El mundo no nos pertenece. Si tiene un dueño que es tan estúpido como para quererlo tal como es, que se lo quede. Dejémosle contar ruinas en lugar de edificios, cementerios en lugar de ciudades, lodo en vez de ríos y fango infecto en vez de mares.

Nunca dejes de luchar¡¡

'feminicidio o auto-construcción de la mujer

PARA QUE AUMENTE EL CONOCIMIENTO DEBE EXISTIR EL DESACUERDO. Y ESTE PROGRESO DEL CONOCIMIENTO SE PRODUCE A PARTIR DE LA ENUNCIACIÓN DE TEORÍAS AUDACES Y SU CONTRASTACIÓN Y DISCUSIÓN CRÍTICA. PARA EL AVANCE Y EL AUMENTO EN LA PROFUNDIDAD DEL CONOCIMIENTO SE PRODUCE A TRAVÉS DE PROPONER IDEAS AUDACES Y TRATAR DE PROBARLAS, DE CONVERSACIONES, DE DISCUSIONES, EN LAS QUE LOS INTERLOCUTORES, DESDE PUNTOS OPUESTOS, VAN DEFINIENDO CONSTRUYENDO UNA FORMA DE INTERPRETAR SU ENTORNO.

CAPITALISMO

CAPITALISMO
No es natural sentirse bien en un mundo enfermo, y lleno de injusticia

el problema

el problema

LAS VERDADES SON HECHOS.

LAS VERDADES SON HECHOS.

punk, oi, hard core

miércoles, 15 de junio de 2016

COÑO POTENS.. LAS REDES SOCIALES YA TIENEN SUS ADICTOS, SIERVOS Y CENSORES-ĹÁ ŔĔŦŐŔМÁ ĔĎÚČÁŤĨVÁ Ŷ ĹŐŚ МÁĔŚŤŔŐŚ ĔЖРĹĨČÁĎÁ-LA RENOVACIÓN DE LA ESCUELA- NI PREMIO NI CASTIGO-MATRIMONIO Y AMOR-LA TIRANÍA DEL RELOJ- ELOGIO DE LA OCIOSIDAD- ¿Libertad en la red?- El origen de las migraciones modernas




COÑO POTENS

(manual sobre su poder, su próstata y sus fluidos)

Durante siglos, la ciencia médica ha sido uno de los principales enemigos del cuerpo y la sexualidad de las mujeres, silenciando realidades anatómicas y patologizando todo lo que no encajara dentro de los parámetros de la falocracia, la heterosexualidad y los roles binaristas de género. Las palabras de este ensayo brotan como puñales, desvelando uno de los aspectos más controvertidos de la sexualidad de los coños: su eyaculación.
De forma didáctica, con bastante mala leche, desde una visión feminista radical y combativa, y partiendo de su propia experiencia personal y un largo proceso de investigación, Diana J. Torres nos presenta en Coño potens,  un nuevo artefacto explosivo, una bomba líquida con la que hacer saltar por los aires la colonización heteropatriarcal que la medicina oficial ha llevado a cabo en cuerpos y mentes durante toda la historia.
Se liberarán un montón de cosas después de esta operación.
¿Desea continuar? [S/n]





¿NOS DA MIEDO PENSAR?
Bertrand Russell


"LOS HOMBRES TEMEN AL PENSAMIENTO MÁS DE LO QUE TEMEN A CUALQUIER OTRA COSA DEL MUNDO; MÁS QUE LA RUINA, INCLUSO MÁS QUE LA MUERTE.

El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible. EL PENSAMIENTO ES DESPIADADO CON LOS PRIVILEGIOS, LAS INSTITUCIONES ESTABLECIDAS Y LAS COSTUMBRES CÓMODAS; EL PENSAMIENTO ES ANÁRQUICO Y FUERA DE LA LEY, INDIFERENTE A LA AUTORIDAD, DESCUIDADO CON LA SABIDURÍA DEL PASADO.

Pero si el pensamiento ha de ser posesión de muchos, no el privilegio de unos cuantos, tenemos que habérnoslas con el miedo. ES EL MIEDO EL QUE DETIENE AL HOMBRE, miedo de que sus creencias entrañables no vayan a resultar ilusiones, miedo de que las instituciones con las que vive no vayan a resultar dañinas, miedo de que ellos mismos no vayan a resultar menos dignos de respeto de lo que habían supuesto.

¿Va a pensar libremente el trabajador sobre la propiedad? Entonces, ¿qué será de nosotros, los ricos? ¿Van a pensar libremente los muchachos y las muchachas jóvenes sobre el sexo? Entonces, ¿qué será de la moralidad? ¿Van a pensar libremente los soldados sobre la guerra? Entonces, ¿qué será de la disciplina militar?

¡Fuera el pensamiento!

¡Volvamos a los fantasmas del prejuicio, no vayan a estar la propiedad, la moral y la guerra en peligro!

Es mejor que los hombres sean estúpidos, amorfos y tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres. Puesto que si sus pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como nosotros. Y este desastre debe evitarse a toda costa.

ASÍ ARGUYEN LOS ENEMIGOS DEL PENSAMIENTO EN LAS PROFUNDIDADES INCONSCIENTES DE SUS ALMAS. Y ASÍ ACTÚAN EN LAS IGLESIAS, ESCUELAS Y UNIVERSIDADES."




 

 

LAS REDES SOCIALES YA TIENEN SUS ADICTOS, SIERVOS Y CENSORES: SOMOS NOSOTROS



ES UN PROBLEMA DE SALUD PÚBLICA QUE VUELA COMO UN BOMBARDERO BAJO EL RADAR DE NUESTRA DEBILITADA CAPACIDAD PARA PERMANECER CONCENTRADOS, CRÍTICOS Y ATENTOS. Sisea, silba en la oscuridad, pero no lo vemos. Nos envuelve, nos libera, nos somete y nos deforma… pero no queremos verlo. La noche es nuestra mirada porque hemos elegido estar ciegos. NOS COMPORTAMOS COMO UN REBAÑO DE ANIMALES QUE SONRÍEN ESTÚPIDAMENTE A LAS ESTRELLAS… DE UN CIELO SIN ESTRELLAS, iluminado solamente por las pantallas de nuestros teléfonos móviles. DA MIEDO. Damos miedo.
Son hechos como patadas. Sabemos con certeza que las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea nos permiten una conexión especial con los íntimos o acceder a artistas e informaciones interesantes, pero NO QUEREMOS VER LA ADICCIÓN, PARECIDA EN INTENSIDAD A LA DE LAS DROGAS DURAS, que provocan en millones de personas Y EN ESOS ADOLESCENTES A LOS QUE NO SE LES PERMITE ENGANCHARSE AL TABACO PERO SÍ A FAkEBOOK.
Sabemos también que la profesión médica lleva años debatiendo en Estados Unidos la posibilidad de incluir el consumo compulsivo de internet —al que las redes sociales y esas apps contribuyen inmensamente— como patología psiquiátrica. Sabemos que hay miles de millones de dólares en juego para que eso no sea así (los lobbies a su servicio no hacen prisioneros) y que  muchos ACCIDENTES DE TRÁFICO, algunos con muertos y heridos graves como consecuencia, SE DEBE A LA NECESIDAD IRREPRIMIBLE DE LOS CONDUCTORES POR ENVIAR UN MENSAJE mediante el teléfono móvil.  ES TRISTE Y RIDÍCULO MORIR POR UN EMOJI.
Este campo científico dedicado a la manipulación y la adicción tiene un nombre, Captology, y un padre, el psicólogo de la Universidad de Stanford B.P. Fogg
Pero entonces, ¿qué hace falta exactamente para que nos tomemos esta adicción en serio? Lo primero, seguramente, es hablar claro y huir de argumentos planos a favor o en contra de esas plataformas. Es obvio que nos proporcionan bienestar y lo es, IGUALMENTE, QUE ESTÁN DISEÑADAS PARA SER ADICTIVAS CASI HASTA LA CRUELDAD. SE CREARON UTILIZANDO LOS ÚLTIMOS CONOCIMIENTOS SOBRE EL FUNCIONAMIENTO DEL CEREBRO HUMANO, QUE SERVÍAN EN BANDEJA LA PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL Y LA NEUROCIENCIA, CON EL FIN DE ATRAPAR A SUS USUARIOS MOLDEANDO Y TRANSFORMANDO AL MISMO TIEMPO LOS PENSAMIENTOS Y LAS CONDUCTAS DE LOS MÁS VULNERABLES.
No es una teoría de la conspiración para idiotas y tarados del ciberespacio, para los profetas de un apocalipsis zombi o para los que han encontrado la cura del cáncer en las verduritas frescas de California. Todos los diseños de grandes aplicaciones de Silicon Valley beben como ávidos rumiantes en el arroyo de sus ideas. Ese arroyo de aguas oscuras, desde 1998, es una institución llamada Persuasive Technology Lab.

PSICOLOGÍA PARA VENDER
En Estados Unidos existe una larga tradición de COLABORACIÓN ENTRE LOS PROFESIONALES DE LA MENTE Y LAS EMPRESAS QUE ANSÍAN VENDER MASIVAMENTE SUS PRODUCTOS. El punto de arranque definitivo fue un libro del psicólogo Walter Dill Scott en 1903 (The Psychology of Advertising in Theory and Practice) y el caso más espectacular hasta la fecha ha sido el del padre del conductismo, John B. Watson, y uno de los genios que hizo posible la época dorada de los Mad Men. Tanto Watson como Scott asumían QUE LOS SERES HUMANOS SON, EN GRAN MEDIDA, OBEDIENTES Y QUE SE PODÍAN CONTROLAR Y PROVOCAR SUS REACCIONES SI SE ENCONTRABAN LOS ESTÍMULOS EMOCIONALES ADECUADOS.
WATSON PUSO TODA SU FE EN EL MIEDO, EL AMOR Y LA RABIA, EMPUJÓ LA RULETA Y GANÓ e hizo ganar millones con ello a las firmas de ese gigantesco casino que era Madison Avenue. LA VENERABLE ALIANZA ENTRE LAS BATAS BLANCAS DE LOS PSICÓLOGOS Y LAS DE LOS VENDEDORES DE DETERGENTES HA SEGUIDO VIGENTE HASTA HOY. Niur Eyal, que además de discípulo de Fogg es profesor de Psicología del Consumidor en Stanford, ha tenido la delicadeza de escribir un libro (Hooked: How to build habit-forming products) donde EXPLICA CÓMO SE ARRASTRA IRREMEDIABLEMENTE A UN CLIENTE A CREER QUE PUEDE COMBATIR LA SOLEDAD, EL ABURRIMIENTO, LA FRUSTRACIÓN, LA CONFUSIÓN O LA INDECISIÓN LEYENDO UN SIMPLE TIMELINE O ACTUALIZANDO SU ESTADO EN LAS REDES SOCIALES.

Para él, Instagram es el ejemplo supremo que se debe seguir, porque, ADEMÁS DEL TEMOR A NO ESTAR PRESENTE EN LAS VIDAS DE LOS DEMÁS que inspiran las otras redes sociales, planta en el pecho de sus usuarios la semilla de una pasión mucho más poderosa: la angustia. Igual que con los anuncios de la publicidad convencional, estas plataformas y los juegos electrónicos PROMETEN ALIVIAR UNA ANSIEDAD QUE ELLOS MISMOS CONTRIBUYEN A CREAR (te muestran que eres un fracasado si no tienes un smartphone para vendértelo luego) y que crece y se eleva en una especie de espiral infinita que el miedo y la adicción apenas permiten contener. CADA VEZ NECESITAMOS MÁS LAS ACTUALIZACIONES Y REACCIONES PROPIAS Y AJENAS PARA SENTIR QUE SEGUIMOS VIVIENDO EN SOCIEDAD, QUE EXISTIMOS, QUE LE IMPORTAMOS A ALGUIEN.
Es un prodigio del marketing —y de nuestra sumisión— que Silicon Valley haya conseguido ASOCIAR EN NUESTRAS MENTES SUS PRODUCTOS Y SERVICIOS CON LA FELICIDAD, LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN ABSOLUTA, LA PLENITUD Y LA REBELDÍA CONTRA EL SISTEMA cuando las redes sociales no sólo nos proporcionan una revolucionaria forma de conocernos, de amarnos y de conectar, sino que TAMBIÉN PROMUEVEN LA ANSIEDAD, LA ANGUSTIA Y EL MIEDO A NO SER ACEPTADO —Y ENSALZADO Y RECORDADO— CONTINUAMENTE POR LOS DEMÁS… Y POR LOS DEFENSORES DE LOS POLÍTICAMENTE CORRECTO, QUE SON LOS GUARDIANES DEL SISTEMA. Es inquietante imaginar que, detrás de cada actualización, de cada ‘me gusta’ de Facebook o de cada corazón rojo intenso de Twitter o Instagram EXISTE UN BOTÓN INVISIBLE Y SIEMPRE PRESENTE: ‘TENGO MIEDO A ESTAR SOLO, a que no reconozcas mi capacidad y a no existir para ti: dime algo por favor… RECUÉRDAME QUE EXISTO’.
Cada vez necesitamos más las actualizaciones y reacciones propias y ajenas para sentir que seguimos viviendo en sociedad, que existimos, que le importamos a alguien
ESTA DEVASTADORA ADICCIÓN A SER RECORDADO ESCONDE TRES ADICCIONES INTERESANTES de las que las redes sociales no son responsables aunque ayuden a multiplicar exponencialmente su impacto. LA PRIMERA ES LA OBSESIÓN COMPULSIVA POR LA VALORACIÓN CONSTANTE DE LOS DEMÁS. Se nos puede valorar en el ataque o en el halago, pero es vital que los demás reaccionen ante nuestras manifestaciones del mismo modo que esos dioses con pies de barro del ciberespacio lo hacen con EUFORIA DIVINA ante los cientos de retuits que provocan y con SANTA IRA y DECEPCIÓN cuando ven que muy pocos de sus lectores, de sus amigos, han pinchado en el enlace que ellos les recomendaban. LA OSADÍA, LA IGNORANCIA Y LA FALTA DE COMPROMISO DEL REBAÑO —“LOS FOLLOWERS”— NO TIENEN LÍMITES. ¡MALDITOS DESAGRADECIDOS!

EXIJO QUE ME ENTRETENGAS
LA SEGUNDA ADICCIÓN: VIVIMOS ENGANCHADOS A LA OBLIGACIÓN DE ENTRETENER Y SER ENTRETENIDOS POR LOS DEMÁS EN UNA CHÁCHARA E INTERCAMBIO SIN FIN y, a veces, sin otra meta que evitar el silencio en nuestras vidas. LA OBSESIÓN POR EL ENTRETENIMIENTO INMEDIATO, QUE LO ESTÁ DEVORANDO TODO, DIFICULTA LOS COMPROMISOS Y LAS RELACIONES PERSONALES PROFUNDAS Y A LARGO PLAZO CON NOSOTROS MISMOS, CON LAS CAUSAS, LOS DEBATES O LAS ACTIVIDADES QUE NOS IMPORTAN Y CON LOS DEMÁS. La política hoy es entretenimiento, igual que lo es buena parte del sexo, el deporte, el turismo, la música, el arte contemporáneo, la literatura o el periodismo. HASTA LA CRUELDAD HA DE SER ENTRETENIDA PARA SER TENIDA EN CUENTA: ahí están los vídeos profesionales de los terroristas del Daesh para demostrarlo.
LA CONVERSACIÓN DIGITAL PERPETUA TAMPOCO DEJA MUCHO ESPACIO Y ATENCIÓN DISPONIBLE PARA ESTAR SOLO, PARA REFLEXIONAR SOBRE CUESTIONES NO URGENTES, para abrazar y escuchar con atención a un buen amigo, para resolver un conflicto con un padre o con un hijo mirándolo a los ojos —con gritos y lágrimas si es preciso— o para compartir un espacio ininterrumpido de complicidad con una pareja a la que se le quiere por encima de todo…, pero no por encima de los mensajes de WhatsApp.
Esa ausencia de soledad, según las conclusiones de psicólogas como Sherry Turkle, se traduce en que CADA VEZ SOMOS MENOS EMPÁTICOS Y TENEMOS MÁS OBSTÁCULOS PARA FORMARNOS UNA PERSONALIDAD INDEPENDIENTE QUE NO EXIJA LA APROBACIÓN Y RECHAZO CONSTANTES DE LOS DEMÁS. Sin conciencia de una personalidad independiente no hay empatía, porque es imposible ponerse en el lugar de las emociones del otro si ni tan siquiera conocemos las nuestras.
LA POLÍTICA HOY ES ENTRETENIMIENTO, igual que lo es buena parte del sexo, el deporte, el turismo, la música, el arte contemporáneo, la literatura o el periodismo. Hasta la crueldad ha de ser entretenida para ser tenida en cuenta.
Y LA TERCERA ADICCIÓN ES UNA EXTRAÑA PASIÓN POR LA VERSIÓN DE LA REALIDAD QUE PROYECTAN LOS FILTROS DE LAS REDES SOCIALES, que son los CRITERIOS HUMANOS y los algoritmos, basados en LA PROPIA ACTIVIDAD DE LOS USUARIOS, con los que seleccionan y criban la información que recibimos para que nos sintamos cómodos. Nadie les ha pedido que nos traten como ciudadanos y, por eso mismo, SÓLO NOS TRATAN COMO CLIENTES.
LOS FILTROS NOS AYUDAN A CONFIRMAR UNA Y OTRA VEZ NUESTROS PREJUICIOS, A SILENCIAR LAS OPINIONES O IMÁGENES MINORITARIAS QUE NOS RESULTAN ODIOSAS (a veces, como en el caso de la pornografía infantil, con razón) Y A FOMENTAR LA CRECIENTE POLARIZACIÓN POLÍTICA Y RELIGIOSA MEDIANTE LA CONFIGURACIÓN DE COMUNIDADES CERRADAS QUE SON PASTO DEL FANATISMO, LAS VERDADES ABSOLUTAS, EL ODIO AL DISCREPANTE Y LAS TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN. Hay integrantes de esas comunidades que a veces salen de caza: los trolls no son otra cosa que la expresión más obvia del ansia de notoriedad, del desprecio a quien piensa distinto y de la falta de empatía.
ACABAR CON ESTAS TRES GRANDES ADICCIONES NO DEPENDE DE LAS REDES SOCIALES. SOMOS NOSOTROS LOS QUE TENEMOS QUE PENSAR POR QUÉ MILLONES DE PERSONAS NO PUEDEN VIVIR SIN LA VALORACIÓN Y EL RECONOCIMIENTO CONSTANTE DEL OTRO, POR QUÉ EL SILENCIO, LA SOLEDAD Y NO ENTRETENER A LOS DEMÁS LES PROVOCAN MIEDO E INSEGURIDAD Y, POR ÚLTIMO, CUÁL ES LA CAUSA DE QUE LA EMPATÍA Y LA TOLERANCIA HAYAN PERDIDO PROTAGONISMO A MARCHAS FORZADAS EN LAS VIDAS DE TODOS.

CADA VEZ ES MÁS DIFÍCIL ENCONTRAR A DOS AMIGOS, DOS VECINOS O DOS FAMILIARES QUE SE OPONGAN POLÍTICAMENTE Y SE ATREVAN A COMPARTIRLO SIN MOSTRARSE DESPRECIO. Sería demasiado fácil echarle la culpa a Facebook… y demasiado estúpido creer que se resuelve con una conversación de WhatsApp.




ĹÁ ŔĔŦŐŔМÁ ĔĎÚČÁŤĨVÁ Ŷ ĹŐŚ МÁĔŚŤŔŐŚ ĔЖРĹĨČÁĎÁ ĔŃ 7 МĨŃÚŤŐŚ.
El video es bueno pero no explica del todo el problema ya que sólo se pone de un sólo lado que son lxs maestrxs, obviamente la reforma educativa es en esencia una reforma laboral y siendo una reforma laboral que sólo busca acabar con los derechos adquiridos por lxs maestrxs lo cuál es inaceptable y es correcto que lxs maestrxs esten en contra de esta reforma pero es otambién obvio que los mestrxs no les importa dar una educación adecuada al estudiante sólo pelean por sus derechos laborales cosa que es justa,pero que deja claro que la verdadera educación no les importa, estoy seguro de que estos mismxs maestrxs que hoy luchan por sus derechos laborales, también se opndrían a un cambio real al sistema educativo engañados por creer que lo que ellxs enseñan en las escuelas es lo correcto, pero viendo el sistema educativo actual se puede observar sin ser un experto que se trata de un sistema educatvio deprimente y absurdo, precario y que esta a favor del capital y la autoridad, que sólo busca crear alumnos inconcientes, dormidos y obedientes serviles al sistema capital global, mano de obra barata y obediente que acepte sus desgracias y su vida precaria como si de algo correcto se tratara, el caso es que lxs maestrxs concientes o no son complices de este sistema de abuso, pues educan a los estudiantes de la misma manera que fueron educados cuando fueron estudiantes y como es obvio como buenos estudiantes y ahora como maestrxs nunca cuestionaron el sistema educativo que se imparte en las escuelas y no lo cuestionaron por que es precisamente esa la esencia del sistema educativo, NO CUESTIONAR, NO RAZONAR Y SOLO OBEDECER LO QUE LA AUTORIDAD LES DIGA.




LA RENOVACIÓN DE LA ESCUELA FRANCISCO FERRER I GUARDIA





Dos medios de acción se ofrecen a los que quieren renovar la educación de la infancia: trabajar para la transformación de la escuela por el estudio del niño, a fin de probar científicamente que la organización actual de la enseñanza es defectuosa y adoptar mejoras progresivas; o fundar escuelas nuevas en que se apliquen directamente principios encaminados al ideal que se forman de la sociedad y de los hombres los que reprueban los convencionalismos, las crueldades, los artificios y las mentiras que sirven de base a la sociedad moderna. El primer medio presenta grandes ventajas, responde a una concepción evolutiva que defenderán todos los hombres de ciencia y que, según ellos, es la única capaz de lograr el fin. En teoría tienen razón y así estamos dispuestos a reconocerlo.

Es evidente que las demostraciones de la psicología y de la fisiología deben producir importantes cambios en los métodos de educación; que los profesores, en perfectas condiciones para comprender al niño, podrán y sabrán conformar su enseñanza con las leyes naturales. Hasta concedo que esta evolución se realizará en el sentido de la libertad, porque estoy convencido de que la violencia es la razón de la ignorancia, y que el educador verdaderamente digno de ese nombre obtendrá todo de la espontaneidad, porque conocerá los deseos del niño y sabrá secundar su desarrollo únicamente dándole la más amplia satisfacción posible.

Pero en la realidad, no creo que los que luchan por la emancipación humana puedan esperar mucho de ese medio. Los gobiernos se han cuidado siempre de dirigir la educación del pueblo, y saben mejor que nadie que su poder está totalmente basado en la escuela y por eso la monopolizan cada vez con mayor empeño. Pasó el tiempo en que los gobiernos se oponían a la difusión de la instrucción y procuraban restringir la educación de las masas. Esa táctica les era antes posible porque la vida económica de las naciones permitía la ignorancia popular, esa ignorancia que facilitaba la dominación. Pero las circunstancias han cambiado: los progresos de la ciencia y los multiplicados descubrimientos han revolucionado las condiciones del trabajo y de la producción; ya no es posible que el pueblo permanezca ignorante; se le necesita instruido para que la situación económica de un país se conserve y progrese contra la concurrencia universal. 


Así reconocido, los gobiernos han querido una organización cada vez más completa de la escuela, no porque esperen por la educación la renovación de la sociedad, sino porque necesitan individuos, obreros, instrumentos de trabajo más perfeccionados para que fructifiquen las empresas industriales y los capitales a ellas dedicados. Y se ha visto a los gobiernos más reaccionarios seguir ese movimiento; han comprendido que la táctica antigua era peligrosa para la vida económica de las naciones y que había que adaptar la educación popular a las nuevas necesidades. Grave error sería creer que los directores no hayan previsto los peligros que para ellos trae consigo el desarrollo intelectual de los pueblos, y que, por tanto, necesitaban cambiar de medios de dominación; y, en efecto, sus métodos se han adaptado a las nuevas condiciones de vida, trabajando para recabar la dirección de las ideas en evolución. Esforzándose por conservar las creencias sobre las que antes se basaba la disciplina social, han tratado de dar a las concepciones resultantes del esfuerzo científico una significación que no pudiera perjudicar a las instituciones establecidas, y he ahí lo que les han inducido a apoderarse de la escuela. Los gobernantes, que antes dejaban a los curas el cuidado de la educación del pueblo, porque su enseñanza, al servicio de la autoridad, les era entonces útil, han tomado en todos los países la dirección de la organización escolar.

El peligro, para ellos, consistía en la excitación de la inteligencia humana ante el nuevo espectáculo de la vida, en que en el fondo de las conciencias surgiera una voluntad de emancipación. Locura hubiera sido luchar contra las fuerzas en evolución; era preciso encauzarlas, y para ello, lejos de obstinarse en antiguos procedimientos gubernamentales, adoptaron otros nuevos de evidente eficacia. No se necesitaba un genio extraordinario para hallar esta solución; el simple curso de los hechos llevó a los hombres del poder a comprender lo que había que oponer a los peligros presentados: fundaron escuelas, trabajaron por esparcir la instrucción a manos llenas y, si en un principio hubo entre ellos quienes resistieron a este impulso, -porque determinadas tendencias favorecían a algunos de los partidos políticos antagónicos -todos comprendieron pronto que era preferible ceder y que la mejor táctica consistía en asegurar por nuevos medios la defensa de los intereses y de los principios. Viéronse, pues, producirse luchas terribles por la conquista de la escuela; en todos los países se continúan esas luchas con encarnizamiento; aquí triunfa la sociedad burguesa y republicana, allá vence el clericalismo. Todos los partidos conocen la importancia del objetivo y no retroceden ante ningún sacrificio para asegurar la victoria. Su grito común es: ¡Por y para la escuela! y el buen pueblo debe estar reconocido a tanta solicitud. Todo el mundo quiere su elevación por la instrucción, y su felicidad por añadidura. 

En otro tiempo podían decirle algunos: Esos tratan de conservarte en la ignorancia para mejor explotarte; nosotros te queremos instruido y libre. Al presente eso ya no es posible: por todas partes se construyen escuelas, bajo toda clase de títulos.

En ese cambio tan unánime de ideas, operado entre los directores respecto de la escuela, hallo los motivos para desconfiar de su buena voluntad, y la explicación de los hechos que ocasionan mis dudas sobre la eficacia de los medios de renovación que intentan practicar ciertos reformadores. Por lo demás, esos reformadores se cuidan poco, en general, de la significación social de la educación; son hombres que buscan con ardor la verdad científica, pero que apartan de sus trabajos cuanto es extraño al objeto de sus estudios. Trabajan pacientemente por conocer al niño y llegarán a decirnos -todavía es joven su ciencia- qué métodos de educación son más convenientes para su desarrollo integral.

Pero esta indiferencia en cierto modo profesional, en mi concepto, es perjudicialísima a la causa que piensan servir.

No les considero en manera alguna inconscientes de las realidades del medio social, y sé que esperan de su labor los mejores resultados para el bien general. Trabajando para revelar los secretos de la vida del ser humano, -piensan- buscando el proceso de su desarrollo normal físico y psíquico, impondremos a la educación un régimen que ha de ser favorable a la liberación de las energías. No queremos ocuparnos directamente de la renovación de la escuela; como sabios tampoco lo conseguiremos, porque todavía no sabríamos definir exactamente lo que debiera hacerse.

Procederemos por gradaciones lentas, convencidos de que la escuela se transformará a medida de nuestros descubrimientos, por la misma fuerza de las cosas. Si nos preguntáis cuáles son nuestras esperanzas, nos manifestaremos de acuerdo con vosotros en la provisión de una evolución en el sentido de una amplia emancipación del niño y de la humanidad por la ciencia, pero también en este caso estamos persuadidos de que nuestra obra se prosigue completamente hacia ese objeto y le alcanzará por las vías más rápidas y directas.

Este razonamiento es evidentemente lógico, nadie puede negarlo, y, sin embargo, en él se mezcla una gran parte de ilusión. Preciso es reconocerlo; si los directores, como hombres, tuviesen las mismas ideas que los reformadores benévolos, si realmente les impulsara el cuidado de una organización continua de la sociedad en el sentido de la desaparición progresiva de las servidumbres, podría reconocerse qué los únicos esfuerzos de la ciencia mejorarían la suerte de los pueblos; pero lejos de eso, es harto manifiesto que los que se disputan el poder no miran más que la defensa de sus intereses, que sólo se preocupan de la propia ventaja y de la satisfacción de sus apetitos. Mucho tiempo hace que dejamos de creer en las palabras con que disfrazan sus ambiciones; todavía hay cándidos que admiten que hay en ellos un poco de sinceridad, y hasta imaginan que a veces les impulsa el deseo de la felicidad de sus semejantes; pero éstos son cada vez más raros y el positivismo del siglo se hace demasiado cruel para que puedan quedar dudas sobre las verdaderas intenciones de los que nos gobiernan.

Del mismo modo que han sabido arreglarse cuando se ha presentado la necesidad de la instrucción, para que esta instrucción no se convirtiese en un peligro, así también sabrán reorganizar la escuela de conformidad con los nuevos datos de la ciencia para que nada pueda amenazar su supremacía. Ideas son éstas difíciles de aceptar, pero se necesita haber visto de cerca lo que sucede y cómo se arreglan las cosas en la realidad para no dejarse caer en el engaño de las palabras. ¡Ah! ¡Qué no se ha esperado y espera aún de la instrucción! La mayor parte de los hombres de progreso todo lo esperan de ella, y hasta estos últimos tiempos algunos no han comenzado a comprender que la instrucción sólo produce ilusiones. Cáese en la cuenta de la inutilidad positiva de esos conocimientos adquiridos en la escuela por los sistemas de educación actualmente en práctica; compréndese que se ha esperado en vano, a causa de que la organización de la escuela, lejos de responder al ideal que suele crearse, hace de la instrucción en nuestra época el más poderoso medio de servidumbre en mano de los directores. SUS PROFESORES NO SON SINO INSTRUMENTOS CONSCIENTES O INCONSCIENTES DE SUS VOLUNTADES, formados además ellos mismos según sus principios; desde su más tierna edad y con mayor fuerza que nadie han sufrido la disciplina de su autoridad; son muy raros los que han escapado a la tiranía de esa dominación quedando generalmente impotentes contra ella, porque la organización escolar les oprime con tal fuerza que no tienen más remedio que OBEDECER. 


No he de hacer aquí el proceso de esta organización, suficientemente conocida para que pueda caracterizársele con una sola palabra: VIOLENCIA. La escuela sujeta a los niños física, intelectual y moralmente para dirigir el desarrollo de sus facultades en el sentido que se desea, y les priva del contacto de la naturaleza para modelarles a su manera. He ahí la explicación de cuanto dejo indicado: el cuidado que han tenido los gobiernos en dirigir la educación de los pueblos y el fracaso de las esperanzas de los hombres de libertad. Educar equivale actualmente a domar, adiestrar, domesticar. No creo que los sistemas empleados hayan sido combinados con exacto conocimiento de causa para obtener los resultados deseados, pues eso supondría genio; pero las cosas suceden exactamente como si esa educación respondiera a una vasta concepción de conjunto realmente notable: no podría haberse hecho mejor. Para realizarla se han inspirado sencillamente en los principios de disciplina y de autoridad que guían a los organizadores sociales de todos los tiempos, quienes no tienen más que una idea muy clara y una voluntad, a saber: que los niños se habitúen a obedecer, a creer y a pensar según los dogmas sociales que nos rigen. ESTO SENTADO, LA INSTRUCCIÓN NO PUEDE SER MÁS QUE LO QUE ES HOY. NO SE TRATA DE SECUNDAR EL DESARROLLO ESPONTÁNEO DE LAS FACULTADES DEL NIÑO, DE DEJARLE BUSCAR LIBREMENTE LA SATISFACCIÓN DE SUS NECESIDADES FÍSICAS, INTELECTUALES Y MORALES; SE TRATA DE IMPONER PENSAMIENTOS HECHOS; DE IMPEDIRLE PARA SIEMPRE PENSAR DE OTRA MANERA QUE LA NECESARIA PARA LA CONSERVACIÓN DE LAS INSTITUCIONES DE ESTA SOCIEDAD; DE HACER DE ÉL, EN SUMA, UN INDIVIDUO ESTRICTAMENTE ADAPTADO AL MECANISMO SOCIAL.

No se extraña, pues, que semejante educación no tenga influencia alguna sobre la emancipación humana. Lo repito, esa instrucción no es más que un medio de dominación en manos de los directores, quienes jamás han querido la elevación del individuo, sino su servidumbre, y es perfectamente inútil esperar nada provechoso de la escuela de hoy día. Y lo que se ha producido hasta hoy continuará produciéndose en el porvenir; no hay ninguna razón para que los gobiernos cambien de sistema; han logrado servirse de la instrucción en su provecho, así seguirán aprovechándose también de todas las mejoras que se presenten. BASTA QUE CONSERVEN EL ESPÍRITU DE LA ESCUELA, LA DISCIPLINA AUTORITARIA QUE EN ELLA REINA, PARA QUE TODAS LAS INNOVACIONES LES BENEFICIEN. Para que así sea, vigilarán constantemente; téngase la seguridad de ello.

Deseo fijar la atención de los que me leen sobre esta idea: todo el valor de la educación reside en el respeto de la voluntad física, intelectual y moral del niño. Así como en ciencia no hay demostración posible más que por los hechos, así también no es verdadera educación sino la que está exenta de todo dogmatismo, que deja al propio niño la dirección de su esfuerzo y que no se propone sino secundarle en su manifestación. Pero no hay nada más fácil que alterar esta significación, y nada más difícil que respetarla. El educador impone, obliga, violenta siempre; EL VERDADERO EDUCADOR es el que, contra sus propias ideas y sus voluntades, puede defender al niño, apelando en mayor grado a las energías propias del mismo niño.

Por esta consideración puede juzgarse con qué facilidad se modela la educación y cuán fácil es la tarea de los que quieren dominar al individuo. Los mejores métodos que puedan revelárseles, entre sus manos se convierten en otros tantos instrumentos más poderosos y perfectos de dominación. Nuestro ideal es el de la ciencia y a él recurriremos en demanda del poder de educar al niño favoreciendo su desarrollo por la satisfacción de todas sus necesidades a medida que se manifiesten y se desarrollen.

Estamos persuadidos de que la educación del porvenir será una educación en absoluto espontánea; claro está que no nos es posible realizarla todavía, pero la evolución de los métodos en el sentido de una comprensión más amplia de los fenómenos de la vida, y el hecho de que todo perfeccionamiento significa la supresión de una violencia, todo ello nos indica que estamos en terreno verdadero cuando esperamos de la ciencia la liberación del niño. ¿Es éste el ideal de los que detentan la actual organización escolar, es lo que se proponen realizar, aspiran también a suprimir las violencias? NO, sino que emplearán los medios nuevos y más eficaces al mismo fin que en el presente; es decir, a la formación de seres que acepten todos los convencionalismos, todas las mentiras sobre las cuales está fundada la sociedad.

No tememos decirlo: queremos hombres capaces de evolucionar incesantemente; capaces de destruir, de renovar constantemente los medios y de renovarse ellos mismos; hombres cuya independencia intelectual sea la fuerza suprema, que no se sujeten jamás a nada; dispuestos siempre a aceptar lo mejor, dichosos por el triunfo de las ideas nuevas y que aspiren a vivir vidas múltiples en una sola vida. LA SOCIEDAD TEME TALES HOMBRES: NO PUEDE, PUES, ESPERARSE QUE QUIERA JAMÁS UNA EDUCACIÓN CAPAZ DE PRODUCIRLOS.


¿Cuál es, pues, nuestra misión? ¿Cuál es, pues, el medio que hemos de escoger para contribuir a la renovación de la escuela?

Seguiremos atentamente los trabajos de los sabios que estudian el niño, y nos apresuraremos a buscar los medios de aplicar sus experiencias a la educación que queremos fundar, en el sentido de una liberación más completa del individuo. Mas ¿cómo conseguiremos nuestro objeto? Poniendo directamente manos a la obra, favoreciendo la fundación de escuelas nuevas donde en lo posible se establezca este espíritu de libertad que presentimos ha de dominar toda la obra de la educación del porvenir.

Se ha hecho ya una demostración que por el momento puede dar excelentes resultados. Podemos destruir todo cuanto en la escuela actual responde a la organización de la VIOLENCIA, los medios artificiales donde los niños se hallan alejados de la naturaleza y de la vida, la disciplina intelectual y moral de que se sirven PARA IMPONERLE PENSAMIENTOS HECHOS, CREENCIAS QUE DEPRAVAN Y ANIQUILAN LAS VOLUNTADES. Sin temor de engañarnos podemos poner al niño en el medio que le solicita, el medio natural donde se hallará en contacto con todo lo que ama y donde las impresiones vitales reemplazarán a las fastidiosas lecciones de palabras. Si no hiciéramos más que esto, habríamos preparado en gran parte la emancipación del niño.

En tales medios podríamos aplicar libremente los datos de la ciencia y trabajar con fruto.

BIEN SÉ QUE NO PODRÍAMOS REALIZAR ASÍ TODAS NUESTRAS ESPERANZAS; QUE FRECUENTEMENTE NOS VERÍAMOS OBLIGADOS, POR CARENCIA DE SABER, A EMPLEAR MEDIOS REPROBABLES; PERO UNA CERTIDUMBRE NOS SOSTENDRÍA EN NUESTRO EMPEÑO, A SABER: QUE SIN ALCANZAR AÚN COMPLETAMENTE NUESTRO OBJETO, HARÍAMOS MÁS Y MEJOR, A PESAR DE LA IMPERFECCIÓN DE NUESTRA OBRA, QUE LO QUE REALIZA LA ESCUELA ACTUAL. Prefiero la espontaneidad libre de un niño que nada sabe, a la instrucción de palabras y la deformación intelectual de un niño que ha sufrido la educación que se da actualmente.

Lo que hemos intentado en Barcelona, otros lo han intentado en diversos puntos, y todos hemos visto que la obra era posible. Pienso, pues, que es preciso dedicarse a ella inmediatamente. No queremos esperar a que termine el estudio del niño para emprender la renovación de la escuela; esperando, nada se hará jamás. Aplicaremos lo que sabemos y sucesivamente lo que vayamos aprendiendo. Un plan de conjunto de educación racional es ya posible, y en escuelas tales como las concebimos pueden los niños desarrollarse líbres y dichosos, según sus aspiraciones. Trabajaremos para perfeccionarlo y extenderlo. 


Tales son nuestros proyectos: no ignoramos lo difícil de su realización; pero queremos comenzarla, persuadidos de que seremos ayudados en nuestra tarea por los que luchan en todas partes para emancipar a los humanos de los dogmas y de los convencionalismos que aseguran la prolongación de la inicua organización social actual.


Francisco Ferrer i Guardia

Tomado del libro La Escuela Moderna 

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NI PREMIO NI CASTIGO

La enseñanza racional es ante todo un método de defensa contra el error y la ignorancia. Ignorar verdades y creer absurdos es lo predominante en nuestra sociedad, y a ello se debe la diferencia de clases y el antagonismo de los intereses con su persistencia y su continuidad.
Admitida y practicada la coeducación de niñas y niños y ricos y pobres, es decir, partiendo de la solidaridad y de la igualdad, no habíamos de crear una desigualdad nueva, y, por tanto, en la Escuela Moderna no habría premios, ni castigos, ni exámenes en que hubiera alumnos ensorbebecidos con la nota de sobresaliente, medianías que se conformaran con la vulgarísima nota de aprobados ni infelices que sufrieran el oprobio de verse despreciados por incapaces.
Esas diferencias sostenidas y practicadas en las escuelas oficiales, religiosas e industriales existentes, en concordancia con el medio ambiente y esencialmente estacionarias, no podían ser admitidas en la Escuela Moderna, por razones anteriormente expuestas.
No teniendo por objeto una enseñanza determinada, no podía decretarse la aptitud ni la incapacidad de nadie. Cuando se enseña una ciencia, un arte, una industria, una especialidad; cualquiera que necesite condiciones especiales, dado que los individuos puedan sentir una vocación o tener, por distintas causas, tales o cuales aptitudes, podrá ser útil el examen, y quizá un diploma académico aprobatorio lo mismo que una triste nota negativa pueden tener su razón de ser, no lo discuto; ni lo niego ni lo afirmo. Pero en la Escuela Moderna no había tal especialidad; allí ni siquiera se anticipaban aquellas enseñanzas de conveniencia más urgente encaminadas a ponerse en comunión intelectual con el mundo; lo culminante de aquella escuela, lo que la distinguía de todas, aun de las que pretendían pasar como modelos progresivos, era que en ella se desarrollaban amplísimamente las facultades de la infancia sin sujeción a ningún patrón dogmático, ni aun lo que pudiera considerarse como resumen de la convicción de su fundador y de sus profesores, y cada alumno salía de allí para entrar en la actividad social con la aptitud necesaria para ser su propio maestro y guía en todo el curso de su vida.
CLARO ES QUE POR INCAPACIDAD RACIONAL DE OTORGAR PREMIOS, SE CREABA LA IMPOSIBILIDAD DE IMPONER CASTIGOS, y en aquella escuela nadie hubiera pensado en tan dañosas prácticas si no hubiera venido la solicitud del exterior. Allí venían padres que profesaban este rancio aforismo: la letra con sangre entra, y me pedían para su hijo un régimen de crueldad; otros, entusiasmados con la precocidad de su prole, hubiera querido, a costa de ruegos y dádivas, que su hijo hubiera podido brillar en un examen y ostentar pomposamente títulos y medallas; pero en aquella escuela no se premió ni castigó a los alumnos, ni se satisfizo la preocupación de los padres. Al que sobresalía por bondad, por aplicación, por indolencia o por desorden se le hacía observar la concordancia o discordancia que pudiera haber con el bien o con el mal propio o el de la generalidad, y servían de asunto para una disertación a propósito del profesor correspondiente, sin más consecuencias; y los padres fueron conformándose, poco a poco, con el sistema, habiendo de sufrir no pocas veces que sus mismos hijos les despojaran de sus errores y preocupaciones. No obstante, la rutina surgía a cada punto con pesada impertinencia, viéndome obligado a repetir mis razonamientos, sobre todo con los padres de los nuevos alumnos que se presentaban, por lo que publiqué en el Boletín el siguiente escrito:
POR QUÉ LA ESCUELA MODERNA NO CELEBRA EXAMENES
Los exámenes clásicos, aquellos que estamos habituados a ver a la terminación del año escolar y a los que nuestros padres tenían en gran predicamento, no dan resultado alguno, y si lo producen es en el orden del mal.
Estos actos, que se visten de solemnidades ridículas, parecen ser instituídos solamente para satisfacer el amor propio enfermizo de los padres, la supina vanidad y el interés egoísta de muchos maestros y para causar sendas torturas a los niños antes del examen, y después, las consiguientes enfermedades más o menos prematuras.
Cada padre desea que su hijo se presente en público como uno de los tantos sobresalientes del colegio, haciendo gala de ser un sabio en miniatura. No le importa que para ello su hijo, por espacio de quince días o un mes, sea víctima de exquisitos tormentos. Como se juzga por el exterior, se viene a la consideración que los dichos tormentos no son tales, porque no dejan como señal el más pequeño rasguño ni la más insignificante cicatriz en la piel...
La inconsciencia en que se vive con relación a la naturaleza del niño y a lo inicuo de ponerle en condiciones forzadas para que saque de su flaqueza psicológica fuerzas intelectuales, sobre todo en la esfera de la memoria, impide a los padres ver que un rato de satisfacción de amor propio, puede ser la causa, como ha sucedido muchas veces, de enfermedad, de la muerte moral y material de sus hijos.
A la mayoría de los profesores, por otra parte, estereotipadores de frases hechas, inoculadores mecánicos, más que padres morales del educando, LO QUE MÁS LES INTERESA EN LOS EXÁMENES ES SU PROPIA PERSONALIDAD Y SU ESTADO ECONÓMICO; SU OBJETO ES HACER VER A LOS PADRES Y DEMÁS CONCURRENTES A LOS EXÁMENES, QUE EL ALUMNO, BAJO SU ÉGIDA, SABE MUCHÍSIMO, que sus conocimientos en extensión y caridad exceden a lo que se podía esperar de sus cortos años y al poco tiempo que hace ha estado en el colegio de tan meritísimo profesor.
Además de esa miserable vanidad, satisfecha a costa de la vida moral y física del alumno, se esfuerzan, esos determinados maestros, en arrancar plácemes del vulgo, de los padres y demás concurrentes ignaros de lo que pasa en la realidad de las cosas, como un reclamo eficacísimo que les garantiza el crédito y el prestigio de la Tienda Escolar.
En crudo, somos adversarios impenitentes de los indicados exámenes. En el colegio todo tiene que ser efectuado en beneficio del estudiante. Todo acto que no consiga ese fin debe ser rechazado como antitético a la naturaleza de una positiva enseñanza. De los exámenes no saca nada bueno y recibe, por el contrario, gérmenes de mucho malo el alumno. A más de las enfermedades físicas susodichas, sobre todo las del sistema nervioso y acaso de una muerte temprana, los elementos morales que inicia en la conciencia del niño ese acto inmoral calificado de examen son: la vanidad enloquecedora de los altamente premiados; la envidia roedora y la humillación, obstáculo de sanas iniciativas, en los que han claudicado; y en unos y en otros, y en todos, los albores de la mayoría de los sentimientos que forman los matices del egoísmo.
He aquí razonado nuestro pensamiento por una escritura profesional, en el siguiente artículo tomado del Boletín : En el número 6, año quinto, del Boletín creí necesario publicar lo siguiente :



EXAMENES Y CONCURSOS
Al finalizar el año escolar hemos oído, como los años anteriores, hablar de concursos, de exámenes, de premios. Hemos vuelto a ver el desfile de niños cargados de diplomas y de volúmenes rojos adornados con follajes verdes y dorados; hemos pasado revista a la multitud de mamás angustiadas por la incertidumbre, y de niños aterrorizados por las temibles pruebas del examen, donde han de comparecer ante un tribunal inflexible a sufrir tremendo interrogatorio, circunstancias que dan al acto cierta desdichada analogía con los que se celebran diariamente en la Audiencia territorial.
Ese es el símbolo de todo el sistema actual de enseñanza.
Porque no se interrumpe solamente nuestro trabajo para sancionarle por marcas y clasificaciones en una época del año, ni en una edad de la vida, sino durante todos nuestros años de estudio y para muchas profesiones durante toda la vida.
Comienza la cosa desde que cumplimos cinco o seis años, cuando se nos enseña a leer, y en tan tierna edad, se nos obliga a preocuparnos, no tanto de las historias que ese nuevo ejercicio nos permite conocer, ni el dibujo más o menos interesante de las letras, como el premio de la lectura que hemos de disputar; y lo peor es que se nos hace enrojecer de vergüenza si quedamos rezagados, o se nos infla de vanidad si hemos vencido a los otros, si nos hemos atraído la envidia y la enemistad de nuestros compañeros.
Mientras estudiábamos gramática, cálculo, ciencia y latín, los maestros y nuestros padres no descansaban, como impulsados por acuerdo tácito, PROCURANDO PERSUADIRNOS QUE ESTÁBAMOS RODEADOS DE RIVALES QUE COMBATIR, DE SUPERIORES QUE ADMIRAR O DE INFERIORES QUE DESPRECIAR. ¿Con qué objeto trabajamos?, se nos ocurría preguntar alguna vez, y se nos contestaba que ya obtendríamos el beneficio de nuestros esfuerzos o soportaríamos las consecuencias de nuestra torpeza; y todas las excitaciones y todos los actos nos inspiraban la convicción de que si alcanzásemos el primer puesto, si lográsemos ser más que los otros, nuestros padres, parientes y amigos, el profesor mismo, nos daría distinguidas muestras de preferencia. Como consecuencia lógica, nuestros esfuerzos se dirigían exclusivamente al premio, al éxito. DE ESE MODO NO SE DESARROLLABA EN NUESTRO SER MORAL MÁS QUE LA VANIDAD Y EL EGOÍSMO.
La gravedad del mal aumenta considerablemente en la época en que se entra en la vida. El bachillerato es poco peligroso, pero abre la puerta a gran número de carreras en que los concurrentes se disputan cruelmente el derecho a la existencia. Hasta entonces no comprende el joven que trabaja para sí, que necesita asegurarse por sí mismo su porvenir, y se convencerá cada vez más que para ello necesita vencer a los otros, ser más fuerte o más astuto. De semejante concepción se resiente toda la vida social.
Hemos encontrado en la sociedad hombres de toda condición y de diferentes edades que no hubieran dado un paso ni hecho el menor esfuerzo si no hubieran tenido la íntima convicción de que todos sus méritos les serían contados y pagados íntegramente un día. Los hombres de gobierno lo saben perfectamente, ya que obtienen tanto de los ciudadanos por las recompensas, avances, distinciones y condecoraciones que otorgan. Eso es un resto vivaz del cristianismo. El dogma de la gloria eterna ha inspirado la Legión de Honor. A cada paso encontramos en la vida premios, concursos, exámenes y oposición, ¿hay algo más triste, más feo ni más falso? Hay algo más anormal que el trabajo de preparación de los programas: el exceso de trabajo moral y físico que tiene por efecto deformar las inteligencias, desarrollando hasta el exceso ciertas facultades en detrimento de otras que quedan atrofiadas. El menor reproche que se les pueda dirigir consiste en que son una pérdida de tiempo, y frecuentemente llega hasta romper las vidas, hasta prohibir toda otra preocupación personal, familiar o social. Los candidatos serios no deben aceptar las distracciones artísticas, ni pensar en el amor, ni interesarse en la cosa pública, so pena de un fracaso. ¿Y qué diremos de las pruebas mismas de los concursos, que no sea universalmente conocido? No hablaré de las injusticias intencionales, aunque de ellas puedan citarse ejemplos; basta que la injusticia sea esencial a la base del sistema. Una nota o una clasificación dada en condiciones determinadas, sería diferente si ciertas condiciones cambiasen; por ejemplo, si el jurado fuese otro, si el ánimo del juez, por cualquier circunstancia, hubiese variado. En este asunto la casualidad reina como señora absoluta, y la casualidad es ciega. Suponiendo que se reconociese a ciertos hombres en razón de su edad y de sus trabajos, el derecho muy contestable de juzgar el valor de otros hombres, de medirle y sobre todo de comparar entre si los valores individuales, necesitarían aún estos jueces establecer su veredicto sobre bases sólidas.
En lugar de esto, se reducen al mínimum los elementos de apreciación: un trabajo de algunas horas, una conversación de algunos minutos, y con esto basta para declarar si un hombre es más capaz que otro de desempeñar tal función, de dedicarse a tal estudio, o a tal trabajo.
Reposando sobre la casualidad y la arbitrariedad, los concursos y los dictámenes que de ellos resultan gozan de un prestigio y de una autoridad universales, que se imponen, no sólo a los individuos sino también a sus esfuerzos y a sus trabajos. La misma ciencia se halla diplomada: hay una ciencia escogida alrededor de la cual no hay sino medianía; únicamente la ciencia marcada y garantida asegura al hombre que la posee el derecho a vivir.
Denunciamos con complacencia los vicios de este sistema, porque en él vemos una herencia del pasado tiránico. Siempre la misma centralización, la misma investidura oficial.
Séanos permitido idear sin ser tachados de utopistas, una sociedad en que todos los que quieran trabajar puedan hacerlo, en que la jerarquía no exista, y en que se trabaje por el trabajo y por sus frutos legítimos.
Comencemos por introducir desde la escuela tan saludables costumbres; dedíquense los pedagogos a inspirar el amor al trabajo sin sanciones arbitrarias, ya que hay sanciones naturales e inevitables que bastará poner en evidencia. SOBRE TODO EVITEMOS DAR A LOS NIÑOS LA NOCIÓN DE COMPARACIÓN Y DE MEDIDA ENTRE LOS INDIVIDUOS, PORQUE PARA QUE LOS HOMBRES COMPRENDAN Y APRECIEN LA DIVERSIDAD INFINITA QUE HAY ENTRE LOS CARACTERES Y LAS INTELIGENCIAS ES NECESARIO EVITAR A LOS ESCOLARES LA CONCEPCIÓN INMUTABLE DE BUEN ALUMNO A LA QUE CADA UNO DEBE TENDER, PERO DE LA CUAL SE APROXIMA MÁS O MENOS CON MAYOR O MENOR MÉRITO.
Suprimamos, pues, en las escuelas las clasificaciones, los exámenes, las distribuciones de premios y las recompensas de toda clase. Este será el principio práctico.
Emilia Boivin.


 
NO MÁS CASTIGOS
Recibimos frecuentes comunicaciones de Centros obreros instructivos y Fraternidades republicanas, quejándose de algunos profesores, que castigan a los niños en sus escuelas.
Nosotros mismos hemos tenido el disgusto de presenciar, en nuestras cortas y escasas excursiones, pruebas materiales del hecho que motiva la queja, viendo niños de rodillas o en otras actitudes forzadas de castigo.
Esas prácticas irracionales y atávicas han de desaparecer; la Pedagogía moderna las rechaza en absoluto.
Los profesores que se ofrecen a la Escuela Moderna y solicitan su recomendación para ejercer la profesión en las escuelas similares, han de renunciar a todo castigo material y moral, so pena de quedar descalificados para siempre. La severidad gruñona, la impaciencia, la ira rayan a veces hasta la sevicia y han debido desaparecer con el antiguo dómine. EN LAS ESCUELAS LIBRES TODO HA DE SER PAZ, ALEGRÍA Y CONFRATERNIDAD.
Creemos que este aviso bastará para desterrar en lo sucesivo tales prácticas, impropias de personas que han de tener por único ideal la formación de una generación apta para establecer una sociedad verdaderamente fraternal, solidaria y justa.

 


Civilización y confusión





Hay que respetar a las personas, no a las ideas






CARNE DE SECTA
Por Acratosaurio Rex

Hay un tipo de persona que, por motivos misteriosos, va buscando la certeza en lugar de habitar en la duda. La duda no le gusta, necesita la respuesta en torno al «¿Qué coño soy yo?»… Hay algunos de esos absolutistas del pensamiento, que en lugar de trabajar duro para el Templo, acaba en un movimiento revolucionario.

A una parte de la Humanidad, las preguntas trascendentes se la pelan. Si un minero del estaño se pregunta el «qué cojones hago aquí», la respuesta inmediata sube a sus labios: «hago el puto gilipollas picando piedra por un pinche sueldo de mierda, no sé bien por qué, o sí lo sé... ¡joder!».
Evidentemente, puede haber mineros que acaben en sectas evangélicas, leyendo los oscuros pasajes de la Biblia (más oscuros que la mina), y siguiendo al pastor como borregos. Son los mineros necesitados de certeza, los que no quieren preguntas sin respuesta. Y hay algunos fans que en lugar de cotizar los domingos para La Minúscula Y Verdadera, acaban en un movimiento revolucionario.
El pueblo obrero mira muy escéptico las Grandes Cuestiones. Sartre ni le parece bien, ni le parece mal. Hay bomberos, por supuesto, que leen a Sartre, y amas de casa que se lo pasan pipa con Diógenes. Yo diría que son los menos, pero eso no importa, porque lo interesante es que los bomberos sartrianos, y las amas de casa quinistas, son personas que disfrutan en la duda, alejadas de la certeza, están a salvo cuando la pareja de Testigos llama a la puerta. Lamentablemente, hay carne de secta, que acaba en un movimiento revolucionario.
Los sectarios a la caza buscan a alguien angustiado, al que puedan aliviar su vacío existencial con la lectura del Libro Que Sabe Todas las Cosas. Todo está dicho, todo está escrito… Hay humanos que necesitan un libro que no genere dudas así se levante la montaña, y que acaba en un movimiento revolucionario.
La secta es eterna, inmutable como el rostro de Dios, resiste la prueba. La fe, más fuerte que la roca, es impenetrable a la duda. Si un hecho, si una evidencia, si una prueba socava el edificio, el fanático pensará: «mi Dios me pone a prueba, mi Dios ha elegido el cáncer de cerebro para llevarse a mi hijo para Su Gloria». Desgraciadamente hay sectarios de ese tipo, que antes de ser alistados por fanáticos religiosos, políticos y económicos, acaban en un movimiento revolucionario.
La duda se extiende, crea la zozobra, rompe los mejores planes. El militante se detiene ante ella, reflexiona y decide sabiendo (seguramente) que lo que pasará a continuación…, será una sorpresa. El revolucionario vive en la indeterminación que le proporciona la libertad, a veces bella, a veces angustiosa. Por eso los sectarios carentes de dudas, amigos y amigas anarquistas, no pintan nada en un movimiento revolucionario.
Sectario: reconócete a ti mismo y ábrete a la duda. Lo que es de uno es de todos, lo que es de todos es de nadie, lo que es de nadie es de uno.






LA IDEOLOGÍA FACEBOOK
Por José Steinsleger

Internet es una tecnología y Facebook un programa que la usa.

Las tecnologías surgen de equis necesidad, y los programas, de equis propósito.

Si de veras necesitamos de muchos amigos, si realmente nos resulta indispensable localizar a la novia de ayer o al compañerito de primaria, adelante… ¡Facebook!

Cuando siendo adolescente pateaba las calles de una gran ciudad y ejercitaba la concentración mental para asesinar al director de mi escuela, solía detenerme en los escaparates de las librerías. Un libro que estaba en todas llamaba mi atención: Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie.

A pesar del exultante cintillo que lo recomendaba (¡millones de copias vendidas!), nunca lo compré. Me bastó abrirlo y leer la primera recomendación para constatar que la obra iba contra mis ideales: No critique, ni condene, ni se queje.

En el ciberespacio hay redes y… telarañas. Internet es una red (de redes), y Facebook una telaraña (de personas).

Internet vincula, Facebook captura.

Ambos sistemas enlazan. Sólo que Internet fue diseñada con fines públicos y Facebook, así como el libro de Carnegie, manipula lo público con fines privados.

¿Qué ideología profesaban los jóvenes de la Universidad de Stanford que a finales de los sesenta exploraban las potencialidades de la red? Digamos que el proverbial pragmatismo de la elitista democracia yanqui los invitó a responder una puntual petición del Pentágono: crear un sistema de comunicación descentralizado, capaz de resistir un ataque nuclear.

Como el proyecto no mencionaba que el sistema evitara la censura (o que se inspirara en la igualdad de derechos entre las fuentes de información), el Estado no reparó si los investigadores apoyaban la guerra de Vietnam o acudían a recitales para cantarle We shall overcome a Ronald Reagan, gobernador de California. Licencias del american way, que no volverán.

Internet fue concebida con el espíritu desinteresado de una comunidad de científicos, y Facebook surgió de la traición de Mark Zuckerberg a los amigos que, junto con él, diseñaron el programa para hacer amigos. Una historia que Ben Mezrich contó en Multimillonarios por accidente(Planeta, 2010) y que los reacios a la lectura pueden apreciar en La red social, la buena y simplona película de David Fincher (2010).

Zuckerberg es el dueño de Facebook (el hombre del año según la cavernícola revista Time), y Peter Thiel (inventor del sistema de pago electrónico PayPal) opera como piedra angular de su ideología. Por motivos de espacio, remito a Google el perfil de este ciberdinosaurio del mal. De mi lado, me detengo en René Girard (1925), filósofo y antropólogo francés, y alter ego de Peter Thiel.

En julio de 2008, en una revista de la derecha mexicana que presume de libre (y no menos manipuladora que Time), se dijo que “…la teoría antropológica de René Girard empieza a ser considerada la única (sic) explicación convincente sobre los orígenes de la cultura”. ¿Cuál sería esta ignota teoría? Nada menos que la vapuleada mímesis del deseo que, según Girard, configuramos gracias a los deseos de los demás.

Las piruetas intelectuales de Girard rinden tributo a sicólogos racistas, como Gustave Le Bon (1841-1931), y encajan en la mentalidad de tipos como Thiel: la gente es esencialmente borrega y se copia una a otra sin mucha reflexión. El sitio Resistencia Digital (RD) puso el ejemplo de la burbuja financiera: cuando Bill Gates compró parte de las acciones de Facebook, los tigres de Wall Street dedujeron que valía 15 veces más.

El segundo inversionista de Facebook se llama Jim Breyer (miembro de la junta de Walmart) y el tercero es Howard Cox, de In-Q-Tel, ala de inversión en capital de riesgo de la CIA. El Proyecto Censurado (iniciativa de la Universidad de Sonoma State, California, que ventila los temas que ocultan los medios) dice que la FBI recurre a Facebook en remplazo de los Infragard creados durante el primer gobierno de W. Bush: 23 mil microcomunidades o células de pequeños comerciantes patrióticos, que ofrecen los perfiles sicopolíticos de su clientela.

Facebook y su experimento de manipulación global acabaron con las teorías conspirativas. Por izquierda y derecha, millones de personas, que en principio estiman la democracia y la libertad (valores que para Thiel son incompatibles), parecen no reparar en que la privacidad es un derecho humano básico.

Atrapados en la cultura neoliberal (auténtica red de redes), gobiernos, instituciones y usuarios le entregan a Facebook redes de contacto, relaciones, nombres, apellidos y fotografías que se prestan al reconocimiento facial, la geolocalización móvil, la estadistica ideológica y los perfiles de mercado y sicológicos.

En ese sentido, Facebook es un subproducto ideológico de la imparable metástasis totalitaria que se expande en Estados Unidos.

En lugar de las ambidextras obsesiones del púdico George Orwell, Facebook se nutre de la profecía que Jack London describió en El talón de hierro (1908): la instauración de un Estado policiaco, plagado de alcahuetes anónimos.



La  gran mayoría de lxs Maestrxs son culpables¡


Sólo hay cooperación y afecto cuando se desecha la autoridad.

«Someterse a la autoridad tiene muchas ventajas si se piensa en términos de ganancias y motivos personales; pero una educación basada en la prosperidad y el beneficio personales sólo puede edificar una estructura social caracterizada por la competencia, el antagonismo y la crueldad. Esta es la clase de sociedad en que hemos sido educados, y son evidentes nuestra animosidad y confusión.
Se nos ha enseñado a doblegarnos ante la autoridad de un maestro, de un libro, de un partido, porque es provechoso hacerlo así. Los especialistas en todos los compartimentos de la vida, desde el sacerdote hasta el burócrata, ejercen su autoridad y nos dominan; pero ningún maestro ni ningún gobierno que usen la fuerza, podrán jamás crear el espíritu de cooperación en la vida de relación, que es esencial para el bienestar de la sociedad.
Si hemos de tener verdaderas relaciones humanas los unos con los otros, no debe haber compulsión, ni siquiera persuasión. ¿Cómo puede haber afecto y cooperación genuinos entre los que están en el poder y los que están sometidos a ese poder? Mediante la consideración desapasionada de esta cuestión de la autoridad y sus muchas implicaciones, a través de la observación de que el mismo deseo de poder es en sí destructivo, surge enseguida una comprensión espontánea de todo el proceso de la autoridad. Desde el momento en que desechamos la autoridad, estamos en consorcio con los demás, y sólo entonces es que hay cooperación y afecto».
 



La lotería funciona como metáfora de este mundo conformista de supuestas posibilidades al alcance de todo el mundo.

«La lotería funciona como metáfora de este mundo conformista de supuestas posibilidades al alcance de todo el mundo. Con la suerte en la lotería cualquiera puede ganar y acceder al tren de vida de los ricos. Que la probabilidad sea escasa resulta secundario: lo que cuenta es que hay, efectivamente, alguna posibilidad y que, por tanto, se puede alimentar la ilusión. Como dice Balzac en 'La rabouillenuse' a propósito de la lotería semanal, mientras el jugador espera el sorteo, el billete de lotería le ha hecho feliz durante cinco días de la semana y le ha entregado idealmente todas las maravillas de la civilización:
'Esta pasión, tan universalmente condenada, no ha sido nunca objeto de estudio. Nadie ha visto en ella el opio de la miseria. Acaso la lotería, el hada más poderosa del mundo, no alimenta esperanzas mágicas? El gira de la ruleta, que hacía vislumbrar a los jugadores enormes cantidades de oro y objetos de goce, no duraba más que un destello: en cambio la lotería daba cinco días de existencia a ese destello. ¿Cuál es la potencia social que a cambio de cuatro chavos puede haceros felices durante cinco días y entregaros ídealmente todas las maravillas de la civilización?.'
Siempre hay alguien a quien le toca el premio, y la posibilidad se realiza, mostrando que el azar puede beneficiar a cualquiera y, en su caso, corregir la distribución aleatoria de los individuos en la escala social. El sueño del enriquecimiento funciona como un consuelo. Así los jugadores de azar alimentan la ilusión de la movilidad vertical y de la igualdad de oportunidades.
[...]
La lotería, además, transmite la idea de que la riqueza no es fruto del trabajo colectivo sino algo que está ahí, disponible, sin que importe cuál sea su origen, y susceptible de ser apropiado individualmente –como ocurre también con la operación especulativas o las grandes estafas-. Este significado metafórico se acentúa cuando las sumas que se pueden ganar con la lotería dejan de ser sumas modestas y alcanzan dimensiones desmesuradas».



Arruinar un sitio es la única forma de salvarlo.
 

«Al ritmo que está llegando la gente a la isla, más y más cada verano, cada vez todo está más sucio. El agua limpia se está acabando. Pero porsupuesto, no se puede parar ese crecimiento. Es antiamericano. Es egoísta. Es tiránico. Maligno. Todos los niños tienen derecho a vivir. Todo el mundo tiene derecho a vivir donde se lo pueda permitir. Tenemos derecho a buscarla felicidad allí donde podamos llegar en coche, en avión o en barco, y aperseguirla. Si llega demasiada gente a un sitio, claro, lo estropean, pero así es el sistema de cheques y balances, la forma que tiene el mercado de ajustarse.
De esta forma, arruinar un sitio es la única forma de salvarlo. Hay que hacer que al mundo de fuera le parezca horrible».
 


Una Centésima de Segundo 
Las sociedades hedonistas son sociedades sin conciencia.



 El Siglo del Yo 


 




MATRIMONIO Y AMOR

(Emma Golgman)

Existe un concepto generalizado acerca del matrimonio y el amor, y es que son sinónimos, que surgen por los mismos motivos o causas y cubren las mismas necesidades humanas. Como muchos de los pareceres del sentido común, éste no descansa sobre hechos reales, sino sobre supersticiones.
Matrimonio y amor no tienen nada en común; están tan lejos el uno del otro como los dos polos; son, en realidad, antagonistas. Sin duda hay algunos matrimonios que han sido resultado del amor. No tanto porque el amor pueda imponerse sólo a través del matrimonio, sino más bien porque son pocos quienes pueden liberarse por completo de la norma establecida. Existe hoy en día un gran número de mujeres y hombres para quienes el matrimonio no es nada más que una absurda comedia a la que se someten en aras de la opinión pública. De cualquier modo, si bien es cierto que algunos matrimonios están basados en el amor, y siendo igualmente cierto que en algunos casos el amor se prolonga en la vida matrimonial, yo sostengo que lo hace a pesar de, y no gracias a, el matrimonio.
Por otro lado, es totalmente falso que el amor sea consecuencia del matrimonio. En alguna rara ocasión llega a nuestros oídos el caso milagroso de una pareja de casados que se enamora después del matrimonio, pero si nos remitimos a una mirada detenida, encontraremos que se trata de una mera adaptación a lo inevitable. Ciertamente el acostumbramiento del uno al otro está muy lejos de la espontaneidad, intensidad y belleza del amor, sin las cuales la intimidad del matrimonio debe resultar degradante tanto para la mujer como para el hombre.
El matrimonio es ante todo un arreglo económico, un contrato de seguros, que sólo se distingue de un contrato normal de seguro de vida en que obliga más y exige más. Sus beneficios son insignificantemente pequeños si se los compara con la inversión hecha. Al contratar una póliza de seguros, pagamos por ella, quedando siempre en libertad de interrumpir los pagos. Sin embargo, si la prima de una mujer es un marido, ella tendrá que pagar por esa prima con su nombre, su privacidad, su autoestima, su vida misma, "hasta que la muerte los separe". Más aún, el seguro matrimonial la condena a una dependencia de por vida, al parasitismo, a la completa inutilidad, tanto individual como social. También el hombre paga su peaje, pero como su mundo es más amplio, el matrimonio no lo limita tanto como a la mujer. Siente sus grilletes más que nada en el aspecto económico.
Las palabras de Dante sobre el Infierno se aplican con igual fuerza al matrimonio: "Aquél que entra aquí deja atrás toda esperanza".
Que el matrimonio es un fracaso es algo que nadie, excepto los más obtusos, podría negar. Basta echar una mirada sobre las estadísticas de divorcio para darnos cuenta de cuán amargo puede ser realmente un matrimonio fracasado. Ni podrá hacerlo tampoco el estereotipado y filisteo argumento de que la permisividad de las leyes de divorcio y la creciente libertad de la mujer justifican el hecho de que: primero, uno de cada doce matrimonios termina en divorcio; segundo, desde 1870 los divorcios han aumentado de 28 a 73 por cada cien mil personas; tercero, que desde 1867, el adulterio, como motivo de divorcio, se ha incrementado 270,8 por ciento; cuarto, que el abandono conyugal se incrementó en 369,8 por ciento.
Súmese a estos alarmantes trazos iniciales todo un vasto acopio de material, dramático y literario, que aclara aún más este tema. Robert Herrich en Together [Juntos], Pinedo en Mid-Channel [En medio del canal], Eugene Walter en Paid in Full [Pagado en su totalidad], y muchísimos otros escritores que examinan la esterilidad, la monotonía, la sordidez, la insuficiencia del matrimonio como elemento de comprensión y armonía.
El estudioso de lo social que reflexione no se conformará con la superficialidad vulgar de la justificación para este fenómeno. Tendrá que profundizar muchísimo en las vidas mismas de los sexos para saber por qué el matrimonio resulta ser tan desastroso.
Edward Carpenter dice que detrás de cada matrimonio está el entorno, de toda una vida, de los dos sexos; entornos tan distintos entre ellos que el hombre y la mujer tendrán que seguir siendo extraños. Separados por una insalvable muralla de supersticiones, costumbres y hábitos, el matrimonio no tiene la potencialidad de desarrollar el conocimiento mutuo y el respeto por el otro, sin los cuales toda unión está condenada al fracaso.
Henrik Ibsen, que detestaba toda simulación social, fue probablemente, el primero en darse cuenta de esta gran verdad. Nora abandona a su esposo, no porque esté cansada de sus responsabilidades ni porque sienta la necesidad de reivindicar los derechos de la mujer -como lo diría una crítica torpe e inepta-, sino porque se hace consciente de que durante ocho años ha vivido con un desconocido y ha parido sus hijos. ¿Puede haber algo más humillante, más degradante que una proximidad de por vida entre dos desconocidos? Nada necesita saber la mujer del hombre, excepto sus ingresos. En cuanto al conocimiento de la mujer --¿es que hay que conocer algo, aparte de su agradable apariencia? No hemos superado aún el mito teológico sobre la carencia de alma de la mujer, donde ella es un mero apéndice del hombre, sacada de su costilla para beneficio del señor, un señor con tanta fortaleza que temía a su propia sombra.
Tal vez la baja calidad del material del cual proviene la mujer sea responsable de su inferioridad. De cualquier modo, la mujer no tiene alma…¿qué hay que saber sobre ella? Además, mientras menos alma tenga una mujer, mayores serán sus activos como esposa y más fácilmente se asimilará a su marido. Es esta esclavitud resignada a la superioridad del hombre la que ha mantenido la institución conyugal aparentemente intacta por tanto tiempo. Ahora que la mujer está haciéndose dueña de sí misma, ahora que se está tomando a sí misma como ser independiente de la gracia de su dueño, la sagrada institución del matrimonio se ve gradualmente minada, y no habrá lamento sentimentaloide alguno que pueda mantenerla en pie.
Prácticamente desde su misma infancia se le dirá a cualquier niña común y corriente que el matrimonio ha de ser su objetivo final, y por eso, su preparación y educación irán directamente enfocadas a esa meta. Así como a la callada bestia se la engorda para el matadero, a ella se la preparará para eso. Pero, extrañamente, se le permitirá saber mucho menos de su función como madre y esposa que lo que sabe el artesano más común de su oficio. Es indecente y asqueroso que una chica respetable sepa algo de la relación marital. Ah, cuánta inconsistencia en la respetabilidad, que necesita de los votos matrimoniales para transformar algo asqueroso en el más puro y sagrado acuerdo, al que nadie osaría cuestionar o criticar. Sin embargo, esa es exactamente la actitud del defensor promedio de la institución matrimonial. La futura esposa y madre, preservada en una ignorancia completa de aquello donde radica su único valor en el campo competitivo, …el sexo. De este modo, entra en una relación con un hombre, relación que durará toda la vida, sólo para encontrar que se siente conmocionada, disgustada y ofendida más allá de todo límite, por el más natural y saludable de los instintos, el sexo. Valga decir que un gran porcentaje de la infelicidad, tristeza, angustia y sufrimiento físico que se padecen en el matrimonio se debe a una ignorancia criminal sobre materias sexuales, lo que es ensalzado como una gran virtud. No es en absoluto una exageración cuando digo que más de un hogar se ha roto por este hecho deplorable.
Por el contrario, si la mujer es libre y lo suficientemente capaz como para aprender los misterios del sexo sin la sanción del Estado o la Iglesia, quedará condenada como totalmente inadecuada para convertirse en la esposa de un "buen" hombre, significando por "bueno" una cabeza vacía y dinero en abundancia. ¿Puede haber algo más violento que la idea de que una mujer adulta, saludable, llena de vida y pasión, tenga que negar las exigencias de la naturaleza, reprimir sus deseos más intensos, minar su salud y quebrantar su espíritu, atrofiar su imaginación, abstenerse de las profundidades y glorias de la experiencia sexual hasta que un hombre "bueno" llegue a su lado para tomarla como esposa? Esto es precisamente lo que significa el matrimonio. ¿Cómo puede acabar un arreglo tal, que no sea en fracaso? Este es un factor en el matrimonio, y no es el menos importante, que lo diferencian del amor.
Nuestros tiempos son de pragmatismo. El tiempo en que Romeo y Julieta desafiaban la ira de sus padres por amor, en que Gretchen se autoexpuso al chismorreo de sus vecinos por amor, no lo era. Si en alguna rara ocasión los jóvenes se permiten el lujo del romance, son rescatados por sus mayores, que les enseñan y disciplinan hasta que se pongan "razonables"
.
La lección moral que se inculca a la niña no es que un hombre la despierte al amor, si no más bien: "¿Cuánto?" El único y fundamental Dios de la vida práctica americana es: ¿Puede el hombre ganarse el sustento? ¿Puede mantener a una esposa? Eso es lo único que justifica el matrimonio. Gradualmente esto va impregnando cada pensamiento de la chica; sus sueños no son de luz de luna y besos, de risas y lágrimas; sueña con salidas de compras y mostradores de gangas. Esta pobreza espiritual y sordidez son los elementos inherentes a la institución matrimonial. El Estado y la Iglesia no aprueban otro ideal, simplemente porque éste es el único que necesitan el Estado y la Iglesia para el control de hombres y mujeres.
Sin duda que hay personas que siguen considerando el amor por encima del dinero. Y esto es especialmente cierto para aquel grupo cuyas necesidades económicas le han obligado a hacerse económicamente independiente. El tremendo cambio en la posición de la mujer, forjado por ese poderoso factor, es verdaderamente espectacular, cuando reflexionamos en el corto tiempo transcurrido desde que entró al terreno industrial. Seis millones de mujeres asalariadas; seis millones de mujeres que tienen el mismo derecho que los hombres a ser explotadas, a ser robadas, a ir a huelga, y siempre, a morirse de hambre. ¿Algo más, mi señor? Sí, seis millones de mujeres de todas las edades en cada esfera, desde el más elevado trabajo intelectual hasta la más difícil labor rutinaria en las minas y en las vías del ferrocarril. Sí, incluso detectives y policías. Sin duda, la emancipación es completa.
Pero a pesar de todo esto, sólo un número muy reducido del enorme ejército de mujeres asalariadas consideran el trabajo como cuestión permanente, con la misma perspectiva que lo hace el hombre. No importa cuán decrépito esté, se le ha programado para ser autónomo e independiente económicamente.. Sí, sí, ya sé que nadie es realmente independiente en nuestra rutina económica; pero aún así, aún el más insignificante espécimen de hombre odia, de todos modos, ser un parásito, ser conocido como tal.
La mujer considera su condición de trabajadora como transitoria, pudiendo ser echada a un lado por el primer postor. Esta es la razón por la cual es extremadamente más difícil organizar a las mujeres que a los hombres, "¿Por qué tendría yo que incorporarme a un sindicato? Me voy a casar, voy a tener un hogar". ¿No se le ha enseñado desde la infancia a considerar esta idea como su más profunda vocación? Aprende, demasiado bien y pronto, que el hogar, aunque no sea una prisión tan grande como la fábrica, tiene puertas y barrotes más sólidos, con un guardián tan leal que nada podrá escapársele. La parte más trágica es, no obstante, que el hogar no la libera de la esclavitud salarial; sólo aumenta sus tareas.
De acuerdo a las últimas estadísticas presentadas a una comisión "sobre trabajo y salario y hacinamiento de la población", el diez por ciento de las trabajadoras asalariadas, sólo de la ciudad de Nueva York, son casadas, y aún así, tienen que seguir trabajando en tareas que son las peor pagadas en el mundo. Agreguemos a este horrible aspecto las fatigosas tareas domésticas, y ¿qué queda entonces de la protección y esplendor del hogar? De hecho, aún las chicas de clase media casadas no pueden hablar de su hogar, ya que es el hombre quien crea todo lo que la rodea. No es relevante que el esposo sea un bruto o un encanto. Lo que yo quisiera demostrar es que el matrimonio le garantiza a la mujer un hogar sólo por gracia de su marido. Allí ella se mueve en el hogar de él, año tras año, hasta que su visión de la vida y de los temas humanos pasa a ser tan plana, estrecha y monótona como su entorno. No puede sorprender que se transforme en una amargada, mezquina, pendenciera, chismosa, insoportable, que aleja al hombre del hogar. No podrá irse, aunque lo desease; no existe lugar donde ir. Además, el corto período de vida matrimonial, de renuncia completa a todas su propias facultades, incapacita totalmente a una mujer común y corriente para actuar en el mundo exterior. Se volverá descuidada en su apariencia, torpe en sus movimientos, dependiente en sus decisiones, cobarde en sus juicios, una carga y una lata, que provocará en la mayoría de los hombres odio y desprecio. Una atmósfera maravillosamente inspiradora para dar vida ¿no es así?
Y en cuanto al niño, ¿cómo podrá ser protegido, si no es por el matrimonio? Después de todo ¿no es esa la consideración más importante? ¡Cuánto simulacro, cuánta hipocresía hay en esto! El matrimonio protegiendo a la infancia, con miles de niños desamparados y abandonados. El matrimonio protegiendo a la infancia, cuando los orfelinatos y reformatorios están sobrepoblados, y la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños debe ocuparse en rescatar a las pequeñas víctimas de sus "amantes" padres, para entregarlos a un cuidado más cariñoso, la Sociedad Gerry. ¡Es una burla todo esto!
El matrimonio tiene la facultad y el poder de "llevar el caballo al agua" pero, ¿lo ha hecho beber alguna vez? La ley pondrá al padre bajo arresto, y le vestirá con ropas de convicto; ¿pero ha calmado esto, alguna vez, el hambre del niño? Si el padre no tiene trabajo, o esconde su identidad ¿qué hará el matrimonio entonces? Invocar a la ley para traer al hombre ante la "justicia", y ponerlo a salvo detrás de puertas cerradas; pero el trabajo que realice ese padre no va a beneficiar al niño sino al Estado. El niño recibe tan sólo una memoria marchita del traje a rayas de su padre.
En cuanto a la protección de la mujer, ahí radica lo peor del matrimonio. No es que realmente la proteja, pero la idea misma es en sí tan ofensiva, tal ultraje e insulto a la vida, tan degradante de la dignidad humana, como para condenar para siempre a esta institución parasitaria.
Es como aquella otra disposición paternalista…el capitalismo, que priva al hombre de su patrimonio, impide su desarrollo, envenena su cuerpo, lo mantiene en la ignorancia, en la pobreza y en la dependencia, y termina instituyendo instituciones benéficas que sacan provecho hasta del último vestigio del amor propio de un hombre.
La institución del matrimonio hace de la mujer un parásito, absolutamente dependiente. La incapacita en su lucha por la existencia, anula su conciencia social, paraliza su imaginación, y entonces le impone su benévola protección, lo que es realmente una trampa, una parodia de la naturaleza humana.
Si la maternidad es la máxima realización de la naturaleza femenina, ¿qué otra protección requiere aparte del amor y la libertad? El matrimonio no hace más que ensuciar, envilecer y corromper su realización. ¿No le dice acaso a la mujer "sólo a través de mí podrás tú dar la vida"? ¿No la condena, acaso, al encierro, degradándola y avergonzándola si ella se rehusa a comprar su derecho a la maternidad vendiéndose a sí misma? ¿No autoriza el matrimonio la maternidad sólo a través suyo, incluso si la concepción tiene lugar en situaciones de odio u opresión? Con todo, aún si la maternidad fuese el resultado de la libre elección, del amor, del extremo placer, de una pasión insolente, ¿no termina poniendo una corona de espinas sobre una inocente cabeza y grabando con letras de sangre el horrible epíteto, bastardo? Aún si el matrimonio diera cabida a todas las virtudes que pretendidamente se le atribuyen, sus delitos contra la maternidad lo excluirían para siempre del reino del amor.
El amor, el más fuerte y más profundo elemento en toda vida, heraldo de la esperanza, de la felicidad, del éxtasis; el amor, transgresor de toda ley, de toda convención; el amor, el más libre, la impronta más poderosa del destino humano; ¿cómo puede una fuerza tan irresistible ser sinónimo de ese precario e insignificante hierbajo engendrado por el Estado y la Iglesia, el matrimonio?
¿Amor libre? ¡Cómo si el amor pudiese otra cosa que no fuese libre! El hombre ha comprado cerebros, pero ni todos los millones del mundo han podido comprar amor. El hombre ha sojuzgado cuerpos, pero ni todo el poder en la tierra ha podido sojuzgar el amor. El hombre ha conquistado naciones enteras, pero ni todos sus ejércitos podrían conquistar el amor. El hombre ha encadenado y puesto grilletes al espíritu, pero se ha visto totalmente indefenso ante el amor. En lo alto de un trono, con todo el esplendor y la pompa que sus riquezas le puedan ofrecer, el hombre estará pobre y abatido, si el amor lo pasa por alto. Y si llegara a quedarse, la más pobre chabola resplandecerá de calidez, vida y color. Es que el amor tiene el mágico poder de hacer rey a un vagabundo. Sí, el amor es libre, en ninguna otra atmósfera puede habitar. En libertad se da a sí mismo sin reservas, generosamente, totalmente. Todas las leyes de los estatutos, todas las cortes del universo, no podrán desterrarlo una vez que el amor ha echado raíces. Pero, si ocurriese que el suelo fuera infértil, ¿cómo podría el matrimonio hacerle dar frutos? Es como la última lucha desesperada de la vida fugaz contra la muerte.
El amor no necesita protección; él es su propia protección. En la medida en que sea el amor el que engendre vida, no habrá niños abandonados, ni hambrientos, ni faltos de afecto. Yo sé que esto es verdad. Conozco mujeres que han tenido hijos en libertad del hombre que amaban. Hay pocos niños nacidos en el matrimonio que disfrutan del cuidado, la protección, la devoción que una maternidad libre puede ofrecerles.
Los defensores de la autoridad temen el advenimiento de una maternidad libre, porque les quitará su presa. ¿Quién va a luchar en las guerras? ¿Quién va a generar riquezas? ¿Quién va a hacer de policía, de carcelero, si las mujeres se negaran a criar hijas en forma indiscriminada? ¡La estirpe, la estirpe! grita el rey, el presidente, el capitalista, el cura. La estirpe debe ser preservada, aunque la mujer se vea degradada a la condición de mera máquina…. Y la institución matrimonial es nuestra única válvula de seguridad ante el despertar sexual de la mujer. Pero estos esfuerzos desesperados por mantener el estado de servidumbre no darán resultado. Vanas serán también las proclamas de la Iglesia, los fanáticos ataques de los gobernantes, vano incluso el brazo de la ley. La mujer no quiere ser más cómplice en la producción de una estirpe de seres humanos enfermizos, débiles, decrépitos, desgraciados que no tienen la fuerza ni el coraje moral para liberarse del yugo de la pobreza y la esclavitud. Desea, en cambio, menos y mejores hijos, engendrados y criados en el amor, a partir de una decisión libre; no obligada, como lo impone el matrimonio. Nuestros pseudo moralistas todavía tienen que aprender el sentido profundo de responsabilidad hacia el hijo que el amor en libertad ha despertado en el seno de la mujer, que incluso preferiría renunciar para siempre a la gloria de la maternidad antes que dar vida en una atmósfera en que sólo se respira destrucción y muerte. Y si decide ser madre, será para entregarle al hijo lo más entrañable y mejor que su ser pueda ofrecer. Desarrollarse con el hijo será su máxima; sabe bien que sólo de esa manera podrá ayudar a construir auténticos hombres y mujeres.
En el retrato que, con pinceladas maestras, hace de la Sra. Alving, Ibsen debe haber tenido en mente la idea de una madre libre. Ella era la madre ideal porque había superado el matrimonio y todos sus horrores, porque había roto sus cadenas y liberado su espíritu para que renaciera y retornase en una personalidad, regenerada y fuerte. Ay! Fue demasiado tarde para poder salvar la alegría de su vida, su Oswald; pero no lo fue tanto como para darse cuenta de que el amor en libertad es la única condición para vivir una vida plena. Aquél que, como la Sra. Alving, ha debido pagar con lágrimas y sangre por su despertar espiritual, repudiará el matrimonio como una imposición, una banalidad, una burla vacía. Sabrá, bien sea que el amor dure un brevísimo lapso de tiempo o por toda la eternidad, que es la única base creativa, inspiradora, elevadora, para una nueva estirpe, un nuevo mundo.
En nuestra jibarizada condición presente, el amor es realmente un desconocido para la mayoría de la gente. Mal comprendido y esquivo, rara vez echa raíces; y si lo hace, muy pronto se marchita y muere. Su delicadeza no puede soportar no soporta el estrés y la tensión del trajín cotidiano. Su alma es demasiado compleja para adaptarse a la fangosa trama de nuestro tejido social. Llora, gime y se lamenta con aquellos que lo necesitan, pero no están capacitados para ascender a la cima del amor.
Algún día, algún día, hombres y mujeres ascenderán, alcanzarán la cima de la montaña, allí se reunirán grandes, fuertes y libres, dispuestos a recibir, a participar y a bañarse en los dorados rayos del amor. Qué fantasía, qué imaginación, qué genio poético podría prever, aunque fuese sólo aproximadamente, las potencialidades de una fuerza tal en la vida de hombres y mujeres. Si el mundo alguna vez diese a luz a lo que es una auténtica camaradería y unidad, el padre será el amor, nunca el matrimonio.




LA TIRANÍA DEL RELOJ.
(por George Woodcock)



“La tiranía del reloj” (The tiranny of the clock) es un pequeño ensayo originalmente publicado en War Commentary en el año 1944.



La tiranía del reloj

No hay ninguna característica que separe con mayor claridad la sociedad que ahora existe en Occidente de las antiguas sociedades, tanto europeas como orientales, que su concepto de tiempo. Para los antiguos chinos y griegos, para los pastores árabes o los actuales peones mejicanos, el tiempo queda representado por los procesos cíclicos de la naturaleza, la alternancia de la noche y el día, el paso de una estación a la siguiente. Los nómadas y granjeros medían y aún miden su día desde el amanecer hasta la puesta de sol, y su año en términos de siembra y cosecha, de caída de las hojas y de deshielo de lagos y ríos. El granjero trabajaba según los elementos, el artesano durante todo el tiempo que le pareciera preciso para la perfección de su producto. El tiempo era visto como un proceso de cambios naturales, y la humanidad no se preocupaba por la exactitud con que fuera medido. Por este motivo, unas civilizaciones altamente desarrolladas en otros aspectos dedicaban instrumentos sumamente primitivos para el cómputo del tiempo: el reloj de arena o de gotas de agua, el reloj de sol, inútil en los días nublados, y las velas y candiles, cuyo remanente de aceite o cera indicaba las horas. Todos estos utensilios, aproximativos e inexactos, devenían con frecuencia inútiles a causa del clima o del grado de pereza de la persona a su cargo. En ninguna parte del mundo de la Antigüedad o del Medioevo se hallará sino una minoría de hombres que se preocupe por el tiempo en términos de exactitud matemática. El hombre moderno, occidental, habita sin embargo un mundo regido por los símbolos mecánicos y matemáticos del tiempo cronometrado. El reloj dicta sus movimientos e inhibe sus acciones. El reloj transforma el tiempo, que pasa de ser un proceso natural a una mercancía que puede ser medida, comprada y vendida como si de jabón o pasas se tratara. Y debido a que sin los medios para medir con precisión el tiempo nunca se hubiera llegado a desarrollar el capitalismo industrial ni podría seguir explotando a los trabajadores, el reloj representa un elemento de tiranía mecánica en las vidas de los hombres modernos mucho más poderoso que cualquier explotador en tanto individuo o que cualquier otra máquina. Es de utilidad recordar el proceso histórico mediante el cual el reloj ha influido en el desarrollo social de la civilización europea moderna.

Es un hecho frecuente en la historia que una cultura o civilización desarrolle la herramienta que posteriormente será propiciará su destrucción. Los antiguos chinos, por ejemplo, inventaron la pólvora, la cual fue desarrollada por los expertos militares de occidente y eventualmente condujo a la destrucción de la propia civilización china mediante los fuertes explosivos del armamento bélico moderno. Del mismo modo, el logro supremo del ingenio de los artesanos de las ciudades medievales europeas fue la invención del reloj mecánico, que, al trastocar revolucionariamente el concepto de tiempo, colaboraron materialmente con el crecimiento del capitalismo explotador y a la destrucción de la cultura medieval.

Según algunos relatos, el reloj apareció en el siglo XI, como dispositivo para hacer sonar las campanas a intervalos regulares en los monasterios, los cuales, con la vida organizada que imponían a sus internos, fueron el modelo más próximo de la edad media a las actuales fábricas. El primer reloj propiamente dicho, no obstante, apareció en el siglo XIII, y tan sólo a partir del siglo XIV comenzaron los relojes a adornar las fachadas de los edificios públicos de las ciudades alemanas.

Estos relojes primerizos impulsados pesas no eran especialmente precisos, y no se alcanzó un cierto grado de fiabilidad hasta el siglo XVI. Por ejemplo, se dice que el primer reloj preciso de Inglaterra fue el de Hampton Court, fabricado en 1540. E incluso la precisión de los relojes del siglo XVI resulta relativa, dado que sólo estaban equipados con manecillas para las horas. Ya en el siglo XIV habían pensado los primeros matemáticos en medir el tiempo en minutos y segundos, pero con la invención del péndulo en 1657 se obtuvo la precisión necesaria para la adición de una manecilla que señalara los minutos, mientras que la manecilla destinada a los segundos no fue introducida hasta el siglo XVIII. Ambos siglos, se observará, son aquellos en que el capitalismo creció en tal grado que le fue posible aprovechar la tecnología de la revolución industrial para así establecer su dominio sobre la sociedad.

El reloj, como ha señalado Lewis Mumford, representa la maquinaria cardinal de la era de la maquinaria, tanto por su influencia sobre la tecnología como por su influencia en las costumbres humanas. Técnicamente, el reloj fue la primera máquina auténticamente automática que adquirió verdadera importancia en la vida de las personas. Antes de su invención, las máquinas habituales eran de tal naturaleza que su manejo dependía de alguna fuerza externa y de escasa fiabilidad, como la musculatura humana o animal, el agua o el viento. Es cierto que los griegos habían inventado ciertos mecanismos automáticos primitivos, pero sólo se los empleaba, como ocurría con la máquina de vapor de Herón, para procurar efectos “sobrenaturales” en los templos o para entretener a los tiranos de las ciudades orientales. Pero el reloj fue la primera máquina automática que consiguió importancia pública y una función social. La fabricación de relojes se convirtió en la industria a partir de la cual fueron aprendidos los rudimentos de la fabricación de máquinas y se obtuvo la habilidad técnica necesaria para la revolución industrial.

Socialmente el reloj tuvo una influencia más radical que la de cualquier otra máquina, en tanto era el medio por el cual se podía obtener mejor la regularización y organización de la vida necesaria para un sistema industrial de explotación. El reloj proporcionaba los medios para que el tiempo —una categoría tan elusiva que ningún filósofo ha podido hasta el momento determinar su naturaleza— pudiera ser medido concretamente en los términos tangibles del espacio representado como circunferencia por la esfera de un reloj. Se dejó de considerar el tiempo como duración, comenzándose a hablar y pensar permanentemente de “tramos” de tiempo, como si se estuviera hablando de retales de tela. Y el tiempo, ahora mensurable en símbolos matemáticos, pasó a ser visto como una mercancía que podía ser comprada y vendida del mismo modo que cualquier otra.

Los nuevos capitalistas, en particular, devinieron rabiosamente conscientes del tiempo. El tiempo, que en este caso quería decir el trabajo de los obreros, era visto por ellos casi como si constituyera la materia prima principal de la industria. “El tiempo es dinero” se convirtió en uno de los eslóganes cruciales de la ideología capitalista, y oficial cronometrador fue el más representativo de los empleos creados por la administración capitalista.

En las primeras fábricas los patronos llegaron a manipular sus relojes o a hacer sonar las sirenas en momentos distintos a los indicados a fin de defraudar a sus trabajadores esta valiosa y nueva mercancía. Más adelante semejantes prácticas se hicieron menos frecuentes, pero la influencia del reloj impuso una regularidad en las vidas de la mayoría que previamente sólo se había conocido dentro de los monasterios. Las personas pasaron a ser de hecho similares a relojes, actuando con una regularidad repetitiva carente de parecido con la vida rítmica de un ser natural. Pasaron a ser, como reza el dicho victoriano, “puntuales como relojes”. Únicamente en los distritos rurales, donde las vidas naturales de animales y plantas y los elementos aún dominaban la vida podía librarse una parte mayoritaria de la población de sucumbir al mortífero tic-tac de la monotonía.

En un principio esta nueva actitud ante el tiempo, esta nueva regularidad de la vida, fue impuesta por los señores propietarios de relojes sobre los pobres, que se resistían a ella. El esclavo industrial reaccionaba en su tiempo libre viviendo en una caótica irregularidad que caracterizaba las barriadas empapadas en ginebra del industrialismo de principios del siglo XIX. Se huía hacia un mundo sin tiempo de bebida o de inspiración metodista. Pero gradualmente la idea de regularidad se fue extendiendo hasta llegar a las capas más bajas de los obreros. La religión del siglo XIX y la moral desempeñaron un papel nada desdeñable al proclamar que “perder el tiempo” era un pecado. La introducción de relojes y relojes de bolsillo producidos masivamente en los años 1850 extendió la conciencia del tiempo entre aquellos que previamente habían meramente reaccionado al estímulo de unos golpes en la puerta o de la sirena de la fábrica. En la iglesia y en la escuela, en la oficina y en el taller, se consideraba la puntualidad la mayor de las virtudes.

A partir de esta esclava dependencia del tiempo mecánico, que se extendió insidiosamente por todas las clases en el siglo XIX, creció la desmoralizadora regimentación de la vida que caracteriza el trabajo industrial de nuestros días. El hombre que no se adapta a ella se aboca a la censura de la sociedad y la ruina económica. El trabajador que llegue con retraso a la fábrica perderá su trabajo e incluso, en los días en que nos encontramos, puede verse encarcelado.[1] Las comidas presurosas, el periódico apiñarse en trenes y autobuses cada mañana y cada tarde, la tensión de tener que trabajar de acuerdo con horarios, todo ello contribuye a los desórdenes digestivos y nerviosos, a la ruina de la salud y a la brevedad de las vidas.



En el nombre de la competitividad y la eficiencia, del crecimiento y progreso económicos.

Tampoco puede decirse que, a largo plazo, la imposición financiera de regularidad conduzca a un mayor grado de eficacia. De hecho, la calidad de los productos es habitualmente muy inferior, debido a que el patrón, al considerar el tiempo una mercancía por la cual ha de pagar, obliga a sus operarios a mantener tal velocidad que necesariamente han de escatimar su trabajo. El criterio principal es preferir la cantidad a la calidad, y del trabajo en sí mismo desaparece todo disfrute. El trabajador no hace sino vigilar el reloj, preocupado únicamente por el momento en que pueda escaparse hacia el magro y monótono ocio de la sociedad industrial, en que se dedica a “matar el tiempo” atracándose de goces tan planificados y mecanizados como el cine, la radio y los periódicos en la medida que su salario y su cansancio se lo permitan. Únicamente si es capaz de aceptar los riesgos de vivir conforme a sus convicciones o su ingenio puede un hombre sin dinero salvarse de vivir como un esclavo del reloj.

El problema del reloj es, en general, similar al de la máquina. El tiempo mecánico es valioso como medio para coordinar las actividades en una sociedad altamente desarrollada, lo mismo que una máquina es valiosa como medio de reducir el trabajo innecesario al mínimo. Tanto el uno como la otra son valiosos por la contribución que realizan al buen curso de la sociedad, y sólo han de utilizarse en la medida en que sirvan a la humanidad para eliminar eficientemente entre todos el esfuerzo monótono y la confusión social. Pero no ha de permitirse que ninguno de los dos dominen la vida de las personas como ocurre hoy día.

Por ahora el movimiento del reloj establece el ritmo de las vidas humanas. El hombre se convierte en un criado del concepto de tiempo que él mismo ha creado, y en cuyo temor se le mantiene, como le sucedió a Frankenstein con su propio monstruo. En una sociedad cuerda y libre, semejante dominación de las funciones humanas por relojes y máquinas sería, como es obvio, impensable. La dominación del hombre por una creación del hombre resulta incluso más ridícula que la dominación del hombre por el hombre. El tiempo mecánico sería relegado a su verdadera función de instrumento para la referencia y coordinación, y la humanidad recobraría una visión equilibrada de la vida, que ya no estaría dominada por la adoración al reloj. Una plena libertad implica la liberación de la tiranía de abstracciones del mismo modo que rechaza las reglas humanas.


George Woodcock


Notas

[1] El autor se refiere, evidentemente, a las regulaciones de guerra vigentes en el momento de la publicación de este artículo en War Commentary. Nota del ed.
“El tiempo no es en absoluto precioso, porque es una ilusión. Lo que usted percibe como precioso no es el tiempo sino el único punto que está fuera del tiempo: el ahora. Este es ciertamente precioso. Cuanto más se enfoque en el tiempo –pasado y futuro- más pierde el ahora, lo más precioso que hay.”






ESTA SOCIEDAD ENSUCIA LA IDEA DEL ANARQUISMO

Un hombre alto me pregunta
en el autobús sentado
que por qué soy anarquista
muy nervioso y asustado.
Me ha debido ver la chapa
que llevo en el pantalón
uniendo un gran descosido
que hace tiempo se rompió.
Le miro de arriba abajo
no vaya a ser un fascista,
es un hombre ya mayor.

¿Por qué soy un anarquista?
Yo fui, soy y seré anarquista porque hay un mundo mejor,
por bienestar y autogestión,
porque odio la explotación,
porque odio la corrupción,
porque existe la opresión,
porque empujo a la razón contra discriminación,
porque apoyo inteligencia frente a toda la violencia,
porque veo que demencia reina en el planeta Tierra.
Para que la paz emerja,
porque la naturaleza necesita nuestra fuerza,
porque busco la igualdad.
Y también la libertad,
sin tener que gobernar,
sin atar la dignidad, sin manipular verdad,
por la solidaridad y el respeto a los demás.

El hombre queda callado
ya parece que va ha hablar.
Sólo ha movido la boca,
creo que ahora va ha pensar,
yo miro hacia la ventana el paisaje de ciudad.
El hombre me da en el hombro y yo miro a su lugar,
me dice algo cojonudo,
creo que soy anarquista,
repite por qué lo eras
y me agruparé en la lista.

Yo fui, soy y seré anarquista porque hay un mundo mejor,
por bienestar y autogestión,
porque odio la explotación,
porque odio la corrupción,
porque existe la opresión,
porque empujo a la razón contra discriminación,
porque apoyo inteligencia frente a toda la violencia,
porque veo que demencia reina en el planeta Tierra.
Para que la paz emerja,
porque la naturaleza necesita nuestra fuerza,
porque busco la igualdad.
Y también la libertad,
sin tener que gobernar,
sin atar la dignidad, sin manipular verdad.
Por la solidaridad y el respeto a los demás.

Sometidos al trabajo
y al consumo irracional.
Estamos domesticados
por la multinacional.
Esta sociedad ensucia
la idea del anarquismo.
No es el caos ni la violencia
ni es pensar para uno mismo.
Solamente la anarquía
puede ser la solución.
Romperemos las cadenas,
gritaré revolución.


THE FEYNMAN SERIES (parte 1) - Belleza 




¿Realmente necesitamos disfrazarnos para acercarnos unos a otros?


ESTAMOS EN MANOS DE DELINCUENTES.El origen de las migraciones modernas  



 


¿Libertad en la red? - Revolución Virtual



ELOGIO DE LA OCIOSIDAD

Por Bertrand Russell
Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de Jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano.
Antes de presentar mis propios argumentos en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean diferentes casos.
Una de las cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento de las fuerzas armadas del estado al que presta sus economías. Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego.
Pero –se me dirá– el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de trabajo humano, que hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero –digamos– en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán –cabe esperarlo–, al tiempo en que se beneficien todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta –digamos– en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y frívola.
Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del TRABAJO está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.
Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda.
En Europa, aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de hambres, más respetada que cualquiera de las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que otros paguen por el privilegio de que les consienta existir y trabajar. Estos terratenientes son gentes ociosas, y por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del trabajo. Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, por lo general, producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duramente como él, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose tanto como en otros tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores morían de hambre. Este sistema perduró en Rusia hasta 1917, (2) y todavía perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase de los industriales ganó poder. En Norteamérica, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y las opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral de los esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.
Es evidente que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que subsistían los guerreros y los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido más. Al principio, era la fuerza lo que los obligaba a producir y entregar el excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque parte de su trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos se sentirían realmente impresionados si se les dijera que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador. El concepto de deber, en términos históricos, ha sido un medio utilizado por los poseedores del poder para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder ocultan este hecho aún ante sí mismos, y se las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más grandes intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses propietarios de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización.
La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar lo imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evidente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después. La significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero. Si la organización científica, que se había concebido para liberar hombres que lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino proporcionados a su virtud, demostrada por su laboriosidad.
Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando –digamos–ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?
La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo xx, la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajaban doce horas al día. Cuando los entremetidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto, fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: «¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar». Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.
Consideremos por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del trabajo humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto, desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto, puede prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero solamente en esta medida.
No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte de la URSS, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de que se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de hambre.
Si el asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría paro–dando por supuesta cierta muy moderada cantidad de organización sensata–. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen trabajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados; estos hombres, naturalmente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La esnob admiración por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no la pone en situación más acorde con el sentido común.
El sabio empleo del tiempo libre–hemos de admitirlo–es un producto de la civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero sin una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se ve privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no hay razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación; solamente un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.
En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, y especialmente de aquellas que dirigen la propaganda educativa respecto del tema de la dignidad del trabajo, es casi exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han predicado siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad, sobriedad, buena voluntad para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas, inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad todavía representa la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un nuevo nombre: materialismo dialéctico.
La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la victoria de las feministas en algunos otros países. Durante siglos, los hombres han admitido la superior santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al final, las feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho acerca de lo apetecible de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder político. Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo manual. Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio, con el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda enseñanza ética.
En la actualidad, posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro es necesario, y cabe suponer que reportará una gran recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar largas horas?
En Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No aspiramos a la justicia económica; de modo que una gran proporción del producto total va a parar a manos de una pequeña minoría de la población, muchos de cuyos componentes no trabajan en absoluto. Por ausencia de todo control centralizado de la producción, fabricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mantenemos ocioso un alto porcentaje de la población trabajadora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un cierto número de personas a fabricar explosivos de alta potencia y a otro número determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con una combinación de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con dificultad, para mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar una gran cantidad de duro trabajo manual.
En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la producción, el problema tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional sería, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades primarias y las comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso, es difícil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse a la productividad futura. Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrionales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los cam~?os helados y entre las tormentas de nieve del océano Artico. Esto, si sucede, será el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí misma, más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera necesario.
El hecho es que mover materia de un lado a otro, aúnque en cierta medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los ricos, durante miles de años, a predicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: «Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento». Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.
Consideran el trabajo como debe ser considerado, como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.
Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para la alegría y los juegos que hasta cierto punto ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividades deseables son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. El carnicero que os provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores de elogio, porque están ganando dinero; pero cuando vosotros disfrutáis del alimento que ellos os han suministrado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para obtener energías para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene que ganar dinero es bueno y gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que son dos aspectos de una misma transacción, esto es absurdo; del mismo modo podríamos sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las cerraduras son malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes, debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo, en nuestra sociedad' trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo radica en el consumo de lo que él produce.
Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la industria. Pensamos demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo. Como consecuencia de ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.
Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como creyera conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie el que la educación vaya más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre para usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llegado a ser en su mayoría pasivos: ver películas, presenciar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Ello resulta del hecho de que sus energías activas se consumen completamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa.
En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias; escribió los libros, inventó las filosofías y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.
El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades los estudios están organizados, y es probable que el hombre al que se le ocurre alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios.
En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona ¿con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, será capaz de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.
Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos. Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre. (*)
(*) Fuente: Bertrand Russell, Elogio de la Ociosidad. Ed. Edasa, Barcelona, 1986.