Prefiero la espontaneidad libre de un niño que nada sabe, a la instrucción de palabras y la deformación intelectual de un niño que ha sufrido la educación que se da actualmente.
Lo que hemos intentado en Barcelona, otros lo han intentado en diversos puntos, y todos hemos visto que la obra era posible. Pienso, pues, que es preciso dedicarse a ella inmediatamente. No queremos esperar a que termine el estudio del niño para emprender la renovación de la escuela; esperando, nada se hará jamás. Aplicaremos lo que sabemos y sucesivamente lo que vayamos aprendiendo. Un plan de conjunto de educación racional es ya posible, y en escuelas tales como las concebimos pueden los niños desarrollarse líbres y dichosos, según sus aspiraciones. Trabajaremos para perfeccionarlo y extenderlo.
Tales son nuestros proyectos: no ignoramos lo difícil de su realización; pero queremos comenzarla, persuadidos de que seremos ayudados en nuestra tarea por los que luchan en todas partes para emancipar a los humanos de los dogmas y de los convencionalismos que aseguran la prolongación de la inicua organización social actual.
Francisco Ferrer i Guardia
Es evidente que las demostraciones de la psicología y de la fisiología deben producir importantes cambios en los métodos de educación; que los profesores, en perfectas condiciones para comprender al niño, podrán y sabrán conformar su enseñanza con las leyes naturales. Hasta concedo que esta evolución se realizará en el sentido de la libertad, porque estoy convencido de que la violencia es la razón de la ignorancia, y que el educador verdaderamente digno de ese nombre obtendrá todo de la espontaneidad, porque conocerá los deseos del niño y sabrá secundar su desarrollo únicamente dándole la más amplia satisfacción posible.
Pero en la realidad, no creo que los que luchan por la emancipación humana puedan esperar mucho de ese medio. Los gobiernos se han cuidado siempre de dirigir la educación del pueblo, y saben mejor que nadie que su poder está totalmente basado en la escuela y por eso la monopolizan cada vez con mayor empeño. Pasó el tiempo en que los gobiernos se oponían a la difusión de la instrucción y procuraban restringir la educación de las masas. Esa táctica les era antes posible porque la vida económica de las naciones permitía la ignorancia popular, esa ignorancia que facilitaba la dominación. Pero las circunstancias han cambiado: los progresos de la ciencia y los multiplicados descubrimientos han revolucionado las condiciones del trabajo y de la producción; ya no es posible que el pueblo permanezca ignorante; se le necesita instruido para que la situación económica de un país se conserve y progrese contra la concurrencia universal.
Así reconocido, los gobiernos han querido una organización cada vez más completa de la escuela, no porque esperen por la educación la renovación de la sociedad, sino porque necesitan individuos, obreros, instrumentos de trabajo más perfeccionados para que fructifiquen las empresas industriales y los capitales a ellas dedicados. Y se ha visto a los gobiernos más reaccionarios seguir ese movimiento; han comprendido que la táctica antigua era peligrosa para la vida económica de las naciones y que había que adaptar la educación popular a las nuevas necesidades. Grave error sería creer que los directores no hayan previsto los peligros que para ellos trae consigo el desarrollo intelectual de los pueblos, y que, por tanto, necesitaban cambiar de medios de dominación; y, en efecto, sus métodos se han adaptado a las nuevas condiciones de vida, trabajando para recabar la dirección de las ideas en evolución. Esforzándose por conservar las creencias sobre las que antes se basaba la disciplina social, han tratado de dar a las concepciones resultantes del esfuerzo científico una significación que no pudiera perjudicar a las instituciones establecidas, y he ahí lo que les han inducido a apoderarse de la escuela. Los gobernantes, que antes dejaban a los curas el cuidado de la educación del pueblo, porque su enseñanza, al servicio de la autoridad, les era entonces útil, han tomado en todos los países la dirección de la organización escolar.
El peligro, para ellos, consistía en la excitación de la inteligencia humana ante el nuevo espectáculo de la vida, en que en el fondo de las conciencias surgiera una voluntad de emancipación. Locura hubiera sido luchar contra las fuerzas en evolución; era preciso encauzarlas, y para ello, lejos de obstinarse en antiguos procedimientos gubernamentales, adoptaron otros nuevos de evidente eficacia. No se necesitaba un genio extraordinario para hallar esta solución; el simple curso de los hechos llevó a los hombres del poder a comprender lo que había que oponer a los peligros presentados: fundaron escuelas, trabajaron por esparcir la instrucción a manos llenas y, si en un principio hubo entre ellos quienes resistieron a este impulso, -porque determinadas tendencias favorecían a algunos de los partidos políticos antagónicos -todos comprendieron pronto que era preferible ceder y que la mejor táctica consistía en asegurar por nuevos medios la defensa de los intereses y de los principios. Viéronse, pues, producirse luchas terribles por la conquista de la escuela; en todos los países se continúan esas luchas con encarnizamiento; aquí triunfa la sociedad burguesa y republicana, allá vence el clericalismo. Todos los partidos conocen la importancia del objetivo y no retroceden ante ningún sacrificio para asegurar la victoria. Su grito común es: ¡Por y para la escuela! y el buen pueblo debe estar reconocido a tanta solicitud. Todo el mundo quiere su elevación por la instrucción, y su felicidad por añadidura.
En otro tiempo podían decirle algunos: Esos tratan de conservarte en la ignorancia para mejor explotarte; nosotros te queremos instruido y libre. Al presente eso ya no es posible: por todas partes se construyen escuelas, bajo toda clase de títulos.
En ese cambio tan unánime de ideas, operado entre los directores respecto de la escuela, hallo los motivos para desconfiar de su buena voluntad, y la explicación de los hechos que ocasionan mis dudas sobre la eficacia de los medios de renovación que intentan practicar ciertos reformadores. Por lo demás, esos reformadores se cuidan poco, en general, de la significación social de la educación; son hombres que buscan con ardor la verdad científica, pero que apartan de sus trabajos cuanto es extraño al objeto de sus estudios. Trabajan pacientemente por conocer al niño y llegarán a decirnos -todavía es joven su ciencia- qué métodos de educación son más convenientes para su desarrollo integral.
Pero esta indiferencia en cierto modo profesional, en mi concepto, es perjudicialísima a la causa que piensan servir.
No les considero en manera alguna inconscientes de las realidades del medio social, y sé que esperan de su labor los mejores resultados para el bien general. Trabajando para revelar los secretos de la vida del ser humano, -piensan- buscando el proceso de su desarrollo normal físico y psíquico, impondremos a la educación un régimen que ha de ser favorable a la liberación de las energías. No queremos ocuparnos directamente de la renovación de la escuela; como sabios tampoco lo conseguiremos, porque todavía no sabríamos definir exactamente lo que debiera hacerse.
Procederemos por gradaciones lentas, convencidos de que la escuela se transformará a medida de nuestros descubrimientos, por la misma fuerza de las cosas. Si nos preguntáis cuáles son nuestras esperanzas, nos manifestaremos de acuerdo con vosotros en la provisión de una evolución en el sentido de una amplia emancipación del niño y de la humanidad por la ciencia, pero también en este caso estamos persuadidos de que nuestra obra se prosigue completamente hacia ese objeto y le alcanzará por las vías más rápidas y directas.
Este razonamiento es evidentemente lógico, nadie puede negarlo, y, sin embargo, en él se mezcla una gran parte de ilusión. Preciso es reconocerlo; si los directores, como hombres, tuviesen las mismas ideas que los reformadores benévolos, si realmente les impulsara el cuidado de una organización continua de la sociedad en el sentido de la desaparición progresiva de las servidumbres, podría reconocerse qué los únicos esfuerzos de la ciencia mejorarían la suerte de los pueblos; pero lejos de eso, es harto manifiesto que los que se disputan el poder no miran más que la defensa de sus intereses, que sólo se preocupan de la propia ventaja y de la satisfacción de sus apetitos. Mucho tiempo hace que dejamos de creer en las palabras con que disfrazan sus ambiciones; todavía hay cándidos que admiten que hay en ellos un poco de sinceridad, y hasta imaginan que a veces les impulsa el deseo de la felicidad de sus semejantes; pero éstos son cada vez más raros y el positivismo del siglo se hace demasiado cruel para que puedan quedar dudas sobre las verdaderas intenciones de los que nos gobiernan.
Del mismo modo que han sabido arreglarse cuando se ha presentado la necesidad de la instrucción, para que esta instrucción no se convirtiese en un peligro, así también sabrán reorganizar la escuela de conformidad con los nuevos datos de la ciencia para que nada pueda amenazar su supremacía. Ideas son éstas difíciles de aceptar, pero se necesita haber visto de cerca lo que sucede y cómo se arreglan las cosas en la realidad para no dejarse caer en el engaño de las palabras. ¡Ah! ¡Qué no se ha esperado y espera aún de la instrucción! La mayor parte de los hombres de progreso todo lo esperan de ella, y hasta estos últimos tiempos algunos no han comenzado a comprender que la instrucción sólo produce ilusiones. Cáese en la cuenta de la inutilidad positiva de esos conocimientos adquiridos en la escuela por los sistemas de educación actualmente en práctica; compréndese que se ha esperado en vano, a causa de que la organización de la escuela, lejos de responder al ideal que suele crearse, hace de la instrucción en nuestra época el más poderoso medio de servidumbre en mano de los directores. SUS PROFESORES NO SON SINO INSTRUMENTOS CONSCIENTES O INCONSCIENTES DE SUS VOLUNTADES, formados además ellos mismos según sus principios; desde su más tierna edad y con mayor fuerza que nadie han sufrido la disciplina de su autoridad; son muy raros los que han escapado a la tiranía de esa dominación quedando generalmente impotentes contra ella, porque la organización escolar les oprime con tal fuerza que no tienen más remedio que OBEDECER.
No he de hacer aquí el proceso de esta organización, suficientemente conocida para que pueda caracterizársele con una sola palabra: VIOLENCIA. La escuela sujeta a los niños física, intelectual y moralmente para dirigir el desarrollo de sus facultades en el sentido que se desea, y les priva del contacto de la naturaleza para modelarles a su manera. He ahí la explicación de cuanto dejo indicado: el cuidado que han tenido los gobiernos en dirigir la educación de los pueblos y el fracaso de las esperanzas de los hombres de libertad. Educar equivale actualmente a domar, adiestrar, domesticar. No creo que los sistemas empleados hayan sido combinados con exacto conocimiento de causa para obtener los resultados deseados, pues eso supondría genio; pero las cosas suceden exactamente como si esa educación respondiera a una vasta concepción de conjunto realmente notable: no podría haberse hecho mejor. Para realizarla se han inspirado sencillamente en los principios de disciplina y de autoridad que guían a los organizadores sociales de todos los tiempos, quienes no tienen más que una idea muy clara y una voluntad, a saber: que los niños se habitúen a obedecer, a creer y a pensar según los dogmas sociales que nos rigen. ESTO SENTADO, LA INSTRUCCIÓN NO PUEDE SER MÁS QUE LO QUE ES HOY. NO SE TRATA DE SECUNDAR EL DESARROLLO ESPONTÁNEO DE LAS FACULTADES DEL NIÑO, DE DEJARLE BUSCAR LIBREMENTE LA SATISFACCIÓN DE SUS NECESIDADES FÍSICAS, INTELECTUALES Y MORALES; SE TRATA DE IMPONER PENSAMIENTOS HECHOS; DE IMPEDIRLE PARA SIEMPRE PENSAR DE OTRA MANERA QUE LA NECESARIA PARA LA CONSERVACIÓN DE LAS INSTITUCIONES DE ESTA SOCIEDAD; DE HACER DE ÉL, EN SUMA, UN INDIVIDUO ESTRICTAMENTE ADAPTADO AL MECANISMO SOCIAL.
No se extraña, pues, que semejante educación no tenga influencia alguna sobre la emancipación humana. Lo repito, esa instrucción no es más que un medio de dominación en manos de los directores, quienes jamás han querido la elevación del individuo, sino su servidumbre, y es perfectamente inútil esperar nada provechoso de la escuela de hoy día. Y lo que se ha producido hasta hoy continuará produciéndose en el porvenir; no hay ninguna razón para que los gobiernos cambien de sistema; han logrado servirse de la instrucción en su provecho, así seguirán aprovechándose también de todas las mejoras que se presenten. BASTA QUE CONSERVEN EL ESPÍRITU DE LA ESCUELA, LA DISCIPLINA AUTORITARIA QUE EN ELLA REINA, PARA QUE TODAS LAS INNOVACIONES LES BENEFICIEN. Para que así sea, vigilarán constantemente; téngase la seguridad de ello.
Deseo fijar la atención de los que me leen sobre esta idea: todo el valor de la educación reside en el respeto de la voluntad física, intelectual y moral del niño. Así como en ciencia no hay demostración posible más que por los hechos, así también no es verdadera educación sino la que está exenta de todo dogmatismo, que deja al propio niño la dirección de su esfuerzo y que no se propone sino secundarle en su manifestación. Pero no hay nada más fácil que alterar esta significación, y nada más difícil que respetarla. El educador impone, obliga, violenta siempre; EL VERDADERO EDUCADOR es el que, contra sus propias ideas y sus voluntades, puede defender al niño, apelando en mayor grado a las energías propias del mismo niño.
Por esta consideración puede juzgarse con qué facilidad se modela la educación y cuán fácil es la tarea de los que quieren dominar al individuo. Los mejores métodos que puedan revelárseles, entre sus manos se convierten en otros tantos instrumentos más poderosos y perfectos de dominación. Nuestro ideal es el de la ciencia y a él recurriremos en demanda del poder de educar al niño favoreciendo su desarrollo por la satisfacción de todas sus necesidades a medida que se manifiesten y se desarrollen.
Estamos persuadidos de que la educación del porvenir será una educación en absoluto espontánea; claro está que no nos es posible realizarla todavía, pero la evolución de los métodos en el sentido de una comprensión más amplia de los fenómenos de la vida, y el hecho de que todo perfeccionamiento significa la supresión de una violencia, todo ello nos indica que estamos en terreno verdadero cuando esperamos de la ciencia la liberación del niño. ¿Es éste el ideal de los que detentan la actual organización escolar, es lo que se proponen realizar, aspiran también a suprimir las violencias? NO, sino que emplearán los medios nuevos y más eficaces al mismo fin que en el presente; es decir, a la formación de seres que acepten todos los convencionalismos, todas las mentiras sobre las cuales está fundada la sociedad.
No tememos decirlo: queremos hombres capaces de evolucionar incesantemente; capaces de destruir, de renovar constantemente los medios y de renovarse ellos mismos; hombres cuya independencia intelectual sea la fuerza suprema, que no se sujeten jamás a nada; dispuestos siempre a aceptar lo mejor, dichosos por el triunfo de las ideas nuevas y que aspiren a vivir vidas múltiples en una sola vida. LA SOCIEDAD TEME TALES HOMBRES: NO PUEDE, PUES, ESPERARSE QUE QUIERA JAMÁS UNA EDUCACIÓN CAPAZ DE PRODUCIRLOS.
¿Cuál es, pues, nuestra misión? ¿Cuál es, pues, el medio que hemos de escoger para contribuir a la renovación de la escuela?
Seguiremos atentamente los trabajos de los sabios que estudian el niño, y nos apresuraremos a buscar los medios de aplicar sus experiencias a la educación que queremos fundar, en el sentido de una liberación más completa del individuo. Mas ¿cómo conseguiremos nuestro objeto? Poniendo directamente manos a la obra, favoreciendo la fundación de escuelas nuevas donde en lo posible se establezca este espíritu de libertad que presentimos ha de dominar toda la obra de la educación del porvenir.
Se ha hecho ya una demostración que por el momento puede dar excelentes resultados. Podemos destruir todo cuanto en la escuela actual responde a la organización de la VIOLENCIA, los medios artificiales donde los niños se hallan alejados de la naturaleza y de la vida, la disciplina intelectual y moral de que se sirven PARA IMPONERLE PENSAMIENTOS HECHOS, CREENCIAS QUE DEPRAVAN Y ANIQUILAN LAS VOLUNTADES. Sin temor de engañarnos podemos poner al niño en el medio que le solicita, el medio natural donde se hallará en contacto con todo lo que ama y donde las impresiones vitales reemplazarán a las fastidiosas lecciones de palabras. Si no hiciéramos más que esto, habríamos preparado en gran parte la emancipación del niño.
En tales medios podríamos aplicar libremente los datos de la ciencia y trabajar con fruto.
BIEN SÉ QUE NO PODRÍAMOS REALIZAR ASÍ TODAS NUESTRAS ESPERANZAS; QUE FRECUENTEMENTE NOS VERÍAMOS OBLIGADOS, POR CARENCIA DE SABER, A EMPLEAR MEDIOS REPROBABLES; PERO UNA CERTIDUMBRE NOS SOSTENDRÍA EN NUESTRO EMPEÑO, A SABER: QUE SIN ALCANZAR AÚN COMPLETAMENTE NUESTRO OBJETO, HARÍAMOS MÁS Y MEJOR, A PESAR DE LA IMPERFECCIÓN DE NUESTRA OBRA, QUE LO QUE REALIZA LA ESCUELA ACTUAL. Prefiero la espontaneidad libre de un niño que nada sabe, a la instrucción de palabras y la deformación intelectual de un niño que ha sufrido la educación que se da actualmente.
Lo que hemos intentado en Barcelona, otros lo han intentado en diversos puntos, y todos hemos visto que la obra era posible. Pienso, pues, que es preciso dedicarse a ella inmediatamente. No queremos esperar a que termine el estudio del niño para emprender la renovación de la escuela; esperando, nada se hará jamás. Aplicaremos lo que sabemos y sucesivamente lo que vayamos aprendiendo. Un plan de conjunto de educación racional es ya posible, y en escuelas tales como las concebimos pueden los niños desarrollarse líbres y dichosos, según sus aspiraciones. Trabajaremos para perfeccionarlo y extenderlo.
Tales son nuestros proyectos: no ignoramos lo difícil de su realización; pero queremos comenzarla, persuadidos de que seremos ayudados en nuestra tarea por los que luchan en todas partes para emancipar a los humanos de los dogmas y de los convencionalismos que aseguran la prolongación de la inicua organización social actual.
Francisco Ferrer i Guardia
Tomado
del libro La Escuela Moderna
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NI PREMIO NI CASTIGO
La enseñanza racional
es ante todo un método de defensa contra el error y la ignorancia. Ignorar
verdades y creer absurdos es lo predominante en nuestra sociedad, y a ello se
debe la diferencia de clases y el antagonismo de los intereses con su
persistencia y su continuidad.
Admitida y practicada
la coeducación de niñas y niños y ricos y pobres, es decir, partiendo de la
solidaridad y de la igualdad, no habíamos de crear una desigualdad nueva, y,
por tanto, en la Escuela Moderna no habría premios, ni castigos, ni exámenes en que hubiera alumnos
ensorbebecidos con la nota de sobresaliente, medianías que se
conformaran con la vulgarísima nota de aprobados ni infelices que
sufrieran el oprobio de verse despreciados por incapaces.
Esas diferencias
sostenidas y practicadas en las escuelas oficiales, religiosas e industriales
existentes, en concordancia con el medio ambiente y esencialmente
estacionarias, no podían ser admitidas en la Escuela Moderna, por razones anteriormente expuestas.
No teniendo por objeto una enseñanza determinada,
no podía decretarse la aptitud ni la incapacidad de nadie. Cuando se enseña una ciencia, un arte, una industria, una especialidad;
cualquiera que necesite condiciones especiales, dado que los individuos puedan
sentir una vocación o tener, por distintas causas, tales o cuales aptitudes,
podrá ser útil el examen, y quizá un diploma académico aprobatorio lo mismo que
una triste nota negativa pueden tener su razón de ser, no lo discuto; ni lo
niego ni lo afirmo. Pero en la Escuela Moderna no había tal especialidad; allí ni siquiera se anticipaban aquellas
enseñanzas de conveniencia más urgente encaminadas a ponerse en comunión
intelectual con el mundo; lo culminante de aquella escuela, lo que la
distinguía de todas, aun de las que pretendían pasar como modelos progresivos,
era que en ella se desarrollaban amplísimamente las facultades de la infancia
sin sujeción a ningún patrón dogmático, ni aun lo que pudiera considerarse como
resumen de la convicción de su fundador y de sus profesores, y cada alumno
salía de allí para entrar en la actividad social con la aptitud necesaria para
ser su propio maestro y guía en todo el curso de su vida.
CLARO ES QUE POR INCAPACIDAD RACIONAL DE OTORGAR
PREMIOS, SE CREABA LA IMPOSIBILIDAD DE IMPONER CASTIGOS, y en aquella escuela nadie hubiera pensado en tan dañosas prácticas si
no hubiera venido la solicitud del exterior. Allí venían padres que
profesaban este rancio aforismo: la letra con sangre entra, y me pedían para su
hijo un régimen de crueldad; otros, entusiasmados con la precocidad de su
prole, hubiera querido, a costa de ruegos y dádivas, que su hijo hubiera podido
brillar en un examen y ostentar pomposamente títulos y medallas; pero en aquella escuela no se premió ni castigó a los alumnos, ni se
satisfizo la preocupación de los padres. Al que sobresalía por bondad, por
aplicación, por indolencia o por desorden se le hacía observar la concordancia
o discordancia que pudiera haber con el bien o con el mal propio o el de la
generalidad, y servían de asunto para una disertación a propósito del profesor
correspondiente, sin más consecuencias; y los padres fueron conformándose, poco
a poco, con el sistema, habiendo de sufrir no pocas veces que sus mismos hijos les despojaran de
sus errores y preocupaciones. No obstante, la
rutina surgía a cada punto con pesada impertinencia, viéndome obligado a
repetir mis razonamientos, sobre todo con los padres de los nuevos alumnos que
se presentaban, por lo que publiqué en el Boletín el siguiente escrito:
POR QUÉ LA ESCUELA MODERNA NO CELEBRA
EXAMENES
|
Los exámenes
clásicos, aquellos que estamos habituados a ver a la terminación del año
escolar y a los que nuestros padres tenían en gran predicamento, no dan resultado alguno, y si
lo producen es en el orden del mal.
Estos actos, que se
visten de solemnidades ridículas, parecen ser instituídos solamente para satisfacer el amor
propio enfermizo de los padres, la supina vanidad y el interés egoísta de
muchos maestros y para causar sendas torturas a los niños antes del examen, y después, las consiguientes enfermedades más o menos prematuras.
Cada padre desea
que su hijo se presente en público como uno de los tantos sobresalientes del
colegio, haciendo gala de ser un sabio en miniatura. No le importa que para ello su hijo, por espacio de quince días o un
mes, sea víctima de exquisitos tormentos. Como se juzga por el exterior, se
viene a la consideración que los dichos tormentos no son tales, porque no
dejan como señal el más pequeño rasguño ni la más insignificante cicatriz en
la piel...
|
La inconsciencia en
que se vive con relación a la naturaleza del niño y a lo inicuo de ponerle en
condiciones forzadas para que saque de su flaqueza psicológica fuerzas
intelectuales, sobre todo en la esfera de la memoria, impide a los padres ver
que un rato de satisfacción de amor propio, puede ser la causa, como ha
sucedido muchas veces, de enfermedad, de la muerte moral y material de sus hijos.
A la mayoría de los profesores, por otra parte, estereotipadores de frases hechas, inoculadores
mecánicos, más que padres morales del educando, LO QUE MÁS LES INTERESA EN LOS
EXÁMENES ES SU PROPIA PERSONALIDAD Y SU ESTADO ECONÓMICO; SU OBJETO ES HACER VER A LOS PADRES Y DEMÁS CONCURRENTES A LOS EXÁMENES,
QUE EL ALUMNO, BAJO SU ÉGIDA, SABE MUCHÍSIMO, que sus conocimientos en
extensión y caridad exceden a lo que se podía esperar de sus cortos años y al
poco tiempo que hace ha estado en el colegio de tan meritísimo profesor.
Además de esa miserable vanidad, satisfecha a costa
de la vida moral y física del alumno, se esfuerzan, esos
determinados maestros, en arrancar plácemes del vulgo, de los padres y demás
concurrentes ignaros de lo que pasa en la realidad de las cosas, como un
reclamo eficacísimo que les garantiza el crédito y el prestigio de la Tienda
Escolar.
En crudo, somos adversarios impenitentes de los
indicados exámenes. En el colegio todo tiene que ser efectuado en
beneficio del estudiante. Todo acto que no consiga ese fin debe ser
rechazado como antitético a la naturaleza de una positiva enseñanza. De los exámenes no saca nada bueno y recibe, por el contrario,
gérmenes de mucho malo el alumno. A más de las enfermedades físicas susodichas,
sobre todo las del sistema nervioso y acaso de una muerte temprana, los
elementos morales que inicia en la conciencia del niño ese acto inmoral
calificado de examen son: la vanidad enloquecedora de los altamente
premiados; la envidia roedora y la humillación, obstáculo de sanas iniciativas,
en los que han claudicado; y en unos y en otros, y en todos, los albores de la
mayoría de los sentimientos que forman los matices del egoísmo.
He aquí razonado
nuestro pensamiento por una escritura profesional, en el siguiente artículo
tomado del Boletín : En el número 6, año quinto, del Boletín creí necesario publicar lo siguiente :
EXAMENES Y
CONCURSOS
Al finalizar el año escolar hemos oído, como los años
anteriores, hablar de concursos, de exámenes, de premios. Hemos vuelto a ver
el desfile de niños cargados de diplomas y de volúmenes rojos adornados con
follajes verdes y dorados; hemos pasado revista a la multitud de mamás
angustiadas por la incertidumbre, y de niños aterrorizados por las temibles
pruebas del examen, donde han de comparecer ante un tribunal inflexible a
sufrir tremendo interrogatorio, circunstancias que dan al acto cierta
desdichada analogía con los que se celebran diariamente en la Audiencia
territorial.
Ese es el símbolo de todo el sistema actual de enseñanza.
Porque no se interrumpe solamente nuestro trabajo para
sancionarle por marcas y clasificaciones en una época del año, ni en una edad
de la vida, sino durante todos nuestros años de estudio y para muchas
profesiones durante toda la vida.
Comienza la cosa desde que cumplimos cinco o seis años, cuando
se nos enseña a leer, y en tan tierna edad, se nos obliga a preocuparnos, no
tanto de las historias que ese nuevo ejercicio nos permite conocer, ni el
dibujo más o menos interesante de las letras, como el premio de la lectura
que hemos de disputar; y lo peor es que se nos hace enrojecer de vergüenza si
quedamos rezagados, o se nos infla de vanidad si hemos vencido a los otros,
si nos hemos atraído la envidia y la enemistad de nuestros compañeros.
Mientras estudiábamos gramática, cálculo, ciencia y latín, los
maestros y nuestros padres no descansaban, como impulsados por acuerdo tácito, PROCURANDO PERSUADIRNOS QUE ESTÁBAMOS RODEADOS DE
RIVALES QUE COMBATIR, DE SUPERIORES QUE ADMIRAR O DE INFERIORES QUE
DESPRECIAR. ¿Con qué objeto
trabajamos?, se nos ocurría preguntar alguna vez, y se nos contestaba
que ya obtendríamos el beneficio de nuestros esfuerzos o soportaríamos las
consecuencias de nuestra torpeza; y todas
las excitaciones y todos los actos nos inspiraban la convicción de que si
alcanzásemos el primer puesto, si lográsemos ser más que los otros, nuestros
padres, parientes y amigos, el profesor mismo, nos daría distinguidas
muestras de preferencia. Como
consecuencia lógica, nuestros esfuerzos se dirigían exclusivamente al premio,
al éxito. DE ESE MODO NO SE DESARROLLABA EN NUESTRO SER MORAL MÁS
QUE LA VANIDAD Y EL EGOÍSMO.
La gravedad del mal aumenta considerablemente en la época en
que se entra en la vida. El bachillerato es poco peligroso, pero abre la
puerta a gran número de carreras en que los concurrentes se disputan
cruelmente el derecho a la existencia. Hasta entonces no comprende el joven
que trabaja para sí, que necesita asegurarse por sí mismo su porvenir, y se
convencerá cada vez más que para ello necesita vencer a los otros, ser más
fuerte o más astuto. De semejante concepción se resiente toda la vida social.
Hemos encontrado en
la sociedad hombres de toda condición y de diferentes edades que no hubieran
dado un paso ni hecho el menor esfuerzo si no hubieran tenido la íntima
convicción de que todos sus méritos les serían contados y pagados
íntegramente un día. Los hombres de
gobierno lo saben perfectamente, ya que obtienen tanto de los ciudadanos por
las recompensas, avances, distinciones y condecoraciones que otorgan. Eso es
un resto vivaz del cristianismo. El dogma de la gloria eterna ha inspirado
la Legión de Honor. A cada paso encontramos en la vida premios, concursos,
exámenes y oposición, ¿hay algo más triste, más feo ni más falso? Hay
algo más anormal que el trabajo de preparación de los programas: el exceso de
trabajo moral y físico que tiene por efecto deformar las inteligencias,
desarrollando hasta el exceso ciertas facultades en detrimento de otras que
quedan atrofiadas. El menor reproche que se les pueda dirigir consiste en que
son una pérdida de tiempo, y frecuentemente llega hasta romper las vidas,
hasta prohibir toda otra preocupación personal, familiar o social. Los
candidatos serios no deben aceptar las distracciones artísticas, ni pensar en
el amor, ni interesarse en la cosa pública, so pena de un fracaso. ¿Y qué diremos de las pruebas mismas de los concursos,
que no sea universalmente conocido? No hablaré de las injusticias
intencionales, aunque de ellas puedan citarse ejemplos; basta que la
injusticia sea esencial a la base del sistema. Una nota o una
clasificación dada en condiciones determinadas, sería diferente si ciertas
condiciones cambiasen; por ejemplo, si el jurado fuese otro, si el ánimo del
juez, por cualquier circunstancia, hubiese variado. En este asunto la
casualidad reina como señora absoluta, y la casualidad es ciega. Suponiendo
que se reconociese a ciertos hombres en razón de su edad y de sus trabajos,
el derecho muy contestable de juzgar el valor de otros hombres, de medirle y
sobre todo de comparar entre si los valores individuales, necesitarían aún
estos jueces establecer su veredicto sobre bases sólidas.
En lugar de esto, se reducen al mínimum los elementos de apreciación: un trabajo de
algunas horas, una conversación de algunos minutos, y con esto basta para
declarar si un hombre es más capaz que otro de desempeñar tal función, de
dedicarse a tal estudio, o a tal trabajo.
Reposando sobre la casualidad y la arbitrariedad, los
concursos y los dictámenes que de ellos resultan gozan de un prestigio y de
una autoridad universales, que se imponen, no sólo a los individuos sino también
a sus esfuerzos y a sus trabajos. La misma ciencia se halla diplomada: hay
una ciencia escogida alrededor de la cual no hay sino medianía; únicamente la
ciencia marcada y garantida asegura al hombre que la posee el derecho a
vivir.
Denunciamos con complacencia los vicios de este sistema,
porque en él vemos una herencia del pasado tiránico. Siempre la misma
centralización, la misma investidura oficial.
Séanos permitido
idear sin ser tachados de utopistas, una sociedad en que todos los que
quieran trabajar puedan hacerlo, en que la jerarquía no exista, y en que se
trabaje por el trabajo y por sus frutos legítimos.
Comencemos por
introducir desde la escuela tan saludables costumbres; dedíquense los
pedagogos a inspirar el amor al trabajo sin sanciones arbitrarias, ya que hay
sanciones naturales e inevitables que bastará poner en evidencia. SOBRE TODO EVITEMOS DAR A LOS NIÑOS LA NOCIÓN DE
COMPARACIÓN Y DE MEDIDA ENTRE LOS INDIVIDUOS, PORQUE PARA QUE LOS HOMBRES
COMPRENDAN Y APRECIEN LA DIVERSIDAD INFINITA QUE HAY ENTRE LOS CARACTERES Y
LAS INTELIGENCIAS ES NECESARIO EVITAR A LOS ESCOLARES LA CONCEPCIÓN INMUTABLE
DE BUEN ALUMNO A LA QUE CADA UNO DEBE TENDER, PERO DE LA CUAL SE APROXIMA MÁS
O MENOS CON MAYOR O MENOR MÉRITO.
Suprimamos, pues, en las escuelas las clasificaciones,
los exámenes, las distribuciones de premios y las recompensas de toda clase.
Este será el principio práctico.
Emilia Boivin.
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NO MÁS CASTIGOS
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Recibimos
frecuentes comunicaciones de Centros obreros instructivos y Fraternidades
republicanas, quejándose de algunos profesores, que castigan a los niños en
sus escuelas.
Nosotros mismos
hemos tenido el disgusto de presenciar, en nuestras cortas y escasas
excursiones, pruebas materiales del hecho que motiva la queja, viendo niños
de rodillas o en otras actitudes forzadas de castigo.
Esas prácticas
irracionales y atávicas han de desaparecer; la Pedagogía moderna las rechaza
en absoluto.
Los profesores que
se ofrecen a la Escuela Moderna y solicitan su recomendación para ejercer la
profesión en las escuelas similares, han de renunciar a todo castigo material
y moral, so pena de quedar descalificados para siempre. La severidad gruñona,
la impaciencia, la ira rayan a veces hasta la sevicia y han debido
desaparecer con el antiguo dómine. EN LAS ESCUELAS LIBRES TODO HA DE SER PAZ, ALEGRÍA Y CONFRATERNIDAD.
Creemos que este
aviso bastará para desterrar en lo sucesivo tales prácticas, impropias de
personas que han de tener por único ideal la formación de una generación apta
para establecer una sociedad verdaderamente fraternal, solidaria y justa.
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Civilización y confusión
Hay que respetar a las personas, no a las ideas
CARNE DE SECTA
Por Acratosaurio Rex
Hay un tipo de persona que, por motivos misteriosos, va buscando la certeza en lugar de habitar en la duda. La duda no le gusta, necesita la respuesta en torno al «¿Qué coño soy yo?»… Hay algunos de esos absolutistas del pensamiento, que en lugar de trabajar duro para el Templo, acaba en un movimiento revolucionario.
Hay un tipo de persona que, por motivos misteriosos, va buscando la certeza en lugar de habitar en la duda. La duda no le gusta, necesita la respuesta en torno al «¿Qué coño soy yo?»… Hay algunos de esos absolutistas del pensamiento, que en lugar de trabajar duro para el Templo, acaba en un movimiento revolucionario.
A una parte de la Humanidad, las
preguntas trascendentes se la pelan. Si un minero del estaño se pregunta el
«qué cojones hago aquí», la respuesta inmediata sube a sus labios: «hago el
puto gilipollas picando piedra por un pinche sueldo de mierda, no sé bien por
qué, o sí lo sé... ¡joder!».
Evidentemente, puede haber
mineros que acaben en sectas evangélicas, leyendo los oscuros pasajes de la
Biblia (más oscuros que la mina), y siguiendo al pastor como borregos. Son los
mineros necesitados de certeza, los que no quieren preguntas sin respuesta. Y
hay algunos fans que en lugar de cotizar los domingos para La Minúscula Y
Verdadera, acaban en un movimiento revolucionario.
El pueblo obrero mira muy
escéptico las Grandes Cuestiones. Sartre ni le parece bien, ni le parece mal.
Hay bomberos, por supuesto, que leen a Sartre, y amas de casa que se lo pasan
pipa con Diógenes. Yo diría que son los menos, pero eso no importa, porque lo
interesante es que los bomberos sartrianos, y las amas de casa quinistas, son
personas que disfrutan en la duda, alejadas de la certeza, están a salvo cuando
la pareja de Testigos llama a la puerta. Lamentablemente, hay carne de secta,
que acaba en un movimiento revolucionario.
Los sectarios a la caza buscan a
alguien angustiado, al que puedan aliviar su vacío existencial con la lectura
del Libro Que Sabe Todas las Cosas. Todo está dicho, todo está escrito… Hay
humanos que necesitan un libro que no genere dudas así se levante la montaña, y
que acaba en un movimiento revolucionario.
La secta es eterna, inmutable
como el rostro de Dios, resiste la prueba. La fe, más fuerte que la roca, es
impenetrable a la duda. Si un hecho, si una
evidencia, si una prueba socava el edificio, el fanático pensará: «mi Dios me
pone a prueba, mi Dios ha elegido el cáncer de cerebro para llevarse a mi hijo
para Su Gloria». Desgraciadamente hay sectarios de ese tipo, que
antes de ser alistados por fanáticos religiosos, políticos y económicos, acaban
en un movimiento revolucionario.
La duda se extiende, crea la
zozobra, rompe los mejores planes. El militante se detiene ante ella,
reflexiona y decide sabiendo (seguramente) que lo que pasará a continuación…,
será una sorpresa. El revolucionario vive en la indeterminación que le
proporciona la libertad, a veces bella, a veces angustiosa. Por eso los
sectarios carentes de dudas, amigos y amigas anarquistas, no pintan nada en un
movimiento revolucionario.
Sectario: reconócete a ti mismo y
ábrete a la duda. Lo que es de uno es de todos, lo que es de todos es de nadie,
lo que es de nadie es de uno.
Por José
Steinsleger
Internet es una tecnología y Facebook un programa que la usa.
Internet es una tecnología y Facebook un programa que la usa.
Las tecnologías surgen de equis
necesidad, y los programas, de equis propósito.
Si de veras necesitamos
de muchos amigos, si realmente nos resulta indispensable localizar a
la novia de ayer o al compañerito de primaria, adelante…
¡Facebook!
Cuando siendo adolescente pateaba las calles de una gran ciudad y ejercitaba la concentración mental para asesinar al director de mi escuela, solía detenerme en los escaparates de las librerías. Un libro que estaba en todas llamaba mi atención: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie.
A pesar del exultante cintillo que lo recomendaba (¡millones de copias vendidas!), nunca lo compré. Me bastó abrirlo y leer la primera recomendación para constatar que la obra iba contra mis ideales: No critique, ni condene, ni se queje.
En el ciberespacio hay redes y… telarañas. Internet es una red (de redes), y Facebook una telaraña (de personas).
Cuando siendo adolescente pateaba las calles de una gran ciudad y ejercitaba la concentración mental para asesinar al director de mi escuela, solía detenerme en los escaparates de las librerías. Un libro que estaba en todas llamaba mi atención: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie.
A pesar del exultante cintillo que lo recomendaba (¡millones de copias vendidas!), nunca lo compré. Me bastó abrirlo y leer la primera recomendación para constatar que la obra iba contra mis ideales: No critique, ni condene, ni se queje.
En el ciberespacio hay redes y… telarañas. Internet es una red (de redes), y Facebook una telaraña (de personas).
Internet vincula, Facebook
captura.
Ambos sistemas enlazan. Sólo que
Internet fue diseñada con fines públicos y Facebook, así
como el libro de Carnegie, manipula lo público con fines privados.
¿Qué ideología profesaban los jóvenes de la Universidad de Stanford que a finales de los sesenta exploraban las potencialidades de la red? Digamos que el proverbial pragmatismo de la elitista democracia yanqui los invitó a responder una puntual petición del Pentágono: crear un sistema de comunicación descentralizado, capaz de resistir un ataque nuclear.
Como el proyecto no mencionaba que el sistema evitara la censura (o que se inspirara en la igualdad de derechos entre las fuentes de información), el Estado no reparó si los investigadores apoyaban la guerra de Vietnam o acudían a recitales para cantarle We shall overcome a Ronald Reagan, gobernador de California. Licencias del american way, que no volverán.
Internet fue concebida con el espíritu desinteresado de una comunidad de científicos, y Facebook surgió de la traición de Mark Zuckerberg a los amigos que, junto con él, diseñaron el programa para hacer amigos. Una historia que Ben Mezrich contó en Multimillonarios por accidente(Planeta, 2010) y que los reacios a la lectura pueden apreciar en La red social, la buena y simplona película de David Fincher (2010).
Zuckerberg es el dueño de Facebook (el hombre del año según la cavernícola revista Time), y Peter Thiel (inventor del sistema de pago electrónico PayPal) opera como piedra angular de su ideología. Por motivos de espacio, remito a Google el perfil de este ciberdinosaurio del mal. De mi lado, me detengo en René Girard (1925), filósofo y antropólogo francés, y alter ego de Peter Thiel.
En julio de 2008, en una revista de la derecha mexicana que presume de libre (y no menos manipuladora que Time), se dijo que “…la teoría antropológica de René Girard empieza a ser considerada la única (sic) explicación convincente sobre los orígenes de la cultura”. ¿Cuál sería esta ignota teoría? Nada menos que la vapuleada mímesis del deseo que, según Girard, configuramos gracias a los deseos de los demás.
Las piruetas intelectuales de Girard rinden tributo a sicólogos racistas, como Gustave Le Bon (1841-1931), y encajan en la mentalidad de tipos como Thiel: la gente es esencialmente borrega y se copia una a otra sin mucha reflexión. El sitio Resistencia Digital (RD) puso el ejemplo de la burbuja financiera: cuando Bill Gates compró parte de las acciones de Facebook, los tigres de Wall Street dedujeron que valía 15 veces más.
El segundo inversionista de Facebook se llama Jim Breyer (miembro de la junta de Walmart) y el tercero es Howard Cox, de In-Q-Tel, ala de inversión en capital de riesgo de la CIA. El Proyecto Censurado (iniciativa de la Universidad de Sonoma State, California, que ventila los temas que ocultan los medios) dice que la FBI recurre a Facebook en remplazo de los Infragard creados durante el primer gobierno de W. Bush: 23 mil microcomunidades o células de pequeños comerciantes patrióticos, que ofrecen los perfiles sicopolíticos de su clientela.
Facebook y su experimento de manipulación global acabaron con las teorías conspirativas. Por izquierda y derecha, millones de personas, que en principio estiman la democracia y la libertad (valores que para Thiel son incompatibles), parecen no reparar en que la privacidad es un derecho humano básico.
Atrapados en la cultura neoliberal (auténtica red de redes), gobiernos, instituciones y usuarios le entregan a Facebook redes de contacto, relaciones, nombres, apellidos y fotografías que se prestan al reconocimiento facial, la geolocalización móvil, la estadistica ideológica y los perfiles de mercado y sicológicos.
En ese sentido, Facebook es un subproducto ideológico de la imparable metástasis totalitaria que se expande en Estados Unidos.
¿Qué ideología profesaban los jóvenes de la Universidad de Stanford que a finales de los sesenta exploraban las potencialidades de la red? Digamos que el proverbial pragmatismo de la elitista democracia yanqui los invitó a responder una puntual petición del Pentágono: crear un sistema de comunicación descentralizado, capaz de resistir un ataque nuclear.
Como el proyecto no mencionaba que el sistema evitara la censura (o que se inspirara en la igualdad de derechos entre las fuentes de información), el Estado no reparó si los investigadores apoyaban la guerra de Vietnam o acudían a recitales para cantarle We shall overcome a Ronald Reagan, gobernador de California. Licencias del american way, que no volverán.
Internet fue concebida con el espíritu desinteresado de una comunidad de científicos, y Facebook surgió de la traición de Mark Zuckerberg a los amigos que, junto con él, diseñaron el programa para hacer amigos. Una historia que Ben Mezrich contó en Multimillonarios por accidente(Planeta, 2010) y que los reacios a la lectura pueden apreciar en La red social, la buena y simplona película de David Fincher (2010).
Zuckerberg es el dueño de Facebook (el hombre del año según la cavernícola revista Time), y Peter Thiel (inventor del sistema de pago electrónico PayPal) opera como piedra angular de su ideología. Por motivos de espacio, remito a Google el perfil de este ciberdinosaurio del mal. De mi lado, me detengo en René Girard (1925), filósofo y antropólogo francés, y alter ego de Peter Thiel.
En julio de 2008, en una revista de la derecha mexicana que presume de libre (y no menos manipuladora que Time), se dijo que “…la teoría antropológica de René Girard empieza a ser considerada la única (sic) explicación convincente sobre los orígenes de la cultura”. ¿Cuál sería esta ignota teoría? Nada menos que la vapuleada mímesis del deseo que, según Girard, configuramos gracias a los deseos de los demás.
Las piruetas intelectuales de Girard rinden tributo a sicólogos racistas, como Gustave Le Bon (1841-1931), y encajan en la mentalidad de tipos como Thiel: la gente es esencialmente borrega y se copia una a otra sin mucha reflexión. El sitio Resistencia Digital (RD) puso el ejemplo de la burbuja financiera: cuando Bill Gates compró parte de las acciones de Facebook, los tigres de Wall Street dedujeron que valía 15 veces más.
El segundo inversionista de Facebook se llama Jim Breyer (miembro de la junta de Walmart) y el tercero es Howard Cox, de In-Q-Tel, ala de inversión en capital de riesgo de la CIA. El Proyecto Censurado (iniciativa de la Universidad de Sonoma State, California, que ventila los temas que ocultan los medios) dice que la FBI recurre a Facebook en remplazo de los Infragard creados durante el primer gobierno de W. Bush: 23 mil microcomunidades o células de pequeños comerciantes patrióticos, que ofrecen los perfiles sicopolíticos de su clientela.
Facebook y su experimento de manipulación global acabaron con las teorías conspirativas. Por izquierda y derecha, millones de personas, que en principio estiman la democracia y la libertad (valores que para Thiel son incompatibles), parecen no reparar en que la privacidad es un derecho humano básico.
Atrapados en la cultura neoliberal (auténtica red de redes), gobiernos, instituciones y usuarios le entregan a Facebook redes de contacto, relaciones, nombres, apellidos y fotografías que se prestan al reconocimiento facial, la geolocalización móvil, la estadistica ideológica y los perfiles de mercado y sicológicos.
En ese sentido, Facebook es un subproducto ideológico de la imparable metástasis totalitaria que se expande en Estados Unidos.
En lugar de las ambidextras
obsesiones del púdico George Orwell, Facebook se nutre de la profecía que Jack
London describió en El talón de hierro (1908): la instauración de un
Estado policiaco, plagado de alcahuetes anónimos.
La gran mayoría de lxs Maestrxs son culpables¡
Sólo hay cooperación y afecto cuando se desecha la autoridad.
«Someterse a la autoridad tiene muchas ventajas si se piensa en términos de ganancias y motivos personales; pero una educación basada en la prosperidad y el beneficio personales sólo puede edificar una estructura social caracterizada por la competencia, el antagonismo y la crueldad. Esta es la clase de sociedad en que hemos sido educados, y son evidentes nuestra animosidad y confusión.
Se nos ha enseñado a doblegarnos ante la autoridad de un maestro, de un libro, de un partido, porque es provechoso hacerlo así. Los especialistas en todos los compartimentos de la vida, desde el sacerdote hasta el burócrata, ejercen su autoridad y nos dominan; pero ningún maestro ni ningún gobierno que usen la fuerza, podrán jamás crear el espíritu de cooperación en la vida de relación, que es esencial para el bienestar de la sociedad.
Si hemos de tener verdaderas relaciones humanas los unos con los otros, no debe haber compulsión, ni siquiera persuasión. ¿Cómo puede haber afecto y cooperación genuinos entre los que están en el poder y los que están sometidos a ese poder? Mediante la consideración desapasionada de esta cuestión de la autoridad y sus muchas implicaciones, a través de la observación de que el mismo deseo de poder es en sí destructivo, surge enseguida una comprensión espontánea de todo el proceso de la autoridad. Desde el momento en que desechamos la autoridad, estamos en consorcio con los demás, y sólo entonces es que hay cooperación y afecto».
La lotería funciona como metáfora de este mundo conformista de supuestas posibilidades al alcance de todo el mundo.
«La lotería funciona como metáfora de este mundo conformista de supuestas posibilidades al alcance de todo el mundo. Con la suerte en la lotería cualquiera puede ganar y acceder al tren de vida de los ricos. Que la probabilidad sea escasa resulta secundario: lo que cuenta es que hay, efectivamente, alguna posibilidad y que, por tanto, se puede alimentar la ilusión. Como dice Balzac en 'La rabouillenuse' a propósito de la lotería semanal, mientras el jugador espera el sorteo, el billete de lotería le ha hecho feliz durante cinco días de la semana y le ha entregado idealmente todas las maravillas de la civilización:
'Esta pasión, tan universalmente condenada, no ha sido nunca objeto de estudio. Nadie ha visto en ella el opio de la miseria. Acaso la lotería, el hada más poderosa del mundo, no alimenta esperanzas mágicas? El gira de la ruleta, que hacía vislumbrar a los jugadores enormes cantidades de oro y objetos de goce, no duraba más que un destello: en cambio la lotería daba cinco días de existencia a ese destello. ¿Cuál es la potencia social que a cambio de cuatro chavos puede haceros felices durante cinco días y entregaros ídealmente todas las maravillas de la civilización?.'
Siempre hay alguien a quien le toca el premio, y la posibilidad se realiza, mostrando que el azar puede beneficiar a cualquiera y, en su caso, corregir la distribución aleatoria de los individuos en la escala social. El sueño del enriquecimiento funciona como un consuelo. Así los jugadores de azar alimentan la ilusión de la movilidad vertical y de la igualdad de oportunidades.
[...]
La lotería, además, transmite la idea de que la riqueza no es fruto del trabajo colectivo sino algo que está ahí, disponible, sin que importe cuál sea su origen, y susceptible de ser apropiado individualmente –como ocurre también con la operación especulativas o las grandes estafas-. Este significado metafórico se acentúa cuando las sumas que se pueden ganar con la lotería dejan de ser sumas modestas y alcanzan dimensiones desmesuradas».
Arruinar un sitio es la única forma de salvarlo.
«Al ritmo que está llegando la gente a la isla, más y más cada verano, cada vez todo está más sucio. El agua limpia se está acabando. Pero porsupuesto, no se puede parar ese crecimiento. Es antiamericano. Es egoísta. Es tiránico. Maligno. Todos los niños tienen derecho a vivir. Todo el mundo tiene derecho a vivir donde se lo pueda permitir. Tenemos derecho a buscarla felicidad allí donde podamos llegar en coche, en avión o en barco, y aperseguirla. Si llega demasiada gente a un sitio, claro, lo estropean, pero así es el sistema de cheques y balances, la forma que tiene el mercado de ajustarse.
De esta forma, arruinar un sitio es la única forma de salvarlo. Hay que hacer que al mundo de fuera le parezca horrible».
Una Centésima de Segundo
Las sociedades hedonistas son sociedades sin conciencia.
El Siglo del Yo
MATRIMONIO Y AMOR
(Emma Golgman)
Existe un concepto generalizado acerca del matrimonio y el amor, y es que son sinónimos, que surgen por los mismos motivos o causas y cubren las mismas necesidades humanas. Como muchos de los pareceres del sentido común, éste no descansa sobre hechos reales, sino sobre supersticiones.
Matrimonio y amor no tienen nada en común; están tan
lejos el uno del otro como los dos polos; son, en realidad, antagonistas. Sin
duda hay algunos matrimonios que han sido resultado del amor. No tanto porque
el amor pueda imponerse sólo a través del matrimonio, sino más bien porque son
pocos quienes pueden liberarse por completo de la norma establecida. Existe hoy
en día un gran número de mujeres y hombres para quienes el matrimonio no es
nada más que una absurda comedia a la que se someten en aras de la opinión
pública. De cualquier modo, si bien es cierto que algunos matrimonios están
basados en el amor, y siendo igualmente cierto que en algunos casos el amor se
prolonga en la vida matrimonial, yo sostengo que lo hace a pesar de, y no
gracias a, el matrimonio.
Por otro lado, es totalmente falso que el amor sea
consecuencia del matrimonio. En alguna rara ocasión llega a nuestros oídos el
caso milagroso de una pareja de casados que se enamora después del matrimonio,
pero si nos remitimos a una mirada detenida, encontraremos que se trata de una
mera adaptación a lo inevitable. Ciertamente el acostumbramiento del uno al
otro está muy lejos de la espontaneidad, intensidad y belleza del amor, sin las
cuales la intimidad del matrimonio debe resultar degradante tanto para la mujer
como para el hombre.
El matrimonio es ante todo un arreglo económico, un
contrato de seguros, que sólo se distingue de un contrato normal de seguro de
vida en que obliga más y exige más. Sus beneficios son insignificantemente
pequeños si se los compara con la inversión hecha. Al contratar una póliza de
seguros, pagamos por ella, quedando siempre en libertad de interrumpir los
pagos. Sin embargo, si la prima de una mujer es un marido, ella tendrá que
pagar por esa prima con su nombre, su privacidad, su autoestima, su vida misma,
"hasta que la muerte los separe". Más aún, el seguro matrimonial la
condena a una dependencia de por vida, al parasitismo, a la completa
inutilidad, tanto individual como social. También el hombre paga su peaje, pero
como su mundo es más amplio, el matrimonio no lo limita tanto como a la mujer.
Siente sus grilletes más que nada en el aspecto económico.
Las palabras de Dante sobre el Infierno se aplican
con igual fuerza al matrimonio: "Aquél que entra aquí deja atrás toda
esperanza".
Que el matrimonio es un fracaso es algo que nadie,
excepto los más obtusos, podría negar. Basta echar una mirada sobre las
estadísticas de divorcio para darnos cuenta de cuán amargo puede ser realmente
un matrimonio fracasado. Ni podrá hacerlo tampoco el estereotipado y filisteo
argumento de que la permisividad de las leyes de divorcio y la creciente
libertad de la mujer justifican el hecho de que: primero, uno de cada
doce matrimonios termina en divorcio; segundo, desde 1870 los divorcios han
aumentado de 28 a 73 por cada cien mil personas; tercero, que desde 1867, el
adulterio, como motivo de divorcio, se ha incrementado 270,8 por ciento;
cuarto, que el abandono conyugal se incrementó en 369,8 por ciento.
Súmese a estos alarmantes trazos iniciales todo un
vasto acopio de material, dramático y literario, que aclara aún más este tema.
Robert Herrich en Together [Juntos], Pinedo en Mid-Channel [En
medio del canal], Eugene Walter en Paid in Full [Pagado en su
totalidad], y muchísimos otros escritores que examinan la esterilidad, la
monotonía, la sordidez, la insuficiencia del matrimonio como elemento de
comprensión y armonía.
El estudioso de lo social que reflexione no se
conformará con la superficialidad vulgar de la justificación para este
fenómeno. Tendrá que profundizar muchísimo en las vidas mismas de los sexos
para saber por qué el matrimonio resulta ser tan desastroso.
Edward Carpenter dice que detrás de cada matrimonio
está el entorno, de toda una vida, de los dos sexos; entornos tan distintos
entre ellos que el hombre y la mujer tendrán que seguir siendo extraños.
Separados por una insalvable muralla de supersticiones, costumbres y hábitos,
el matrimonio no tiene la potencialidad de desarrollar el conocimiento mutuo y
el respeto por el otro, sin los cuales toda unión está condenada al fracaso.
Henrik Ibsen, que detestaba toda simulación social,
fue probablemente, el primero en darse cuenta de esta gran verdad. Nora
abandona a su esposo, no porque esté cansada de sus responsabilidades ni porque
sienta la necesidad de reivindicar los derechos de la mujer -como lo diría una
crítica torpe e inepta-, sino porque se hace consciente de que durante ocho
años ha vivido con un desconocido y ha parido sus hijos. ¿Puede haber algo más
humillante, más degradante que una proximidad de por vida entre dos
desconocidos? Nada necesita saber la mujer del hombre, excepto sus ingresos. En
cuanto al conocimiento de la mujer --¿es que hay que conocer algo, aparte de su
agradable apariencia? No hemos superado aún el mito teológico sobre la carencia
de alma de la mujer, donde ella es un mero apéndice del hombre, sacada de su
costilla para beneficio del señor, un señor con tanta fortaleza que temía a su
propia sombra.
Tal vez la baja calidad del material del cual
proviene la mujer sea responsable de su inferioridad. De cualquier modo, la
mujer no tiene alma…¿qué hay que saber sobre ella? Además, mientras menos alma
tenga una mujer, mayores serán sus activos como esposa y más fácilmente se
asimilará a su marido. Es esta esclavitud resignada a la superioridad del
hombre la que ha mantenido la institución conyugal aparentemente intacta por
tanto tiempo. Ahora que la mujer está haciéndose dueña de sí misma, ahora que se
está tomando a sí misma como ser independiente de la gracia de su dueño, la
sagrada institución del matrimonio se ve gradualmente minada, y no habrá
lamento sentimentaloide alguno que pueda mantenerla en pie.
Prácticamente desde su misma infancia se le dirá a
cualquier niña común y corriente que el matrimonio ha de ser su objetivo final,
y por eso, su preparación y educación irán directamente enfocadas a esa meta.
Así como a la callada bestia se la engorda para el matadero, a ella se la
preparará para eso. Pero, extrañamente, se le permitirá saber mucho menos de su
función como madre y esposa que lo que sabe el artesano más común de su oficio.
Es indecente y asqueroso que una chica respetable sepa algo de la relación
marital. Ah, cuánta inconsistencia en la respetabilidad, que necesita de los
votos matrimoniales para transformar algo asqueroso en el más puro y sagrado
acuerdo, al que nadie osaría cuestionar o criticar. Sin embargo, esa es
exactamente la actitud del defensor promedio de la institución matrimonial. La
futura esposa y madre, preservada en una ignorancia completa de aquello donde
radica su único valor en el campo competitivo, …el sexo. De este modo, entra en
una relación con un hombre, relación que durará toda la vida, sólo para
encontrar que se siente conmocionada, disgustada y ofendida más allá de todo
límite, por el más natural y saludable de los instintos, el sexo. Valga decir
que un gran porcentaje de la infelicidad, tristeza, angustia y sufrimiento
físico que se padecen en el matrimonio se debe a una ignorancia criminal sobre
materias sexuales, lo que es ensalzado como una gran virtud. No es en absoluto
una exageración cuando digo que más de un hogar se ha roto por este hecho
deplorable.
Por el contrario, si la mujer es libre y lo
suficientemente capaz como para aprender los misterios del sexo sin la sanción
del Estado o la Iglesia, quedará condenada como totalmente inadecuada para
convertirse en la esposa de un "buen" hombre, significando por
"bueno" una cabeza vacía y dinero en abundancia. ¿Puede haber algo
más violento que la idea de que una mujer adulta, saludable, llena de vida y
pasión, tenga que negar las exigencias de la naturaleza, reprimir sus deseos
más intensos, minar su salud y quebrantar su espíritu, atrofiar su imaginación,
abstenerse de las profundidades y glorias de la experiencia sexual hasta que un
hombre "bueno" llegue a su lado para tomarla como esposa? Esto es
precisamente lo que significa el matrimonio. ¿Cómo puede acabar un arreglo tal,
que no sea en fracaso? Este es un factor en el matrimonio, y no es el menos
importante, que lo diferencian del amor.
Nuestros tiempos son de pragmatismo. El tiempo en
que Romeo y Julieta desafiaban la ira de sus padres por amor, en que Gretchen
se autoexpuso al chismorreo de sus vecinos por amor, no lo era. Si en alguna
rara ocasión los jóvenes se permiten el lujo del romance, son rescatados por
sus mayores, que les enseñan y disciplinan hasta que se pongan
"razonables"
.
La lección moral que se inculca a la niña no es que
un hombre la despierte al amor, si no más bien: "¿Cuánto?" El único y
fundamental Dios de la vida práctica americana es: ¿Puede el hombre ganarse el
sustento? ¿Puede mantener a una esposa? Eso es lo único que justifica el
matrimonio. Gradualmente esto va impregnando cada pensamiento de la chica; sus
sueños no son de luz de luna y besos, de risas y lágrimas; sueña con salidas de
compras y mostradores de gangas. Esta pobreza espiritual y sordidez son los
elementos inherentes a la institución matrimonial. El Estado y la Iglesia no
aprueban otro ideal, simplemente porque éste es el único que necesitan el
Estado y la Iglesia para el control de hombres y mujeres.
Sin duda que hay personas que siguen considerando el
amor por encima del dinero. Y esto es especialmente cierto para aquel grupo
cuyas necesidades económicas le han obligado a hacerse económicamente
independiente. El tremendo cambio en la posición de la mujer, forjado por ese
poderoso factor, es verdaderamente espectacular, cuando reflexionamos en el
corto tiempo transcurrido desde que entró al terreno industrial. Seis millones
de mujeres asalariadas; seis millones de mujeres que tienen el mismo derecho
que los hombres a ser explotadas, a ser robadas, a ir a huelga, y siempre, a
morirse de hambre. ¿Algo más, mi señor? Sí, seis millones de mujeres de todas
las edades en cada esfera, desde el más elevado trabajo intelectual hasta la
más difícil labor rutinaria en las minas y en las vías del ferrocarril. Sí,
incluso detectives y policías. Sin duda, la emancipación es completa.
Pero a pesar de todo esto, sólo un número muy
reducido del enorme ejército de mujeres asalariadas consideran el trabajo como
cuestión permanente, con la misma perspectiva que lo hace el hombre. No importa
cuán decrépito esté, se le ha programado para ser autónomo e independiente
económicamente.. Sí, sí, ya sé que nadie es realmente independiente en nuestra
rutina económica; pero aún así, aún el más insignificante espécimen de hombre
odia, de todos modos, ser un parásito, ser conocido como tal.
La mujer considera su condición de trabajadora como
transitoria, pudiendo ser echada a un lado por el primer postor. Esta es la
razón por la cual es extremadamente más difícil organizar a las mujeres que a
los hombres, "¿Por qué tendría yo que incorporarme a un sindicato? Me voy
a casar, voy a tener un hogar". ¿No se le ha enseñado desde la infancia a
considerar esta idea como su más profunda vocación? Aprende, demasiado bien y
pronto, que el hogar, aunque no sea una prisión tan grande como la fábrica,
tiene puertas y barrotes más sólidos, con un guardián tan leal que nada podrá
escapársele. La parte más trágica es, no obstante, que el hogar no la libera de
la esclavitud salarial; sólo aumenta sus tareas.
De acuerdo a las últimas estadísticas presentadas a
una comisión "sobre trabajo y salario y hacinamiento de la
población", el diez por ciento de las trabajadoras asalariadas, sólo de la
ciudad de Nueva York, son casadas, y aún así, tienen que seguir trabajando en
tareas que son las peor pagadas en el mundo. Agreguemos a este horrible aspecto
las fatigosas tareas domésticas, y ¿qué queda entonces de la protección y
esplendor del hogar? De hecho, aún las chicas de clase media casadas no pueden
hablar de su hogar, ya que es el hombre quien crea todo lo que la rodea. No es
relevante que el esposo sea un bruto o un encanto. Lo que yo quisiera demostrar
es que el matrimonio le garantiza a la mujer un hogar sólo por gracia de su
marido. Allí ella se mueve en el hogar de él, año tras año, hasta que su visión
de la vida y de los temas humanos pasa a ser tan plana, estrecha y monótona
como su entorno. No puede sorprender que se transforme en una amargada,
mezquina, pendenciera, chismosa, insoportable, que aleja al hombre del hogar.
No podrá irse, aunque lo desease; no existe lugar donde ir. Además, el corto
período de vida matrimonial, de renuncia completa a todas su propias
facultades, incapacita totalmente a una mujer común y corriente para actuar en
el mundo exterior. Se volverá descuidada en su apariencia, torpe en sus
movimientos, dependiente en sus decisiones, cobarde en sus juicios, una carga y
una lata, que provocará en la mayoría de los hombres odio y desprecio. Una
atmósfera maravillosamente inspiradora para dar vida ¿no es así?
Y en cuanto al niño, ¿cómo podrá ser protegido, si
no es por el matrimonio? Después de todo ¿no es esa la consideración más
importante? ¡Cuánto simulacro, cuánta hipocresía hay en esto! El matrimonio
protegiendo a la infancia, con miles de niños desamparados y abandonados. El
matrimonio protegiendo a la infancia, cuando los orfelinatos y reformatorios
están sobrepoblados, y la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los
Niños debe ocuparse en rescatar a las pequeñas víctimas de sus
"amantes" padres, para entregarlos a un cuidado más cariñoso, la Sociedad
Gerry. ¡Es una burla todo esto!
El matrimonio tiene la facultad y el poder de
"llevar el caballo al agua" pero, ¿lo ha hecho beber alguna vez? La
ley pondrá al padre bajo arresto, y le vestirá con ropas de convicto; ¿pero ha
calmado esto, alguna vez, el hambre del niño? Si el padre no tiene trabajo, o
esconde su identidad ¿qué hará el matrimonio entonces? Invocar a la ley para
traer al hombre ante la "justicia", y ponerlo a salvo detrás de
puertas cerradas; pero el trabajo que realice ese padre no va a beneficiar al
niño sino al Estado. El niño recibe tan sólo una memoria marchita del traje a
rayas de su padre.
En cuanto a la protección de la mujer, ahí radica lo
peor del matrimonio. No es que realmente la proteja, pero la idea misma es en
sí tan ofensiva, tal ultraje e insulto a la vida, tan degradante de la dignidad
humana, como para condenar para siempre a esta institución parasitaria.
Es como aquella otra disposición paternalista…el
capitalismo, que priva al hombre de su patrimonio, impide su desarrollo,
envenena su cuerpo, lo mantiene en la ignorancia, en la pobreza y en la
dependencia, y termina instituyendo instituciones benéficas que sacan provecho
hasta del último vestigio del amor propio de un hombre.
La institución del matrimonio hace de la mujer un
parásito, absolutamente dependiente. La incapacita en su lucha por la
existencia, anula su conciencia social, paraliza su imaginación, y entonces le
impone su benévola protección, lo que es realmente una trampa, una parodia de
la naturaleza humana.
Si la maternidad es la máxima realización de la
naturaleza femenina, ¿qué otra protección requiere aparte del amor y la
libertad? El matrimonio no hace más que ensuciar, envilecer y corromper su
realización. ¿No le dice acaso a la mujer "sólo a través de mí podrás tú
dar la vida"? ¿No la condena, acaso, al encierro, degradándola y
avergonzándola si ella se rehusa a comprar su derecho a la maternidad
vendiéndose a sí misma? ¿No autoriza el matrimonio la maternidad sólo a través
suyo, incluso si la concepción tiene lugar en situaciones de odio u opresión?
Con todo, aún si la maternidad fuese el resultado de la libre elección, del
amor, del extremo placer, de una pasión insolente, ¿no termina poniendo una
corona de espinas sobre una inocente cabeza y grabando con letras de sangre el
horrible epíteto, bastardo? Aún si el matrimonio diera cabida a todas las
virtudes que pretendidamente se le atribuyen, sus delitos contra la maternidad
lo excluirían para siempre del reino del amor.
El amor, el más fuerte y más profundo elemento en
toda vida, heraldo de la esperanza, de la felicidad, del éxtasis; el amor,
transgresor de toda ley, de toda convención; el amor, el más libre, la impronta
más poderosa del destino humano; ¿cómo puede una fuerza tan irresistible ser
sinónimo de ese precario e insignificante hierbajo engendrado por el Estado y
la Iglesia, el matrimonio?
¿Amor libre? ¡Cómo si el amor pudiese otra cosa que
no fuese libre! El hombre ha comprado cerebros, pero ni todos los millones del
mundo han podido comprar amor. El hombre ha sojuzgado cuerpos, pero ni todo el
poder en la tierra ha podido sojuzgar el amor. El hombre ha conquistado
naciones enteras, pero ni todos sus ejércitos podrían conquistar el amor. El
hombre ha encadenado y puesto grilletes al espíritu, pero se ha visto
totalmente indefenso ante el amor. En lo alto de un trono, con todo el
esplendor y la pompa que sus riquezas le puedan ofrecer, el hombre estará pobre
y abatido, si el amor lo pasa por alto. Y si llegara a quedarse, la más pobre
chabola resplandecerá de calidez, vida y color. Es que el amor tiene el mágico
poder de hacer rey a un vagabundo. Sí, el amor es libre, en ninguna otra
atmósfera puede habitar. En libertad se da a sí mismo sin reservas,
generosamente, totalmente. Todas las leyes de los estatutos, todas las cortes
del universo, no podrán desterrarlo una vez que el amor ha echado raíces. Pero,
si ocurriese que el suelo fuera infértil, ¿cómo podría el matrimonio hacerle
dar frutos? Es como la última lucha desesperada de la vida fugaz contra la
muerte.
El amor no necesita protección; él es su propia
protección. En la medida en que sea el amor el que engendre vida, no habrá
niños abandonados, ni hambrientos, ni faltos de afecto. Yo sé que esto es
verdad. Conozco mujeres que han tenido hijos en libertad del hombre que amaban.
Hay pocos niños nacidos en el matrimonio que disfrutan del cuidado, la
protección, la devoción que una maternidad libre puede ofrecerles.
Los defensores de la autoridad temen el advenimiento
de una maternidad libre, porque les quitará su presa. ¿Quién va a luchar en las
guerras? ¿Quién va a generar riquezas? ¿Quién va a hacer de policía, de
carcelero, si las mujeres se negaran a criar hijas en forma indiscriminada? ¡La
estirpe, la estirpe! grita el rey, el presidente, el capitalista, el cura. La
estirpe debe ser preservada, aunque la mujer se vea degradada a la condición de
mera máquina…. Y la institución matrimonial es nuestra única válvula de
seguridad ante el despertar sexual de la mujer. Pero estos esfuerzos
desesperados por mantener el estado de servidumbre no darán resultado. Vanas
serán también las proclamas de la Iglesia, los fanáticos ataques de los
gobernantes, vano incluso el brazo de la ley. La mujer no quiere ser más
cómplice en la producción de una estirpe de seres humanos enfermizos, débiles,
decrépitos, desgraciados que no tienen la fuerza ni el coraje moral para
liberarse del yugo de la pobreza y la esclavitud. Desea, en cambio, menos y
mejores hijos, engendrados y criados en el amor, a partir de una decisión
libre; no obligada, como lo impone el matrimonio. Nuestros pseudo moralistas
todavía tienen que aprender el sentido profundo de responsabilidad hacia el
hijo que el amor en libertad ha despertado en el seno de la mujer, que incluso
preferiría renunciar para siempre a la gloria de la maternidad antes que dar
vida en una atmósfera en que sólo se respira destrucción y muerte. Y si decide
ser madre, será para entregarle al hijo lo más entrañable y mejor que su ser
pueda ofrecer. Desarrollarse con el hijo será su máxima; sabe bien que sólo de
esa manera podrá ayudar a construir auténticos hombres y mujeres.
En el retrato que, con pinceladas maestras, hace de
la Sra. Alving, Ibsen debe haber tenido en mente la idea de una madre libre.
Ella era la madre ideal porque había superado el matrimonio y todos sus
horrores, porque había roto sus cadenas y liberado su espíritu para que
renaciera y retornase en una personalidad, regenerada y fuerte. Ay! Fue
demasiado tarde para poder salvar la alegría de su vida, su Oswald; pero no lo
fue tanto como para darse cuenta de que el amor en libertad es la única
condición para vivir una vida plena. Aquél que, como la Sra. Alving, ha debido
pagar con lágrimas y sangre por su despertar espiritual, repudiará el
matrimonio como una imposición, una banalidad, una burla vacía. Sabrá, bien sea
que el amor dure un brevísimo lapso de tiempo o por toda la eternidad, que es
la única base creativa, inspiradora, elevadora, para una nueva estirpe, un
nuevo mundo.
En nuestra jibarizada condición presente, el amor es
realmente un desconocido para la mayoría de la gente. Mal comprendido y esquivo,
rara vez echa raíces; y si lo hace, muy pronto se marchita y muere. Su
delicadeza no puede soportar no soporta el estrés y la tensión del trajín
cotidiano. Su alma es demasiado compleja para adaptarse a la fangosa trama de
nuestro tejido social. Llora, gime y se lamenta con aquellos que lo necesitan,
pero no están capacitados para ascender a la cima del amor.
Algún día, algún día, hombres y mujeres ascenderán,
alcanzarán la cima de la montaña, allí se reunirán grandes, fuertes y libres,
dispuestos a recibir, a participar y a bañarse en los dorados rayos del amor.
Qué fantasía, qué imaginación, qué genio poético podría prever, aunque fuese
sólo aproximadamente, las potencialidades de una fuerza tal en la vida de
hombres y mujeres. Si el mundo alguna vez diese a luz a lo que es una auténtica
camaradería y unidad, el padre será el amor, nunca el matrimonio.
LA TIRANÍA DEL RELOJ.
(por
George Woodcock)
“La tiranía del reloj” (The tiranny
of the clock) es un
pequeño ensayo originalmente publicado en War Commentary en el año 1944.
La
tiranía del reloj
No hay ninguna característica que
separe con mayor claridad la sociedad que ahora existe en Occidente de las
antiguas sociedades, tanto europeas como orientales, que su concepto de tiempo.
Para los antiguos chinos y griegos, para los pastores árabes o los actuales
peones mejicanos, el tiempo queda representado por los procesos cíclicos de la
naturaleza, la alternancia de la noche y el día, el paso de una estación a la
siguiente. Los nómadas y granjeros medían y aún miden su día desde el amanecer
hasta la puesta de sol, y su año en términos de siembra y cosecha, de caída de
las hojas y de deshielo de lagos y ríos. El granjero trabajaba según los
elementos, el artesano durante todo el tiempo que le pareciera preciso para la
perfección de su producto. El tiempo era visto como un proceso de cambios
naturales, y la humanidad no se preocupaba por la exactitud con que fuera
medido. Por este motivo, unas civilizaciones altamente desarrolladas en otros
aspectos dedicaban instrumentos sumamente primitivos para el cómputo del
tiempo: el reloj de arena o de gotas de agua, el reloj de sol, inútil en los
días nublados, y las velas y candiles, cuyo remanente de aceite o cera indicaba
las horas. Todos estos utensilios, aproximativos e inexactos, devenían con
frecuencia inútiles a causa del clima o del grado de pereza de la persona a su
cargo. En ninguna parte del mundo de la Antigüedad o del Medioevo se hallará
sino una minoría de hombres que se preocupe por el tiempo en términos de
exactitud matemática. El hombre moderno, occidental, habita sin embargo un
mundo regido por los símbolos mecánicos y matemáticos del tiempo cronometrado.
El reloj dicta sus movimientos e inhibe sus acciones. El reloj transforma el
tiempo, que pasa de ser un proceso natural a una mercancía que puede ser
medida, comprada y vendida como si de jabón o pasas se tratara. Y debido a que
sin los medios para medir con precisión el tiempo nunca se hubiera llegado a
desarrollar el capitalismo industrial ni podría seguir explotando a los
trabajadores, el reloj representa un elemento de tiranía mecánica en las vidas
de los hombres modernos mucho más poderoso que cualquier explotador en tanto
individuo o que cualquier otra máquina. Es de utilidad recordar el proceso
histórico mediante el cual el reloj ha influido en el desarrollo social de la
civilización europea moderna.
Es un hecho frecuente en la
historia que una cultura o civilización desarrolle la herramienta que
posteriormente será propiciará su destrucción. Los antiguos chinos, por
ejemplo, inventaron la pólvora, la cual fue desarrollada por los expertos
militares de occidente y eventualmente condujo a la destrucción de la propia
civilización china mediante los fuertes explosivos del armamento bélico
moderno. Del mismo modo, el logro supremo del ingenio de los artesanos de las
ciudades medievales europeas fue la invención del reloj mecánico, que, al
trastocar revolucionariamente el concepto de tiempo, colaboraron materialmente
con el crecimiento del capitalismo explotador y a la destrucción de la cultura
medieval.
Según algunos relatos, el reloj
apareció en el siglo XI, como dispositivo para hacer sonar las campanas a
intervalos regulares en los monasterios, los cuales, con la vida organizada que
imponían a sus internos, fueron el modelo más próximo de la edad media a las
actuales fábricas. El primer reloj propiamente dicho, no obstante, apareció en
el siglo XIII, y tan sólo a partir del siglo XIV comenzaron los relojes a
adornar las fachadas de los edificios públicos de las ciudades alemanas.
Estos relojes primerizos
impulsados pesas no eran especialmente precisos, y no se alcanzó un cierto
grado de fiabilidad hasta el siglo XVI. Por ejemplo, se dice que el primer
reloj preciso de Inglaterra fue el de Hampton Court, fabricado en 1540. E
incluso la precisión de los relojes del siglo XVI resulta relativa, dado que
sólo estaban equipados con manecillas para las horas. Ya en el siglo XIV habían
pensado los primeros matemáticos en medir el tiempo en minutos y segundos, pero
con la invención del péndulo en 1657 se obtuvo la precisión necesaria para la
adición de una manecilla que señalara los minutos, mientras que la manecilla
destinada a los segundos no fue introducida hasta el siglo XVIII. Ambos
siglos, se observará, son aquellos en que el capitalismo creció en tal grado
que le fue posible aprovechar la tecnología de la revolución industrial para
así establecer su dominio sobre la sociedad.
El reloj, como ha señalado Lewis
Mumford, representa la maquinaria cardinal de la era de la
maquinaria, tanto por su influencia sobre la tecnología como por su influencia
en las costumbres humanas. Técnicamente, el reloj fue la primera máquina
auténticamente automática que adquirió verdadera importancia en la vida de las
personas. Antes de su invención, las máquinas habituales eran de tal naturaleza
que su manejo dependía de alguna fuerza externa y de escasa fiabilidad, como la
musculatura humana o animal, el agua o el viento. Es cierto que los griegos
habían inventado ciertos mecanismos automáticos primitivos, pero sólo se los
empleaba, como ocurría con la máquina de vapor de Herón, para procurar efectos
“sobrenaturales” en los templos o para entretener a los tiranos de las ciudades
orientales. Pero el reloj fue la primera máquina automática que consiguió
importancia pública y una función social. La fabricación de relojes se
convirtió en la industria a partir de la cual fueron aprendidos los rudimentos
de la fabricación de máquinas y se obtuvo la habilidad técnica necesaria para
la revolución industrial.
Socialmente el reloj tuvo una
influencia más radical que la de cualquier otra máquina, en tanto era el medio
por el cual se podía obtener mejor la regularización y organización de la vida
necesaria para un sistema industrial de explotación. El reloj proporcionaba los
medios para que el tiempo —una categoría tan elusiva que ningún filósofo ha
podido hasta el momento determinar su naturaleza— pudiera ser medido
concretamente en los términos tangibles del espacio representado como
circunferencia por la esfera de un reloj. Se dejó de considerar el tiempo como
duración, comenzándose a hablar y pensar permanentemente de “tramos” de tiempo,
como si se estuviera hablando de retales de tela. Y el tiempo, ahora mensurable
en símbolos matemáticos, pasó a ser visto como una mercancía que podía ser
comprada y vendida del mismo modo que cualquier otra.
Los nuevos capitalistas, en
particular, devinieron rabiosamente conscientes del tiempo. El tiempo, que en
este caso quería decir el trabajo de los obreros, era visto por ellos casi como
si constituyera la materia prima principal de la industria. “El tiempo es dinero”
se convirtió en uno de los eslóganes cruciales de la ideología capitalista, y
oficial cronometrador fue el más representativo de los empleos creados por la
administración capitalista.
En las primeras fábricas los
patronos llegaron a manipular sus relojes o a hacer sonar las sirenas en
momentos distintos a los indicados a fin de defraudar a sus trabajadores esta
valiosa y nueva mercancía. Más adelante semejantes prácticas se hicieron menos
frecuentes, pero la influencia del reloj impuso una regularidad en las vidas de
la mayoría que previamente sólo se había conocido dentro de los monasterios.
Las personas pasaron a ser de hecho similares a relojes, actuando con una
regularidad repetitiva carente de parecido con la vida rítmica de un ser
natural. Pasaron a ser, como reza el dicho victoriano, “puntuales como
relojes”. Únicamente en los distritos rurales, donde las vidas naturales de
animales y plantas y los elementos aún dominaban la vida podía librarse una
parte mayoritaria de la población de sucumbir al mortífero tic-tac de la
monotonía.
En un principio esta nueva
actitud ante el tiempo, esta nueva regularidad de la vida, fue impuesta por los
señores propietarios de relojes sobre los pobres, que se resistían a ella. El
esclavo industrial reaccionaba en su tiempo libre viviendo en una caótica
irregularidad que caracterizaba las barriadas empapadas en ginebra del
industrialismo de principios del siglo XIX. Se huía hacia un mundo sin tiempo
de bebida o de inspiración metodista. Pero gradualmente la idea de regularidad
se fue extendiendo hasta llegar a las capas más bajas de los obreros. La
religión del siglo XIX y la moral desempeñaron un papel nada desdeñable al
proclamar que “perder el tiempo” era un pecado. La introducción de relojes y
relojes de bolsillo producidos masivamente en los años 1850 extendió la
conciencia del tiempo entre aquellos que previamente habían meramente
reaccionado al estímulo de unos golpes en la puerta o de la sirena de la
fábrica. En la iglesia y en la escuela, en la oficina y en el taller, se
consideraba la puntualidad la mayor de las virtudes.
A partir de esta esclava
dependencia del tiempo mecánico, que se extendió insidiosamente por todas las
clases en el siglo XIX, creció la desmoralizadora regimentación de la vida que
caracteriza el trabajo
industrial de nuestros días. El hombre que no se adapta a ella se aboca a la
censura de la sociedad y la ruina económica. El trabajador que llegue con
retraso a la fábrica perderá su trabajo e incluso, en los días en que nos
encontramos, puede verse encarcelado.[1] Las
comidas presurosas, el periódico apiñarse en trenes y autobuses cada mañana y
cada tarde, la tensión de tener que trabajar de acuerdo con horarios, todo
ello contribuye a los desórdenes digestivos y nerviosos, a la ruina de la salud
y a la brevedad de las vidas.
En el nombre de la competitividad
y la eficiencia, del crecimiento y progreso económicos.
Tampoco puede decirse que, a
largo plazo, la imposición financiera de regularidad conduzca a un mayor grado
de eficacia. De hecho, la calidad de los productos es habitualmente muy
inferior, debido a que el patrón, al considerar el tiempo una mercancía por la
cual ha de pagar, obliga a sus operarios a mantener tal velocidad que
necesariamente han de escatimar su trabajo. El criterio principal es preferir
la cantidad a la calidad, y del trabajo en sí mismo desaparece todo disfrute.
El trabajador no hace sino vigilar el reloj, preocupado únicamente por el
momento en que pueda escaparse hacia el magro y monótono ocio de la sociedad
industrial, en que se dedica a “matar el tiempo” atracándose de goces tan
planificados y mecanizados como el cine, la radio y los periódicos en la medida
que su salario y su cansancio se lo permitan. Únicamente si es capaz de aceptar
los riesgos de vivir conforme a sus convicciones o su ingenio puede un hombre
sin dinero salvarse de vivir como un esclavo del reloj.
El problema del reloj es, en
general, similar al de la máquina. El tiempo mecánico es valioso como medio
para coordinar las actividades en una sociedad altamente desarrollada, lo mismo
que una máquina es valiosa como medio de reducir el trabajo innecesario al
mínimo. Tanto el uno como la otra son valiosos por la contribución que realizan
al buen curso de la sociedad, y sólo han de utilizarse en la medida en que
sirvan a la humanidad para eliminar eficientemente entre todos el esfuerzo
monótono y la confusión social. Pero no ha de permitirse que ninguno de los dos
dominen la vida de las personas como ocurre hoy día.
Por ahora el movimiento del reloj
establece el ritmo de las vidas humanas. El hombre se convierte en un criado
del concepto de tiempo que él mismo ha creado, y en cuyo temor se le mantiene,
como le sucedió a Frankenstein con su propio monstruo. En una sociedad cuerda y
libre, semejante dominación de las funciones humanas por relojes y máquinas
sería, como es obvio, impensable. La dominación del hombre por una creación del
hombre resulta incluso más ridícula que la dominación del hombre por el hombre.
El tiempo mecánico sería relegado a su verdadera función de instrumento para la
referencia y coordinación, y la humanidad recobraría una visión equilibrada de
la vida, que ya no estaría dominada por la adoración al reloj. Una plena
libertad implica la liberación de la tiranía de abstracciones del mismo modo
que rechaza las reglas humanas.
George
Woodcock
Notas
[1] El autor
se refiere, evidentemente, a las regulaciones de guerra vigentes en el momento
de la publicación de este artículo en War Commentary. Nota del ed.
“El tiempo no es en absoluto
precioso, porque es una ilusión. Lo que usted percibe como precioso no es el
tiempo sino el único punto que está fuera del tiempo: el ahora. Este es
ciertamente precioso. Cuanto más se enfoque en el tiempo pasado y futuro- más
pierde el ahora, lo más precioso que hay.”
ESTA SOCIEDAD
ENSUCIA LA IDEA DEL ANARQUISMO
Un hombre
alto me pregunta
en el
autobús sentado
que por qué
soy anarquista
muy
nervioso y asustado.
Me ha
debido ver la chapa
que llevo
en el pantalón
uniendo un
gran descosido
que hace
tiempo se rompió.
Le miro de
arriba abajo
no vaya a
ser un fascista,
es un
hombre ya mayor.
¿Por qué
soy un anarquista?
Yo fui, soy
y seré anarquista porque hay un mundo mejor,
por
bienestar y autogestión,
porque odio
la explotación,
porque odio
la corrupción,
porque
existe la opresión,
porque
empujo a la razón contra discriminación,
porque
apoyo inteligencia frente a toda la violencia,
porque veo
que demencia reina en el planeta Tierra.
Para que la
paz emerja,
porque la
naturaleza necesita nuestra fuerza,
porque
busco la igualdad.
Y también
la libertad,
sin tener
que gobernar,
sin atar la
dignidad, sin manipular verdad,
por la
solidaridad y el respeto a los demás.
El hombre
queda callado
ya parece
que va ha hablar.
Sólo ha
movido la boca,
creo que
ahora va ha pensar,
yo miro
hacia la ventana el paisaje de ciudad.
El hombre
me da en el hombro y yo miro a su lugar,
me dice
algo cojonudo,
creo que
soy anarquista,
repite por
qué lo eras
y me
agruparé en la lista.
Yo fui, soy
y seré anarquista porque hay un mundo mejor,
por
bienestar y autogestión,
porque odio
la explotación,
porque odio
la corrupción,
porque
existe la opresión,
porque
empujo a la razón contra discriminación,
porque
apoyo inteligencia frente a toda la violencia,
porque veo
que demencia reina en el planeta Tierra.
Para que la
paz emerja,
porque la
naturaleza necesita nuestra fuerza,
porque
busco la igualdad.
Y también
la libertad,
sin tener
que gobernar,
sin atar la
dignidad, sin manipular verdad.
Por la
solidaridad y el respeto a los demás.
Sometidos
al trabajo
y al
consumo irracional.
Estamos
domesticados
por la
multinacional.
Esta
sociedad ensucia
la idea del
anarquismo.
No es el
caos ni la violencia
ni es
pensar para uno mismo.
Solamente
la anarquía
puede ser
la solución.
Romperemos
las cadenas,
gritaré
revolución.
THE FEYNMAN SERIES (parte 1) - Belleza
¿Realmente necesitamos disfrazarnos para acercarnos unos a otros?
ESTAMOS EN MANOS DE DELINCUENTES.El origen de las migraciones modernas
¿Libertad en la red? - Revolución Virtual
ELOGIO DE LA OCIOSIDAD
Por Bertrand Russell
Como casi toda mi generación,
fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los
vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí
una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual.
Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han
experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo,
que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que
lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo
completamente distinto de lo que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce
la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era
antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos.
Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al
duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan
del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se
requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que
siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de Jóvenes emprendan una
campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido
en vano.
Antes de presentar mis
propios argumentos en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo
aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se
propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la
mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan
de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento
fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la
boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre
suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un
hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El
verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se
limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino
francés, es obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es
menos obvia, y se plantean diferentes casos.
Una de las cosas que con más
frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista
del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos
civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o en la preparación
de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la
misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El
resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento de las
fuerzas armadas del estado al que presta sus economías. Resulta evidente que
sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego.
Pero –se me dirá– el caso es
absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas
industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede
admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las
empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de trabajo humano, que
hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se
consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen
paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros
en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si
gasta su dinero –digamos– en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán
–cabe esperarlo–, al tiempo en que se beneficien todos aquellos con quienes
gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol.
Pero si lo gasta –digamos– en tender rieles para tranvías en un lugar donde los
tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de
trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se
empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una
desgracia inmerecida, en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero
filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y frívola.
Nada de esto pasa de lo
preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del
TRABAJO está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la
felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.
Ante todo, ¿qué es el
trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la
materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra
materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de
trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien
pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no
solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca
de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres
dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política.
Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca
de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y
escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda.
En Europa, aunque no en
Norteamérica, hay una tercera clase de hambres, más respetada que cualquiera de
las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la propiedad de la
tierra, están en condiciones de hacer que otros paguen por el privilegio de que
les consienta existir y trabajar. Estos terratenientes son gentes ociosas, y
por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad
solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su
deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del
trabajo. Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
Desde el comienzo de la
civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, por lo general,
producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible para su propia
subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan
duramente como él, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la
edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario
no se dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo apropiaban los
guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; los
guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose tanto como en otros
tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores morían de hambre.
Este sistema perduró en Rusia hasta 1917, (2) y todavía perdura en Oriente; en
Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante
las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase de los
industriales ganó poder. En Norteamérica, el sistema terminó con la revolución,
excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró
tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella
profunda en los pensamientos y las opiniones de los hombres. Buena parte de lo
que damos por sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede de este
sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno. La técnica
moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la
prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho
equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del trabajo es la
moral de los esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.
Es evidente que, en las
comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido decidir, no hubieran
entregado el escaso excedente con que subsistían los guerreros y los
sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido más. Al principio,
era la fuerza lo que los obligaba a producir y entregar el excedente.
Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a aceptar
una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque parte de su
trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la
compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron.
En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos se
sentirían realmente impresionados si se les dijera que el rey no debe tener
ingresos mayores que los de un trabajador. El concepto de deber, en términos
históricos, ha sido un medio utilizado por los poseedores del poder para
inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio
interés. Por supuesto, los poseedores del poder ocultan este hecho aún ante sí
mismos, y se las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más
grandes intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses
propietarios de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en
hacer una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible
bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización,
y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre
de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera
bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible
distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización.
La técnica moderna ha hecho
posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar lo
imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evidente durante la guerra.
En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y
todas las mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y
todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las
oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las
ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico
entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto
que antes y que después. La significación de este hecho fue encubierta por las
finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera
alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiese sido imposible; un
hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe. La guerra
demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción
permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con sólo
una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero. Si la
organización científica, que se había concebido para liberar hombres que
lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra,
y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En
lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se
necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó
morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y
un hombre no debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino
proporcionados a su virtud, demostrada por su laboriosidad.
Ésta es la moral del estado
esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en
las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido desastroso.
Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de
personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando –digamos–ocho horas
por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un
ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número
de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de
alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse
alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en
la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho,
y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría
desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres;
algunos patronos quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en
la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay
tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están
absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De
este modo, queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por
todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede
imaginarse algo más insensato?
La idea de que el pobre deba
disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En
Inglaterra, a principios del siglo xx,
la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían
la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajaban doce horas al
día. Cuando los entremetidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese
excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los
niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos
hubieran adquirido el voto, fueron establecidas por ley ciertas fiestas
públicas, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una
anciana duquesa decir: «¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían
trabajar». Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y
es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.
Consideremos por un momento
francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser humano,
necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del
trabajo humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es, en
conjunto, desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que
produce. Por supuesto, puede prestar algún servicio en lugar de producir
artículos de consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha
de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber
de trabajar ha de ser admitido; pero solamente en esta medida.
No insistiré en el hecho de
que, en todas las sociedades modernas, aparte de la URSS, mucha gente elude aun
esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan dinero
y todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se
consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de
que se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de hambre.
Si el asalariado ordinario
trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría paro–dando por
supuesta cierta muy moderada cantidad de organización sensata–. Esta idea
escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo
emplear tanto tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen trabajar largas
horas, aun cuando ya estén bien situados; estos hombres, naturalmente, se
indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la
forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio aun
para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos
trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse, no les importa que sus
mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La esnob admiración
por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos,
queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no la
pone en situación más acorde con el sentido común.
El sabio empleo del tiempo
libre–hemos de admitirlo–es un producto de la civilización y de la educación.
Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si
queda súbitamente ocioso. Pero sin una cantidad considerable de tiempo libre,
un hombre se ve privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no hay razón
alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación; solamente
un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en
trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.
En el nuevo credo dominante
en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy diferente de la tradicional
enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La
actitud de las clases gobernantes, y especialmente de aquellas que dirigen la
propaganda educativa respecto del tema de la dignidad del trabajo, es casi
exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han predicado
siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad, sobriedad, buena voluntad
para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas, inclusive sumisión a
la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad todavía representa la
voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un nuevo
nombre: materialismo dialéctico.
La victoria del proletariado
en Rusia tiene algunos puntos en común con la victoria de las feministas en
algunos otros países. Durante siglos, los hombres han admitido la superior
santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres de su inferioridad
afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al final, las
feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de entre
ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho acerca de lo apetecible
de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder
político. Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al
trabajo manual. Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en
elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han profesado una
religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que
los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los trabajadores manuales
que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el
espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que
obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas
estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en
serio, con el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que
nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la
fe, pero no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los
trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El trabajo manual es
el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda enseñanza ética.
En la actualidad,
posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de recursos
naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy
escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro es necesario, y
cabe suponer que reportará una gran recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se
alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar
largas horas?
En Occidente tenemos varias
maneras de tratar este problema. No aspiramos a la justicia económica; de modo
que una gran proporción del producto total va a parar a manos de una pequeña
minoría de la población, muchos de cuyos componentes no trabajan en absoluto.
Por ausencia de todo control centralizado de la producción, fabricamos multitud
de cosas que no hacen falta. Mantenemos ocioso un alto porcentaje de la
población trabajadora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo haciendo trabajar
en exceso a los demás. Cuando todos estos métodos demuestran ser inadecuados,
tenemos una guerra: mandamos a un cierto número de personas a fabricar
explosivos de alta potencia y a otro número determinado a hacerlos estallar,
como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con
una combinación de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con
dificultad, para mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar
una gran cantidad de duro trabajo manual.
En Rusia, debido a una mayor
justicia económica y al control centralizado de la producción, el problema
tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional sería, tan pronto
como se pudiera asegurar las necesidades primarias y las comodidades
elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que
una votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más ocio o
por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso,
es difícil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que haya
mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren
continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente
haya de sacrificarse a la productividad futura. Recientemente he leído acerca
de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar
Blanco y las costas septentrionales de Siberia se calienten, construyendo un
dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer
el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el cual la
nobleza del trabajo sería proclamada en los cam~?os helados y entre las
tormentas de nieve del océano Artico. Esto, si sucede, será el resultado de
considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí misma, más que como
un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera
necesario.
El hecho es que mover
materia de un lado a otro, aúnque en cierta medida es necesario para nuestra
existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si
lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare.
Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una
es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los ricos,
durante miles de años, a predicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen
cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del
mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes
que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos
tiene gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la
que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: «Me
agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a
la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que
el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos
de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz
como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi
contento». Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.
Consideran el trabajo como
debe ser considerado, como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea
cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.
Podrá decirse que, en tanto
que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días
si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en que
ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no
hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para
la alegría y los juegos que hasta cierto punto ha sido inhibida por el culto a
la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna
razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo,
critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los
jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es
respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos. La noción
de que las actividades deseables son aquellas que producen beneficio económico
lo ha puesto todo patas arriba. El carnicero que os provee de carne y el
panadero que os provee de pan son merecedores de elogio, porque están ganando
dinero; pero cuando vosotros disfrutáis del alimento que ellos os han
suministrado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para
obtener energías para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene que
ganar dinero es bueno y gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que son dos
aspectos de una misma transacción, esto es absurdo; del mismo modo podríamos
sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las cerraduras son
malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes,
debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El
individuo, en nuestra sociedad' trabaja por un beneficio, pero el propósito
social de su trabajo radica en el consumo de lo que él produce.
Este divorcio entre los
propósitos individuales y los sociales respecto de la producción es lo que hace
que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el
que la obtención de beneficios es el incentivo de la industria. Pensamos
demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo. Como consecuencia de
ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a la felicidad sencilla,
y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.
Cuando propongo que las
horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo
restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades. Quiero decir
que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los
artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y
que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como creyera
conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie
el que la educación vaya más allá del punto que generalmente alcanza en la
actualidad y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre
para usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase
de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas han muerto,
excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que
se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres
de las poblaciones urbanas han llegado a ser en su mayoría pasivos: ver
películas, presenciar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así
sucesivamente. Ello resulta del hecho de que sus energías activas se consumen
completamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a
divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.
En el pasado, había una
reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa
disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía
necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar
teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente
su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que
llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias; escribió los
libros, inventó las filosofías y refinó las relaciones sociales. Aun la
liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin
la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.
El sistema de una clase
ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente
ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser
laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta
clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de
millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la
caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone
que las universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase
ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un
gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en
definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en
un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas
de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión
suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran
tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades
los estudios están organizados, y es probable que el hombre al que se le ocurre
alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones
académicas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los
intereses de la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de
sus muros están demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios.
En un mundo donde nadie sea
obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona ¿con curiosidad
científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin morirse de
hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores
jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales
chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita
para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la
oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su
trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la
administración, será capaz de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento
académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los
economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de
los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para
enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya
falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.
Sobre todo, habrá felicidad
y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo
exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir
agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no
querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos
un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a
tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas
para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad
de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos. Pero no
solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio.
Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida
feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a
mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte
por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para
todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más
necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y
la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos
nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido,
en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta
aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en
esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para
siempre. (*)
(*) Fuente: Bertrand
Russell, Elogio de la Ociosidad. Ed. Edasa, Barcelona, 1986.
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